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3 de Noviembre de 2008

Revista H libros y lecturas: “Crónicas escogidas” de Joaquim María Machado de Assis

Por

Conocido por su novela Memorias póstumas de Blas Cubas, el gran escritor brasileño Machado de Assis (1839-1908) es menos conocido por su faceta de cronista, de la cual encontramos aquí una selección inédita en español. Juan Rulfo nos dice del fundador de la Academia de Letras de Brasil: «La sátira y la ironía que utilizó le dieron margen para hacer una crítica despiadada de la sociedad; pero al mismo tiempo creó un lenguaje nuevo, evocador y lleno de matices hasta entonces no experimentados por otros autores. Y así, este hombre, quien por su origen se decía que ‘no era ni bien nacido’, logró encumbrarse como maestro de varias generaciones”.

El origen de la crónica

Existe un camino más o menos seguro para comenzar la crónica por una trivialidad. Simplemente decir: «¡Qué calor!, ¡qué desatado calor!». Se dice esto agitando las puntas del pañuelo, resoplando como un toro, o simple¬mente sacudiéndose el abrigo. Se culpa del calor a los fenómenos atmosféricos, se hacen algunas conjeturas acerca del sol y la luna, otras sobre la fiebre amarilla, se le dedica un suspiro a la ciudad de Petrópolis, y la glace est rompue; ha dado inicio la crónica.

Aunque, lector amigo, ese medio es todavía más vie¬jo que las crónicas, las cuales apenas datan de Esdras. Antes de Esdras, antes de Moisés, antes de Abrahán, Isaac y Jacob, incluso antes de Noé, había calor y cróni¬cas. En el paraíso es probable; es cierto que el calor era mediano, y no es una prueba de lo contrario el hecho de que Adán anduviese desnudo. Adán andaba desnudo por dos razones, una capital y otra provincial. La pri¬mera es que no había sastres, no existían siquiera los casimires; la segunda es que, aun habiéndolos, Adán andaba suelto al azar. Digo que esta razón es provincial, porque nuestras provincias están en las circunstancias del primer hombre.

Cuando la fatal curiosidad de Eva le hizo perder el pa¬raíso, acabó, con esa degradación, la ventaja de una tem¬peratura igual y agradable. Nació el calor y el invierno; vinieron las nieves, los tifones, las sequías, todo el cor¬tejo de males, distribuidos en los doce meses del año.

No puedo decir con certeza en qué año nació la cró¬nica; sin embargo, existe la probabilidad de creer que fue coetánea de las primeras dos vecinas. Estas veci¬nas, entre el almuerzo y la cena, se sentaban a la puerta para desmenuzar los sucesos del día. Es muy probable que empezaran a quejarse del calor. Una decía que no podía comer o cenar, otra que tenía la camisa más en¬sopada que las hierbas que había comido. Pasar de las hierbas a las plantaciones del vecino próximo, y después a las vicisitudes amorosas de dicho vecino y al resto, era la cosa más fácil, natural y posible del mundo. He aquí el origen de la crónica.

Que yo, sabedor o en la conjetura de tan alta prosa¬pia, quiera repetir el medio por el cual las dos abuelas alcanzaron la crónica, es realmente cometer una tri¬vialidad; y aun así, lector, sería difícil hablar de esta quincena sin concederle a la canícula el lugar de honra que le compete. Sería, aunque dispensaré ese medio casi tan viejo como el mundo, únicamente para decir que la verdad más incontestable que he encontrado bajo el sol, es que nadie se debe quejar porque cada persona sea siempre más feliz que la otra.

No afirmo sin prueba.

Hace días fui a un cementerio, a un entierro, por la mañana, en un día ardiente como todos los infiernos y sus respectivas habitaciones. A mi alrededor escuchaba el estribillo general: ¡Qué calor! ¡Qué sol! ¡Es para matar a cualquiera! ¡Es para volverse loco!

Íbamos en carros. Nos bajamos a la puerta del ce¬menterio y caminamos un largo trecho. El sol de las once de la mañana nos pegaba de frente, sin quitarnos los sombreros, abrimos las sombrillas para guarecernos de sol y continuamos sudando hasta el lugar donde debía verificarse el entierro. En este lugar nos topamos con seis u ocho hombres ocupados en abrir la tumba; esta¬ban con la cabeza descubierta al levantar y hacer caer el pico y la pala. Nosotros enterramos al muerto, regresa¬mos en los carros a nuestras casas o reparticiones. ¿Y ellos? Allí los encontramos, allí los dejamos, al sol, con la cabeza descubierta, trabajando a pico y pala. ¿Si el sol nos hacía mal, qué no les ocasionaría a aquellos pobres diablos durante todas las horas calientes del día?

1 de noviembre de 1887

Coligaciones

Dicen los alemanes que dos mitades de caballo no hacen un caballo. El sentido común obliga al entendimiento de que la mitad de un caballo y la mitad de un camello no hacen ni un caballo ni un camello.

Esto, que parecerá axiomático a los lectores, es nada menos que un absurdo a los ojos de los asiduos a una de las parroquias del norte, la parroquia de san Vicente; un absurdo, una paradoja, una monstruosidad.

En efecto, los dos partidos de aquella clientela se dividieron e intercambiaron las mitades, de tal mane¬ra que organizaron dos mesas, dos actas, dos eleccio¬nes. Siendo entonces sumaria la noticia, ignoro el modo por el que las dos mitades de los dos programas fueron pegadas a las mitades ajenas y, más aún, ignoro si tu¬vieron sentido los periodos truncados. Ha debido ser muy difícil: hace años en una hoja del New York, apareció un caso semejante de dos noticias a un mismo tiempo aparentemente relacionadas. Se trataba de la prédica de un sacerdote y de la embestida de un buey:

El reverendo Simpson habló piadosamente de los deberes del cristiano y de las buenas prácticas a las que está sujeto el padre de familia; el auditorio escuchaba conmovido las pa¬labras del reverendo Simpson, el cual, embistiendo de pronto contra todos, barrió la calle, derrumbó mujeres y niños; sem¬bró, pues, el terror en todo el barrio, hasta que fue fuertemente maniatado y reconducido al matadero.

La verdad es que una errata puede restituir el ge¬nuino sentido de los dos programas, y éstos aparecerán reintegrados en la próxima edición. Si existe el arte para restaurar la primitiva escritura del palimpsesto, tam¬bién habrá otra para corregir con propiedad los pro¬gramas; es una cuestión de pegamento. El punto más oscuro de esta situación es la actitud moral de los dos partidos nuevos, el lenguaje recíproco, las constantes recriminaciones. Cada uno de ellos ve en el adversa¬rio a la mitad de sí mismo. La nariz de Aquiles campea en la cara de Héctor. Bruto es el mismo hijo de César. En vano busco adivinar el modo en que estos parti¬dos singulares se confrontaron y armaron este pleito, no hay una explicación satisfactoria. Ninguno puede acusar al otro de haberse pasado al adversario, porque ese mal o virtud estaba en ambos; no podía uno dudar de la buena fe, de la lealtad, de la lisura del otro, porque el otro era él mismo, sus hombres, sus medios, sus fines. Nunca vi con más claridad reproducida la situación de Ximena, cuando el amante le mata al padre; el partido que venciera podría aclamarla como la mujer del Cid:
La moitié de mon áme a mis l’autre au tombeu

1 de septiembre de 1878

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