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Cultura

5 de Octubre de 2008

Revista H Libros y Lecturas: “El tercer policía” de Flann O’Brien

Por

Prácticamente desconocido en castellano, este novelista y cronista irlandés fue celebrado por Beckett, Joyce, Graham Greene; Harold Bloom lo incluyó en los cien autores de su canon y Borges elogió su novela At Swim-Two Birds como una de las mejores que había leído. Nacido como Brian O’Nolan en 1911, en una familia de habla irlandesa, tuvo que mantener a sus diez hermanos y trabajó como funcionario de gobierno. Por eso escribió sus demenciales e hilarantes novelas como Flann O’Brien y sus ácidas columnas políticas en el Irish Times como Myles na gCopaleen; usó tantos pseudónimos, incluso para firmar cartas contra sus propias columnas, que su obra completa ha sido imposible de catalogar. Fue un humorista feroz y un moderno generador de metaficciones. Murió, célebre y borracho, en 1966. Este es un adelanto de una de sus novelas más celebrada, ahora publicada en castellano por editorial Nórdica junto a las no menos excelentes La crónica de Dalkey y La boca pobre.

No todo el mundo sabe cómo maté al Viejo Philip Mathers, hundiéndole la mandíbula con mi pala; pero antes será mejor que hable de mi amistad con John Divney, porque fue él quien derribó primero al viejo Mathers, asestándole un fuerte golpe con un bombín especial para bicicletas que él mismo había fabricado con una barra de hierro hueca. Divney era un hombre fuerte, aunque algo vago y descuidado. En primer lugar, él fue personalmente responsable de toda la idea. Él fue quien me dijo que llevara conmigo la pala. Él fue quien dio las órdenes pertinentes y también las explicaciones cuando fueron necesarias.

Yo nací hace mucho tiempo. Mi padre era un robusto granjero y mi madre regentaba una taberna. Todos vivíamos allí, pero no era un buen negocio y estaba cerrada la mayor parte del día, porque mi padre trabajaba en la granja y mi madre siempre estaba en la cocina, y por alguna razón los clientes sólo llegaban cuando era casi la hora de irse a dormir, y todavía más tarde en Navidades y en otros días parecidos. Nunca vi a mi madre fuera de la cocina en toda mi vida, nunca vi ningún cliente durante el día y aun de noche nunca vi más de dos o tres al mismo tiempo. Claro que entonces yo estaba casi siempre en la cama, y es posible que las cosas ocurrieran de otra manera entre mi madre y los clientes a medida que avanzaba la noche. No recuerdo bien a mi padre, aunque sé que era un hombre fuerte y que no hablaba mucho excepto los sábados, cuando aludía a Parnell con los clientes y decía que Irlanda era un país rarito. Me acuerdo perfectamente de mi madre. Su cara estaba siempre enrojecida y como inflamada de tanto inclinarse sobre el fuego; se pasaba la vida preparando té para pasar el rato y cantando retazos de viejas canciones mientras tanto. A ella la conocía bien, pero mi padre y yo éramos prácticamente desconocidos y no conversábamos demasiado; de hecho, cuando yo estudiaba en la cocina por la noche, a menudo le oía a través de la delgada puerta que daba a la taberna, hablando desde su asiento bajo la lámpara de aceite durante horas y horas con Mick, el perro pastor. Oía sólo el zumbido de su voz, nunca las palabras que decía. Era un hombre que comprendía en profundidad a los perros y los trataba como seres humanos. Mi madre tenía un gato un tanto extraño, siempre estaba fuera de casa, rara vez lo veíamos y ella nunca le prestó demasiada atención. Éramos bastante felices, de un modo un tanto peculiar, cada uno a su aire.

Un año llegaron las Navidades, y cuando el año se fue, mi padre y mi madre también se fueron. Mick, el perro pastor, estaba muy cansado y triste desde que mi padre se fuera, y dejó de cuidar a las ovejas; al año siguiente, también se fue. En aquel tiempo, yo era joven y estúpido y no sabía muy bien por qué me habían abandonado, dónde habían ido y por qué no me habían dado explicaciones de antemano. Mi madre fue la primera en irse, y puedo recordar a un hombre gordo con la cara enrojecida y un traje negro, diciéndole a mi padre que no tenía dudas de dónde estaba mi madre, que estaba tan seguro de eso como de cualquier otra cosa en este valle de lágrimas. Pero no mencionó dónde, y como yo pensaba que todo aquello era algo muy personal y que podría estar de vuelta el miércoles, no pregunté nada. Más adelante, cuando mi padre se fue, pensé que se había ido a buscarla en algún coche pero el miércoles siguiente, cuando ninguno de los dos regresó, me sentí triste y decepcionado. El hombre del traje negro volvió otra vez. Permaneció dos noches en casa y estuvo lavándose las manos continuamente y leyendo libros en el dormitorio. Había dos hombres más, uno pequeño y pálido, y otro negro y alto que llevaba polainas. Tenían los bolsillos llenos de peniques y me daban uno cada vez que les hacía alguna pregunta. Me acuerdo del hombre alto de las polainas diciéndole al otro:

–Pobre imbécil desgraciado.

En aquel momento no comprendía a quién se refería, y pensaba que estaban hablando del otro hombre del traje negro que siempre estaba usando el lavabo en el dormitorio. Sin embargo, más adelante lo comprendería todo a la perfección.

Unos días más tarde me enviaron en un coche a un extraño colegio. Era un internado lleno de gente a la que yo no conocía, algunos jóvenes y otros más mayores. Pronto me enteré de que era un buen colegio, y caro, pero yo no pagué nada a nadie porque no tenía dinero. Esto y muchas otras cosas llegaría a comprenderlas más adelante.

Mi estancia en aquella escuela carece de importancia excepto por una cosa: fue allí donde tuvo lugar mi primer acercamiento a De Selby. Un día, cogí por azar un libro viejo y deteriorado del gabinete del profesor de ciencias y me lo metí en el bolsillo para leerlo a la mañana siguiente en la cama, pues acababa de ganarme el privilegio de no levantarme hasta tarde. Tenía entonces dieciséis años y era un siete de marzo. Aún pienso que es el día más importante de mi vida, y puedo recordar esa fecha con más facilidad que mi cumpleaños. El libro era una primera edición de Horas doradas y le faltaban las dos últimas páginas. Cuando tenía diecinueve años y había llegado al final de mi educación, sabía que aquel libro era muy valioso y que apropiarme de él era robarlo. Sin embargo, lo metí en la maleta sin ningún escrúpulo; y volvería a hacer lo mismo hoy en día. Quizás sea importante tener en cuenta, en la historia que voy a contar, que cometí mi primer pecado por De Selby. Fue por él por quien cometí mi mayor pecado.

Desde hacía mucho tiempo sabía cuál era mi situación en el mundo. Todos mis familiares estaban muertos y había un hombre llamado Divney trabajando en la granja y viviendo en ella hasta que yo regresara. No poseía nada en propiedad y una oficina llena de procuradores en una ciudad lejana le mandaba cheques semanalmente. Yo no conocía a esos procuradores, ni a Divney, pero todos ellos estaban trabajando para mí y mi padre había pagado para arreglarlo de este modo antes de morir. Cuando era más joven, me parecía que mi padre había sido muy generoso al hacer todo esto por un muchacho al que prácticamente no conocía.

No fui a casa directamente en cuanto acabé la escuela. Pasé algunos meses en otros sitios ensanchando mi mente e investigando cuánto me costaría una edición de la obra completa de De Selby, y si era posible adquirir prestados algunos de los libros menos importantes de sus críticos. Una noche, en uno de los lugares donde estaba ensanchando mi mente, tuve un desgraciado accidente. Me rompí la pierna izquierda (o si se prefiere, me la rompieron) por seis sitios, y cuando ya me encontraba bien para seguir mi camino, tenía una pierna ¬–la izquierda– de madera. Sabía que apenas tenía dinero, que volvía a casa –una granja de terreno rocoso–, y que mi vida no iba a ser fácil. Pero sabía con toda seguridad que aunque tuviera que trabajar en la granja, no iba a ser ésa mi ocupación definitiva. Sabía que si mi nombre iba a ser recordado, sería recordado junto al de De Selby.

Puedo recordar con todo detalle la tarde en que entré de nuevo en mi casa con una bolsa de viaje en cada mano. Tenía veinte años; era una tarde de un feliz y amarillo verano y la puerta de la taberna estaba abierta. Detrás del mostrador estaba John Divney, inclinado sobre el sumidero de cerveza con un tenedor en la mano, los brazos cruzados, hojeando un periódico desplegado sobre la barra. Tenía el pelo castaño y era apuesto, aunque de una forma un tanto ruda; el trabajo había ensanchado sus hombros, y sus brazos eran gruesos como troncos pequeños de árbol. Tenía una expresión tranquila y los ojos castaños, mansos y pacientes, como los de una vaca. Cuando se daba cuenta de que alguien había entrado, sin dejar de leer, estiraba la mano izquierda en busca de un trapo y lo pasaba lentamente sobre el mostrador húmedo. Entonces, todavía leyendo, alzaba una mano por encima de la otra como si estuviera estirando un acordeón, y decía:

–¿Un tanque?

Un tanque era como llamaban los clientes a una pinta de cerveza Coleraine. Era la cerveza negra más barata del mundo. Anuncié mi nombre y condición y dije que quería cenar. Entonces cerramos el negocio, fuimos a la cocina y estuvimos casi toda la noche comiendo, hablando y bebiendo whisky. El día siguiente era un jueves. John Divney dijo que había acabado su trabajo y que estaría preparado para marcharse a su casa el sábado. Mentía cuando decía que había acabado su trabajo, pues la granja se hallaba en un estado lamentable y la mayoría de las tareas del año no habían comenzado. Pero dijo que el sábado tenía que acabar algunas cosas y que el domingo no trabajaría, por lo cual se encontraría en condiciones de abandonar la casa en perfecto estado el martes por la tarde. El lunes tuvo que cuidar de un cerdo que enfermó y eso le retrasó. Al final de la semana estaba más ocupado que nunca y en el transcurso de los siguientes dos meses no parecía que sus urgentes tareas se redujeran o aligeraran. A mí no me importaba demasiado porque, aunque era perezoso y poco trabajador, su compañía me era grata y nunca pidió que se le pagara. Yo tampoco trabajaba casi nada, ya que pasaba todo el tiempo arreglando papeles y releyendo todavía con más atención las páginas de De Selby. No había transcurrido ni siquiera un año cuando observé que Divney usaba la palabra «nosotros» mientras conversábamos, y aún peor, la palabra «nuestro». Dijo que el terreno no daba todo lo que podía dar y habló de contratar a alguien. Yo no estaba de acuerdo y se lo dije: no había necesidad de contratar a nadie para una granja tan pequeña, y tuve la desgracia de añadir que, además, éramos pobres. Después de esto fue inútil decirle a Divney que yo era el propietario de todo. Empecé a decirme a mí mismo que si bien yo lo poseía todo, él me poseía a mí.

Los siguientes cuatro años fueron considerablemente felices para ambos. Teníamos una buena casa y abundante comida de campo, aunque poco dinero. Casi todo mi tiempo lo invertía en el estudio. Había comprado con mis ahorros la obra completa de los dos principales críticos de De Selby, Hatchjaw y Bassett, y también un fotostato del Códice de De Selby. Me embarqué tenazmente en el aprendizaje del francés y el alemán con la intención de leer a los críticos en su propio idioma. Divney trabajaba, a su manera, en la granja y por la noche servía bebidas en la taberna y hablaba en voz muy alta. Una vez le pregunté sobre la taberna y me dijo que perdía dinero cada día. No lo podía entender, porque a través de la delgada puerta se oían las voces de muchos clientes, y Divney se compraba trajes continuamente y también bonitos alfileres de corbata. Yo no decía nada, contento de que nadie me molestara, pues sabía que mi obra era más importante que mi persona.

Adelanto de El tercer policía, de Flann O’Brien. Gentileza de Nórdica Libros, España.

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