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25 de Octubre de 2008

Las muertes deseadas

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Por Jaime Bayly

Muchas son las muertes que yo deseo, no sólo las de Fidel y Raúl Castro, por secuestrar la libertad de los cubanos más de medio siglo y humillarlos y esclavizarlos. A Fidel me gustaría verlo sentado en el inodoro, pujando en vano porque los intestinos se le han amotinado y todo él es pura mierda que ya no puede evacuar ni por el ano artificial que le han perforado en el pecho. A Raúl me gustaría verlo morir borracho, vomitando, tumbado en un parque en la penumbra, confesando que todo fue un fraude para usurpar el poder y beber buen vodka y andar en Mercedes.

Al tonto de Bush, que se volvió más tonto cuando dejó de beber y meterse cocaína y empezó a cultivar amistad con Dios (que es algo mucho más tóxico y peligroso que la cerveza o la coca), me gustaría verlo morir cazando con Cheney, los dos idiotas con escopetas persiguiendo patos o liebres y de pronto a Cheney le da un infarto o preinfarto y aprieta el gatillo y mata por la espalda al oligofrénico feliz de W, que, siendo el más tonto de todos los hermanos, terminó siendo presidente, cosa curiosa, misteriosos son los designios del Señor.

Al Papa Benedicto, ese viejo nazi y marica, me gustaría verlo morir gozando, chillando en latín, mordiendo la almohada, sodomizado por diez mauritanos aventajados y sin vaselina, a pura saliva, y que antes de que muera de éxtasis y placer inenarrables le dejen el culo como pozo de petróleo y alcance a decir (en alemán, idioma en que supo cantar loas a Hitler) que todo lo que defendió era mentira y que ser gay no es malo sino estupendo y saludable y que ser ensartado por un puñado de africanos es un placer supremo que la Iglesia no ha de seguir condenando y Dios Nuestro Señor habrá de perdonarle, no así los zapatos Prada rojos que suele calzar, infames.

A Clinton me gustaría verlo morir follando con ayuda del Cialis y el Viagra a su bienamada Hillary, un esfuerzo hercúleo que naturalmente acabaría por costarle la vida.

Y a Hillary, que ha de tener un pene no menor, o no menor que el mío, me gustaría verla morir ganando las elecciones y nombrando primera dama a Michelle Obama y comiéndole el coño hasta expirar deshidratadas y felices, basta de hipocresías.

Al canalla de Ortega me gustaría verlo morir de viejo, calvo, sin dientes, condenado a cadena perpetua en una mazmorra de Managua, maloliente como su aliento pérfido, al lado de ese otro pillarajo y asaltante de caminos, el chancho Alemán. Y a la desalmada de su mujer, que dice ser poeta, me gustaría verla arder en la hoguera por encubrir y consentir los abusos sexuales que Ortega cometió con su hija adolescente.

A Evo no me gustaría verlo morir, pues hay algo en él me que inspira una cierta ternura, como la ternura que inspira una oveja bebé que se extravió del rebaño y es devorada por las hienas. Pero me gustaría que se retire de la política y se dedique a jugar al fútbol, que es lo que de verdad le pierde y hace con cierto talento cuando lo juega a cuatro mil metros de altura y masticando hoja de coca.

A Correa no me gustaría verlo morir todavía, es joven y actor frustrado, lo que quisiera es que se quedara mudo o, mejor aún, sordomudo, para que deje de decir, en ese tono plañidero que es el suyo, tantas zarandajas y paparruchadas.

A Piedad Córdoba me gustaría que la secuestrasen y la tuviesen atada a un árbol seis años como mínimo, y que la obligasen a comer arroz con frijoles en el mismo plato donde antes ha defecado, para que sepa lo que padeció Ingrid Betancourt cuando era rehén de los angelitos que ella defiende con un ardor casi vaginal.

A Cristina Kirchner y su esposo no me gustaría verlos muertos, lo que me gustaría es que sufran un poco, apenas lo razonable. A Cristina, tan chavista cuando necesita dinero, y tan capitalista cuando necesita bolsos y zapatos, me gustaría que la obligasen a vestirse toda de colorado, como buena revolucionaria vendida al chavismo, con guayabera y pantalones, sin maquillaje alguno, sin peinadores ni estilistas afrancesados, sin esos ojos repintados de vampiresa ajada, toda de colorado y al natural, salidita de la ducha y con la cara agrietada como un bloque de hielo patagónico, que si dice que no miente en política, que tampoco nos mienta con su cara, que es una suma de falsificaciones e imposturas (capitalistas todas y muy caras por cierto). Y a su esposo me gustaría verlo más bizco, mucho más bizco y extraviado, mirando para un lado con un ojo y para el lado opuesto con el otro, de modo que nunca nadie sepa, ni él mismo, ni su mujer, a quién está mirando.

A Alan García no me gustaría verlo muerto, pero sí que, por ley, lo sometieran a dieta forzada, a dejar de tragar de ese modo obsceno en un país de famélicos, a trotar diez kilómetros cada mañana seguido por las cámaras y luego bañarse en el mar en un escueto traje de baño que exhiba ante las cámaras aquel vientre descomunal y creciente, amasado de saraos y francachelas que le pagan los pobres contribuyentes peruanos que ven cómo engorda descaradamente este rinoceronte voraz, casado con fina ciudadana cordobesa de más frugal apetito.

A Chávez me encantaría verlo morir, por supuesto, pero no tiroteado por un francotirador ni envenenado por un conspirador ni en una reyerta por el poder entre generales y coroneles que codician el dinero del que ahora dispone este golpista lenguaraz que se cree emperador de América Latina. A Chávez me gustaría verlo morir de este modo exacto, detallado: que esté hablando en televisión en su infinito programa dominical y que de pronto haga una pausa entre cada bravuconada y diatriba que profiere y se trague un buen pedazo de arepa o cachapa y trate de seguir hablando pero no pueda, y que entonces se atragante, se le quede la cachapa entera con el maíz y el queso en el buche y se quede mudo por glotón y empiece a toser, a tener convulsiones y arcadas, y que antes de morir lance un vómito de color petróleo sobre las cámaras y su rostro bolivariano termine hundido sobre el charco viscoso de su vómito, por fin tieso, por fin en silencio, por fin reunido con el ánima de Bolívar, que ha de merodear por París y ver con repugnancia a este jabalí que usurpa su memoria y ni siquiera saber follar como follaba él con sífilis y todo.

Al Rey de España me gustaría verlo morir follándose a una puta dominicana ilegal en los parques de Madrid o navegando en Mallorca y arrojándose al mar y siendo devorado por unos tiburones como el tiburón de Chávez, por quien el Rey se dejó devorar a cambio de una amable rebaja en el precio del petróleo. No es por animadversión u hostilidad que le deseo muerte súbita a Su Majestad: es por devoción a los príncipes Felipe y Letizia, a los que deseo vida eterna, especialmente a Felipe, por guapo y buen tío y por escoger a una mujer tan encantadora como la ex periodista, que es mi amiga aunque no me conoce. A Zapatero no me gustaría verlo morir, porque me cae bien sólo porque legalizó las bodas gays y tuvo el coraje de enfrentarse a los obispos y a las marujas del Corte Inglés (todas bien peinadas por peluqueros homosexuales a los que hacen confidencias desgarradas), pero sí me encantaría que, de pronto, atacado por un raro trastorno hormonal, se descubra gay, pero gay sin ambages, y se separe de Sonsoles, tan encantadora ella, y se case con Boris Izaguirre, que tendría que divorciarse de Rubén, lo que me haría tan feliz, y convertirse en la primera dama española venezolana de la historia. Y que Zapatero y Boris, recién casados por un juez arisco del PP, se besen con la pasión con que nos besamos alguna noche de verano Boris y yo ante las cámaras de la televisión catalana, es decir con lengua y a por todas, como han de besarse los hombres muy machos.

Pero es evidente que no me será dado el privilegio de asistir a esas muertes tan deseadas e improbables, porque de momento me hallo empeñado, con tesón y buen gusto irreprochables, en provocar la mía propia a base de pastillas, que es como mueren los caballeros, sedados y en su cama.

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#jaime bayly#muerte

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