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19 de Enero de 2009

¡¡Devuélvanme mi hospital!!

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Por Patricio Araya G., periodista

A mi madre le hablaron tanto, y tan bonito de Valparaíso, que no encontró nada mejor que venir a parirme aquí, en la esquina de las avenidas Argentina y Pedro Montt, en lo que fue la maternidad del desaparecido hospital Enrique Deformes, donde las guaguas llagábamos a este mundo en medio de la estridencia de la feria de enfrente, entre los gritos de vendedores de todo, al son de tangos, boleros y cumbias de moda, y una que otra pata de cueca. Mis primeros recuerdos huelen a repollo y naranja; están perfumados del hedor de las pescaderías y suenan al ruido amenazante del viento que continúa entrando cada tarde por avenida Argentina hacia la subida Santos Ossa, lamiendo y rasgando las carpas de los comerciantes de la feria; huelen al aroma de la envasadora de café de la calle Colón, y sobre todo, saben a desolación prematura.

En esa esquina pasé mis tres primeros días en este mundo, hasta que mi madre fue dada de alta y nos asilamos en la vieja casona de Nueva Las Rosas, donde mi abuela paterna ya daba comienzo a su ocaso. En los días siguientes, regresamos a nuestra casa de Caleta Abarca, en calle Roma, para luego iniciar un periplo que nos llevó hasta Aysén, nos trajo de vuelta a Santiago, y desde allí fuimos exiliados a Viña del Mar, hasta que tuve edad suficiente para aventurarme en mi propio periplo. Los estudios primero, y el trabajo después, me obligaron a residir en Santiago. Regresé por nueve años a Viña del Mar y hace diez, las mismas razones de mi juventud, me llevaron de vuelta a la capital, desde donde cada vez que puedo, me escapo –como ahora– para buscar los olores de antaño. A fines de los ochenta me convertí en padre. Siempre soñé llevar a mis hijos para mostrarles el lugar donde me parieron; cuando intenté concretarlo, no sólo tuve que luchar con ellos para tornar entretenida esa absurda travesía al pasado personal, sino que la promesa se tornó exigua: ya no había nada; ni hospital ni feria, ni música, sólo viento, y un poco de la misma desolación fundacional.

La feria había sido desplazada en dirección a Santos Ossa; no fue el viento que concretó sus amenazas desgarradoras; fue otro, mucho más siniestro aún. Del añoso hospital Deformes ya no queda ni una placa recordatoria; de los cómplices chillidos de recién nacidos y de los melódicos gritos de los feriantes, tampoco queda ni una sola nota evocatoria. Como si se tratara de una burla, en esa mítica esquina sólo es posible apreciar un mojón gigante de cobre, todo un portento del mal gusto y del enfermizo afán de demostrarle al mundo que, si hay algo que nos sobra en Chile, es cobre.

En lugar del hospital, como se sabe, un dictador mandó a construir un tremendo palacio para trasladar sus oficinas legislativas desde otro elefante en plena Alameda santiaguina; aseguraba que lo hacía para que sus futuros parlamentarios pudieran realizar su trabajo alejados del estrés y el smog de la gran urbe; sus detractores veían en ello un abierto complot para impedir el normal funcionamiento de los poderes del Estado. A muchos les parecía que trasladar a más de cien kilómetros de distancia el Poder Legislativo, era una de las muchas amarras con que aquél planeaba conflictuar la democracia que acabó sacándolo del poder, en 1988. Y tenían razón esos carajos.

Durante todos estos años, desde que el Congreso funciona en mi esquina, han sido muchos los intentos de llevárselo de vuelta a Santiago; la pregunta transversal a toda negociación ha sido siempre la misma: qué hacer con esa mole inútil frente a una eventual fuga de legisladores hacia la gran manzana chilensis. Nunca ha habido una respuesta concreta. Con toda certeza ese adefesio de la arquitectura moderna correrá mejor suerte que el hospital y la feria, y nunca será arrasado por el viento que viene del mar. A mí no me interesa qué hagan con ese mecano; sólo quiero que me devuelvan mi hospital Deformes.

Hasta hoy, nuestra joven democracia se ha desentendido del asunto de fondo, esto es, reponer un centro asistencial tan importante para Valparaíso y sus habitantes, en cuyo lugar, se construyó la ciudad amurallada donde pernoctan sus lacónicas y precarias visiones de desarrollo. Valparaíso tiene que ser reparado. Es inaceptable que sus habitantes sean hacinados en un solo hospital, como el Carlos Van Buren, que tuvo que ser ampliado –no duplicado, como podría esperarse– para absorber toda la población huérfana del Deformes, a comienzos de los noventa; población que ya no es la misma de entonces, pues Valparaíso no es la única ciudad que lo nutre de pacientes, también acuden a él cientos de personas de otras localidades de la región. Desde la demolición del antiguo Hospital Enrique Deformes, a fines de los ochenta, en Valparaíso no se ha construido ningún hospital público. Más que sentirse ufanos por esa incomprensible declaración de ciudad “patrimonial”, los porteños deberíamos exigir la urgente reposición de un hospital que se nos debe desde hace más de dos décadas. Nuestra salud y recuerdos lo anhelan, con premura y nostalgia.

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