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Cultura

16 de Marzo de 2009

Escrito en papel

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Por Rafael Gumucio

Chile, como muchas islas, conserva un espécimen que en el continente se han perdido. Así un escritor -Miguel Serrano- que profesaba su nazismo en voz en cuello, puede ser despedido con admiración por ex comunistas, católicos de pocos dientes y presentadores de televisión. Esto podría ser folclórico y divertido si esta tolerancia con el horror, si esta fascinación por las botas prusianas de los militares, si este amor por las nieves eternas, si este desprecio por la historia y el dolor ajeno, no hubiese creado nuestros propios campos de concentración, nuestros propios muertos, nuestros propios torturadores impunes, nuestros propios torturados acallados.

De alguna forma en Chile hemos pasado por alto el debate moral e intelectual más importante del siglo pasado. Al final de los años 40, millones de personas habían sido asesinados de forma industrial por el solo hecho de nacer. No era ésta ni la primera, ni quizás la más numerosa, ni la última de las masacres. Lo que la hacía particular era la frialdad racional con que era ejecutada por hombres cultos y educados que tenían cultas y educadas razones para ser parte de la barbarie. Escritores como Tomas Mann, Stefan George, o Hermán Hesse se vieron perseguidos y exiliados por sus propios lectores usando para esto los argumentos que estos mismos autores, pensando escribir pura literatura, le proveyeron.

Toda una generación de intelectuales se preguntó después dónde está el límite de lo que se puede dudar, creer, decir o callar. Miguel Serrano, que se formó en ese debate, no dudo en poner las cosas por su nombre, y proclamar abiertamente lo que sus libros ya cantaban. Su estética, su visión del mundo eran nazis, no le quedaba otra que serlo el también. Cuando Cristian Warnken, la cara más visible de la cultura en Chile, trata de separar el militante del escritor, le falta el respeto a ambos. Divide lo que Serrano unió y acaba con el legado ético más respetable de su amigo: el de haber puesto sobre el frasco de veneno la etiqueta con las calaveras y los huesos para que los niños no lo traguen y se intoxiquen sin saber lo que están haciendo.

Serrano pensó lo que quiso pensar, y dijo lo que quiso decir. Era un escritor y era un intelectual, sabía las consecuencias de sus palabras, aunque las emitiera -ni tonto ni perezoso- justo en unos pocos países donde no sufriría penas de cárcel u ostracismo por emitirlas. ¿Sabe, en cambio Warnken, qué está diciendo cuando canta las loas fúnebres de Serrano? ¿Puede un hombre que hace alarde de cultura, pasar por alto el debate central de la cultura del siglo XX? ¿En qué queda el lector habitual de la columna ante un autor que nos habla semana tras semana del dolor de perder un hijo, de que cómo superarlo, de qué sentido darle a esa desesperanza, pero que pasa por alto justamente el tema del dolor, de los muertos que la palabra nazismo envuelve, para calificar la militancia de Serrano como una quijotada sin sentido, una especie de capricho senil al que no hay que darle mayor importancia?

Hace más o menos un año recuerdo haber defendido ante algunos amigos rigurosos en exceso el derecho de Cristian Warnken a vivir su pena y su dolor en público. ¿Hay algo más respetable que el dolor del otro? ¿Algo más inalienable, más propio que la pena y el duelo? -les decía. Que fueron buenos o malos los artículos, daba lo mismo. Alguien respiraba más allá del silencio, alguien seguía viviendo cuando la muerte ya le había tocado las alas.

Tu dolor es tuyo, y sólo tuyo hasta que te metes con el dolor de los demás. El derecho a hablar de tu dolor en público, implica el deber de comprender primero el dolor del otro, como el derecho a escribir en diario o una revista te obliga a pensar más allá de tus desahogos, amistades, chorezas y olvidos, qué quieres decir, y dónde y cómo y a quién. Eso lo que justamente este columnista parece no querer asumir, el peso de lo que dice y de lo que no dice.

No es nazi, no desprecia a los judíos, pensará Warnken -que estoy seguro tiene las mejores intenciones-, aunque su defensa de Serrano repite punto por punto la que los círculos neonazis emprenden cada vez que se critica a su líder: la literatura no tiene nada que ver con su contenido. La belleza está más allá del bien y el mal. Los amargados que hacen muchas preguntas son unos resentidos de otra época. Los judíos de los que habla Serrano son símbolos, el Hitler que canta es esotérico, todo esto es pura poesía, puro juego de palabras aunque las camisas pardas, y los brazos en alto y la negación del Holocausto y el desprecio por los peruanos, los comunistas y los judíos sean al final de verdad.

Para Warnken pensar es bello, y no necesario y no inevitable. Pensar es bello, tan bello que se debe evitar pensar en el horror para no manchar el pensamiento con cosas feas. Higienizar la lectura, tal como algunos soñaban higienizar países. Separar los feos de los bellos, lo puro de lo impuro, el cuerpo del alma, el periodismo de la noticia, el escritor de lo que escribe, el cuerpo de la mente, la poesía de la calle, el tiempo de la historia, la lengua de quienes la usan, la vida de la muerte, lo que me pasa a mí de lo que les pasa a los demás.

Yo creo, en cambio, que los libros que leemos, y los seres que amamos, y las pesadillas y los sueños que vivimos sólo tienen sentido si nos ayudan a comprender al otro, a comprendernos en el otro. La mala literatura sólo es literatura, es decir, un viaje en redondo alrededor de sí mismo, la buena vida es un viaje hacia el otro. Mi dolor es una puerta hacia el dolor del otro, el dolor por ejemplo de la señora Ruth, rescatada de los campos de concentración que en el blog en que Warnken dejó su columna ruega que no sea cierto, que no se pueda decir que hay algo bello en esos discursos que permitieron, que alentaron, que justificaron, que justifican aún hoy la muerte de toda su familia.

Postular una poesía ultraterrena, de puro lenguaje y fantasía mítica, es olvidar que la verdadera poesía se escribe en la piel de esa mujer como las cifras que dejaron marcado para toda la vida en su muñecas los jefes de los campos de concentración.

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