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4 de Marzo de 2009

Montevideo

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No pensé que llegaría a cumplir cuarenta y cuatro. Hace poco, cuando me llevaban a la sala de operaciones, pensé que me quedaría dormido para siempre y los cuarenta y cuatro los cumpliría esparcido en el mar.

Me tomó por sorpresa seguir vivo y ver que los cuarenta y cuatro estaban a la vuelta de la esquina y al parecer llegaría en pie, arrastrándome.

Los médicos que me operaron en Miami me prohibieron subirme a ningún avión, pero la obediencia no ha sido nunca una de mis virtudes y todo lo feliz que he sido lo debo a desobedecer las reglas en las que fui educado.

Por eso tomé un avión para abrazar a mis hijas y darles lo que me habían pedido, una cámara digital y un Ipod nano. Nada es mejor para mi salud que verlas sonreir. Eso cura las peores heridas y me recuerda lo bueno de resistir y sobrevivir.

Gracias a ellas tuve una visión luminosa. Debía cumplir cuarenta y cuatro en una ciudad nunca antes pisada. Debía llegar a un lugar remoto y desconocido. No lo dudé. Debía caminar las calles inexploradas de Montevideo.

La verdad es que no fue fácil llegar. Estuve a punto de desmayarme, enredado en el tráfico de la “9 de julio”, corriendo en un taxi de Ezeiza a Aeroparque, y luego a punto de colapsar de la fatiga y el dolor, pasando los controles en Aeroparque, y, una vez sentado en el Pluna, la policía identificó a un malhechor y lo obligó a bajar del avión con su maletín sospechoso y apuntado por pistolas y perdimos dos horas en ese contratiempo, y entonces no pude evitar los mareos y los vómitos y por un momento sentí que no llegaría vivo a Montevideo y me desplomaría extenuado como el brasileño que corrió la maratón de Manhattan y al llegar a la meta se dejó caer y murió sudoroso y con la satisfacción del deber cumplido, pero después el avión despegó y pensé en todos los destinos que acabaron prematuramente hundidos en ese río turbio y decidí que no era allí dónde me convenía morir. Fue tan arduo poner los pies en Montevideo que tuve el presagio de que vendrían días buenos, sosegados, felices: cuando algo te cuesta tanto trabajo, es porque vale la pena.

No me equivoqué. De pronto estaba en Montevideo y todo fluía con una levedad plácida e insospechada, como si aquí hubiera vivido toda mi vida o la mejor parte de ella, como si estas calles de Carrasco fuesen mi barrio de siempre, como si la piscina del Belmont fuese la de esa casa que quisiera comprarme, la casa del escritor ermitaño con la que sigo soñando y en la que seguramente nunca viviré. De pronto era jueves y ya sumaba cuarenta y cuatro años y una armonía desconocida invadía mi cuerpo estragado y me hacía tenderme como anestesiado, en traje de baño, a la sombra, leyendo morosamente, haciendo las paces con mi cuerpo tres veces mutilado, incontables veces horadado. Fue uno de esos raros días felices en el que no haces nada ni hablas mayormente con nadie. No había nada que celebrar, la enfermedad y la decadencia no son fuente de regocijo. Pero estar caminando sin zapatos por la hierba cálida después de todo era una sorpresa que me tomó desprevenido y me hizo sonreír con gratitud al sol bienhechor de Montevideo y a su gente discreta y amable.

Mis más persistentes preocupaciones eran sólo dos: por qué Montevideo se llamó así cuando aun no
existían los videos y cuando no he alcanzado a otear monte alguno en el horizonte, sólo las ramblas y el ríomar que no sé si es río o mar o ambas cosas, y por qué ese restaurante de la calle Arocena se llama La Pasiva, una pregunta que repito una y otra vez a todos los habitantes del barrio de Carrasco y que no encuentra respuesta satisfactoria, pues nadie sabe por qué el dueño de La Pasiva le puso La Pasiva a su restaurante, y cuando pregunto imprudente si el caballero es gay y acaso pasivo, se me asegura que no, que es armenio, que no le van los hombres, que le puso La Pasiva por alguna otra razón y que en todo el Uruguay hay doce Pasivas, y yo respondo que es imposible, que no puede haber sólo doce pasivas uruguayas, que tienen que haber más, muchas mas, y yo he venido a conocerlas y, si me dejan, a poseerlas.

Si aquellas eran mis preocupaciones mas hondas, debía de estar pasándola bien en Montevideo, tanto que andaba buscando casa y resuelto a venirme a vivir aquí lo que me quedase de vida en los zapatos
gastados que ahora ya olían un poco a la rambla, al ríomar, a las calles de Pocitos, Buceo, Punta Gorda y Carrasco, mi barrio de la infancia inventada.

Uno no es los libros que ha leído ni las personas que ha amado ni el dinero que ha amasado sino,
ante todo, las calles que ha caminado. Uno lleva en el cuerpo, como tatuajes o puntos sin cerrar, las calles y plazas y malecones que ha pisado, errante. Uno es la suma de todas las ciudades en las que ha dormido, de las caras desconocidas a las que ha arrancado una palabra dormida o una sonrisa. Y uno raramente elige las calles o ciudades por las que camina. Un viento que viene de lugares inciertos te lleva a ellas buscando algo que no sabes bien qué es, algo que seguramente no vas a encontrar. Nunca se va tan lejos como cuando estás perdido. Nunca te conoces mejor que cuando estás solo en una ciudad donde nadie te conoce. Por eso tenía que revivir a los cuarenta y cuatro, curiosa cifra, impensada edad, aquí en Montevideo.

A veces las mejores cosas que te pasan son aquellas que ocurren por accidente. Esto fue lo que me pasó volviendo del cine en un taxi por la rambla. A la altura de Punta Carretas, no muy lejos de la prisión que se convirtió en centro comercial, el chofer, que conducía de prisa azuzado por mí (pues debía cenar con mi amigo Dani Umpi, escritor y músico genial), chocó su Renault nuevo con uno veinte anos más viejo. Desde que subí al primer taxi en Montevideo, tuve la corazonada de que, todavía lastimado por la operación, chocaría: fue como una epifanía. Por eso esperaba resignado el momento del choque. Lo ví venir antes de la colisión. Levanté las piernas, agaché la cabeza y me puse en posición fetal, como dicen que debes ovillarte si cae el avión. El choque no fue tan fuerte para salir lastimado, apenas me golpeé las piernas. El Renault del taxista quedó bastante averiado, y el Renault de la mujer quedó invicto, sin magulladuras, lo que tal vez demuestra que los carros nuevos son a veces peores que los viejos, del mismo modo que las personas nuevas pueden ser peores que las viejas. Cuando empezaron a discutir por las culpas y el seguro y esas cosas, me escabullí discretamente, caminé por la rambla, bajé a la playa y me senté en la arena. Eran las siete y media y el sol se descolgaba como una fruta apetitosa en las aguas azuladas del ríomar.

Algo tenía que pasar. Yo sabía que ese choque no era casual, que algo tenía que pasar en esa playa de Montevideo. Por eso me quedé sentado y espere a que el azar jugara un poco más con mis zapatos.

No mucho después apareció en forma de mujer. Era alta, rubia, delgada, cuerpo de atleta, y venía trotando toda de negro y con un labrador corriendo al lado con la lengua afuera. Era bella y refinada como las tardes lánguidas de febrero en Carrasco. La miré sin pudor. Me devolvió la mirada con curiosidad y descaro. Se detuvo. Se acercó. Me dijo si yo era quien era. Le dije que estaba condenado a ser ese mismo. Se sentó, me abrazó, me dijo las cosas más suaves y alentadoras. Ahora su perro se metía al mar a traer la pelota que ella arrojaba una y otra vez, y Florencia me contaba que vivía en París y era campeona de esgrima y se ganaba la vida batiéndose a duelo con otras mujeres mientras unos parisinos perversos pagaban no poco dinero para verlas simular un crimen y al mismo tiempo bailarlo y atacarse cadenciosamente, mórbido espectáculo hechicero, refriega puntiaguda a primera sangre, pues cuando alguna empezaba a sangrar, hincada por su rival, el duelo terminaba, dado que la que primero sangraba perdía. De modo que Florencia, como yo, se ganaba la vida haciendo sangrar a la gente, y me lo decía con modestia, como si supiera que ése, el de batirse a duelo con mujeres enjutas en París, era su destino y ella se resignaba a cumplirlo sin quejarse y sangrando cuando era el caso. Luego me enseñó sus heridas, sus cortes y cicatrices, y algo se erizó en mi, y yo le enseñé los tres cortes en la panza que me hicieron en el hospital, y le pedí que no se fuese, que me llevase con ella y su maldito perro, que me enseñase a batirme a duelo en esgrima porque tengo demasiados enemigos a los que debo hacer sangrar, y ella me prometió que sería mi maestra de esgrima (y otros lances peligrosos) y me llevaría a París a verla cimbrear, saltar, enroscarse y atacar con la espada, el florete y el sable.

Todo pasa por algo o todo pasa por nada y de un accidente puedes salir caminando aturdido para encontrar a una mujer herida y extraviada como tú, que de pronto te insufla un soplo de vida inesperada y te recuerda que todavía hay muchas ciudades por descubrir, muchas calles por caminar, muchos cuerpos en los que reposar, victorioso, resucitado, adolescente a los cuarenta y cuatro.

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