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Opinión

26 de Febrero de 2009

Lectura entre líneas

Patricio Araya González
Patricio Araya González
Por

Nadie podría haber imaginado en noviembre pasado, ni en los meses que siguieron al incidente protagonizado por el senador (PPD) Guido Girardi Lavín –a propósito de una infracción por exceso de velocidad en la ruta 68, y todo el drama moral que desató su posterior telefonazo a la subsecretaria de Carabineros–, que una situación, por muy diferente que fuera a esa repudiable demostración de poder, podría ser repetida por otro funcionario público de alta alcurnia, o por algún representante de la soberanía popular, bajo los mismos códigos de los telefonazos que articulan el poder, hasta que ocurrió lo impensable: una guagua de dos años cayó a la piscina de su casa de veraneo, dejando tras de sí una estela de dolor familiar y de reflexión pública. El accidente en la piscina de su casa de Zapallar, de la menor de las hijas del ministro de Hacienda, Andrés Velasco, y de la periodista de TVN, Consuelo Saavedra, reflota el tema sobre el uso o abuso de las redes del poder.

Pero, si un senador lo hizo “en mala”, ¿por qué un ministro de Estado no podría hacerlo “en buena”?, ¿quién podría ver en el actuar del ministro Velasco un abuso de poder, como sí lo fue la pachotada de Girardi, sobre todo si ése acto quedaba cubierto por la adrenalina de una emergencia? Es aquí entonces donde conviene separar la paja del trigo. Lo del vicepresidente del PPD fue una demostración de poder per se. “Yo soy senador y qué, me siento en los demás”. Diferente es el caso de un padre desesperado frente al riesgo inminente de perder a un hijo. Eso lo libera de enjuiciamientos morales. El Derecho no le exige actos heroicos a las personas, nada más nos impone el deber de actuar en conciencia, y supone acciones en uso de la libertad de decidir entre lo bueno y lo malo; Velasco no tuvo esa opción, ni siquiera pensó en si era o no correcto telefonear desde sus vacaciones a su secretaria, para que lo ayudara en un momento de tanta premura; él sólo responde a su condición de padre desesperado, devastado -cualquiera de nosotros lo haría-, él coge el teléfono y pide ayuda a quien primero se le viene a la mente; tampoco duda en dejar de lado sus pergaminos académicos y ayudar a los carabineros a empujar una ambulancia mal equipada, que se resbala sobre la gravilla de la costa, mientras su pequeña hijita lucha por su vida, a través de los pulmones auxiliares de una doctora ecuatoriana que la asiste.

Tal vez no sea la hora de ponerse a separar la paja del trigo. Tal vez deberíamos esperar que la pequeña Ema se recupere, y que sus padres recobren el aliento. Sin embargo, cabe preguntarse, ¿quién tendrá el valor de lanzar de manera pública y notoria, la primera piedra?, ¿quién será capaz de representarle al ministro Velasco su capacidad para poner en marcha el aparato del poder? Aunque muchos quisieran hacerlo, nadie se atreverá. Nadie lo hará porque Chile es un país de cobardes y pusilánimes. Nadie entrará al asunto de frente, ni pondrá en entredicho lo que circula a nivel de cuchicheo: que, a diferencia de los chilenos comunes y corrientes, el ministro y su esposa, dispusieron de todos los medios posibles para salvar a su hija. No obstante, uno puede leer en la prensa de este domingo 22 de febrero, artículos en clave de inteligencia, que bien podrían satisfacer la perversión de muchos, como el publicado en Reportajes de La Tercera, anunciado en portada de ese cuerpo como “Las horas críticas de Andrés Velasco”, y luego, desarrollado en su interior bajo el título “Las horas más largas de Andrés Velasco”.

Durante la dictadura, alguna vez los disidentes utilizaron una técnica en clave para comunicar ciertos actos políticos, refiriéndose a ellos en términos distantes y neutrales; se informaba que tal o cual acto, había sido suspendido o prohibido de frentón, y que la fecha y el lugar, así como los respectivos desplazamientos, y sus convocantes, y etcétera, quedaban en nada. La idea era que la gente se enterara de manera precisa sobre el cuándo, dónde, y quiénes convocaban. Bueno, en democracia, esa técnica parece no haber perdido vigencia.

Al leer la referida crónica sobre la tragedia de Ema Velasco Saavedra, resulta imposible no recordar la mentada técnica, o de asociarla con esa costumbre tan chilensis de tirar la piedra y esconder la mano. Porque insinuar, equivale a afirmar de manera velada lo que no se quiere o no se puede decir. Tras la redacción de los periodistas Andrea Pérez, Paula García y Juan Pablo Sallaberry, se pueden leer en clave ciertos datos o resquemores respecto al uso de dos helicópteros, uno de Carabineros y otro de la Fach, o la puesta en marcha de un desenfrenado operativo de salvataje, que involucró a dos despachos ministeriales (Hacienda y Salud), a una seremi de Salud, a un médico y a una enfermera del hospital Naval de Viña, y de paso, la crónica deja en evidencia (denuncia) la falta de recursos de los hospitales de La Ligua y Luis Calvo Mackenna; el primero sin UTI pediátrica, el segundo, sin camas disponibles en esa unidad; o sea, otra más del Minsal, o que tenía que tocarles a ellos (el establisment) para que se dieran cuenta de las carencias. Sin contar con los primeros auxilios de un precario Sapu atendido por una extranjera (profesionales bastante discriminados por sus pares chilenos, en todo caso), ni mucho menos, con la suspicacia de subtítulos como “Un ministro al teléfono” o “Se necesitan helicópteros”, tras lo cual es posible percibir un cierto interés de relevar el poder de ambos padres; de él, en particular.

El reportaje la deja dando bote, como diría Carcuro. El lector sólo tiene que empujarla y convertir en el arco de la Concertación: sus altos funcionarios pueden disponer –incluso en sus lugares de veraneo– de todos los recursos públicos a su alcance, de manera gratuita, a diferencia de la señora Juanita, que si se lo cae el cabro chico a la pileta, suena nomás. Por otra parte, evidencia que, ni el consultorio, ni la ambulancia destartalada, ni el hospital de La Ligua, habrían salido a la luz de no haberse cruzado en el destino de la hija de un ministro. La crónica de los periodistas de La Tercera es mucho menos inocente de lo que podría pensarse. En ella se dicen verdades contendidas, se lanzan espolonazos directos al mentón de la Presidenta Bachelet y su gobierno, lo cual no es malo, sólo que suena cobarde.

La idea de esta columna no es defender a Velasco, ni muchos menos a su gobierno, o a la colega Saavedra, ni mucho menos, a su noticiario; sólo es alertar sobre lo mucho y lo poco que se puede decir en un reportaje de prensa. Porque, entre otras consideraciones, deberíamos reflexionar en torno a la cuestión de, si un medio puede poner semejante cuña en el portón principal del palacio del poder político, sin reconocerlo, ¿qué lo limitaría entonces a poner palos ardientes sobre la hoguera en que se queman los inocentes sin voz ni poder? ¿Por qué un medio como La Tercera no asume que se equivocó con este reportaje, y le pide disculpas al matrimonio Velasco Saavedra?, como sí lo hizo un diario neoyorkino que hace unos días publicó una caricatura racista, contra Barak Obama. ¿Por qué el diario no enfrenta el tema del uso de recursos públicos de una, sin refugiarse en una narración pueril?

No lo hace, ni lo hará, porque en Chile, la impunidad es una forma muy frecuente de hacer periodismo, y porque siempre habrá otros medios más arrojados que serán capaces de poner a rodar la nieve, hasta convertirla en una bola que cauce estragos en su rodada. Pero, también es un modo de decir cosas entre líneas, como destacar que la conducta de Girardi –de dar telefonazos cuando se está en apuros y de poner en movimiento la maquinaria tripoderosa del Estado–, bien puede ser una cultura bastante asentada de entender el poder, de usarlo, para bien o para mal. ¿O acaso la conducta girardista acabó por desatar la desvergüenza del gobierno? Mejor esperemos que la lucidez de Vidal, nos aclare la película. Y que Ema se mejore.

Por Patricio Araya G., periodista

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