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28 de Marzo de 2009

La isla del Tano

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No me pregunten cómo he terminado con El Tano y su novia en una isla desierta de las Bahamas.

No sé mucho del Tano, lo conocí la otra noche en un hotel de Nassau, me pidió la laptop en el bar del Compass Point para leer sus correos, me dijo que su hija estaba en las Galápagos y que no sabía nada de ella, la novia del Tano me preguntó por qué llevaba boina y chalina en Nassau y luego me preguntó sin esperar mi respuesta si yo era canadiense y le dije que sí, que soy de Montreal.

Todo lo que sé del Tano es que es argentino, vive en Nueva York desde que tenía veinte años (y ahora tiene cincuenta) y alquila cincuenta departamentos amoblados en esa ciudad. Todo lo que sé del Tano es que es dueño de cincuenta departamentos de lujo en Manhattan, que le dejan un millón de dólares al mes. Está claro que el Tano es un maestro porque además me cuenta todo eso como si me estuviera contando que está resfriado.

Todo lo que sé de la novia del Tano es que es sueca y bastante menor que yo y está siempre un tanto borracha y coqueteando, lo que no parece molestarle al Tano, porque el Tano es un grande y nada parece molestarle a estas alturas.

Tan grande es el Tano que se ha comprado una isla virgen en las Bahamas por doce millones de dólares y me ha dicho para ir a visitarla y cuando le dije aquella noche en el bar del Compass Point que sí, que iríamos al día siguiente, estaba seguro de que todo era mentira, su isla de la fantasía y mi entusiasmo por conocerla, pero ahora un avión bimotor ha acuatizado frente a una isla desierta más grande que Key Biscayne, a la que hemos llegado volando cuarenta minutos sobre un mar tan transparente que podías ver los tiburones.

El Tano, la sueca y yo hemos bajado de la avioneta, saltado al mar y, con el agua rozándonos el ombigo, hemos caminado hasta la orilla de la isla del Tano, que a lo mejor no es del Tano, pero que él reclama como suya, y nos hemos sentado a la sombra de un árbol y era como estar en un capítulo de Lost esperando a que viniera una criatura monstruosa a devorarnos y arrojar nuestras extremidades en las copas de los árboles.

Solo he visto en la isla a dos criaturas vivas, sin contar al piloto que se quedó cuidando la avioneta y bebiendo cerveza (yo pensaba: si la avioneta falla y no enciende y nos quedamos a pasar la noche acá y el moreno tiene hambre, nos come a los tres crudos y sin sal): una mariposa naranja y un numero indeterminado de moscas más grandes que las moscas domésticas peruanas que me son familiares, tan grandes que el Tano ha dicho que no eran moscas, que eran tábanos y venían por nuestra sangre.

Le he dicho “Tano de mierda, la puta que te parió, no tenemos nada que comer ni tomar en esta isla, todas las islas desiertas son iguales, para qué carajo me has traído acá si estoy enfermo, y ahora me dices que nos van a comer unos tábanos, no me jodas y larguémonos de acá y llévame a un restaurante donde podamos comer como gente civilizada”. La sueca por suerte se ha amotinado conmigo y ha dicho que se muere de sed (cómo no va a tener sed, si está con una resaca feroz) y que vayamos a no sé qué isla perdida en el archipiélago de las Bahamas, donde dice ella que sirven unos pescados fritos deliciosos.

El Tano, hombre sabio, de pocas palabras, ha sacado un porro, lo ha encendido con obvia destreza, nos lo ha pasado a la sueca y a mí y hemos fumado los tres, espantando a los tábanos y yo temeroso de que apareciera alguna serpiente o esos lagartos gigantes con cola de escorpión que el Tano jura haber visto entre la jungla de su isla. No fumaba un porro hacía exactamente seis años y medio. La verdad es que, en esas circunstancias, no era una opción no fumarlo. Dado que no había comida ni bebida y que era un rehén del Tano, convenía relajarse y dejar que las cosas pasaran como tenían que pasar.

Todo cambió después del porro. Tenía hambre pero no quería ir ya a ningún lado, quería quedarme mirando a la mariposa naranja solitaria, al sol rebotando en la cabeza calva del Tano como si fuera un espejo, al cuello de cisne o pavo real de la sueca, que era como un ave grácil y elegante, de una belleza sobrecogedora, pero que nunca sonreía, como si escondiera una tristeza incurable de la que no hablaría esa tarde ni nunca.

El Tano dijo que quería hacerse una casita rústica en esa isla, sin luz eléctrica ni agua potable, y usarla para venir con la sueca o con su hija (no con ambas, porque su hija ya tiene veintidós años y no se lleva con la sueca) a descansar unos días, a perderse, a no ser nadie, a no ser el Tano de Nueva York que manda matones a los que no le pagan la renta, a ser uno más en esa isla despoblada de criaturas humanas y dedicarse a pescar y comer los peces dorados en el fuego de una hoguera y cagar en cuclillas al pie del árbol y dejar salir a la bestia salvaje que todos llevamos dentro y aprendemos a domar.

Yo le dije al Tano que nunca más volvería a esa isla y que en poco tiempo el mar la devoraría cuando terminasen de derretirse los glaciares, pero él me dijo que yo era un pajero y que él nunca había fallado moviendo su dinero y que con esa isla tampoco fallaría.

“Como quieras, Tano, pero vamos a comer algo”, le dije.

Entonces empezamos a caminar por la orilla de regreso al avión y el Tano se detuvo, vio algo, nos asustó.

“Quédense acá, ya vuelvo”, dijo, y se metió por la maleza, y yo pensé que se había vuelto loco y no regresaría más y la sueca y yo tendríamos que sobornar al piloto para escapar de la isla o comérnoslo para sobrevivir hasta que alguien nos encontrase.

El Tano regresó a los dos minutos con un maletín deportivo.

Sonreía de una manera inesperada, sonreía como si se hubiera ganado la lotería, como si ese fuese el mejor día de su vida y la isla en verdad fuese suya.

“No me van a creer lo que encontré”, dijo.

Abrió el maletín y nos mostró los paquetes de cocaína. Eran grandes, parecían ladrillos de plástico amarillo. Abrió uno y la probó y dijo que era buena. Por suerte no me la ofreció, no hubiera sido bueno recaer en ella.

El Tano dijo que los narcos a veces tiraban maletas con droga en su isla y a los pocos días venía una lancha rápida y recogía la maleta y se la llevaba. Lo dijo con aplomo y naturalidad, como decía cualquier cosa el Tano, sin asustarse ni nada.

Le sugerí que dejase la maleta y nos marchásemos rápido de allí, “no vaya a ser que vengan ahora los narcos, Tano, y nos encuentren abriéndoles la maleta y metiendo mano en su coca, que lo que vamos a terminar almorzando es una lluvia de plomo”. El Tano me dio la razón pero se quedó con el paquete que había abierto y cerró el maletín y lo dejó un poco más lejos de la orilla, por si crecía la marea.

“Ya vendrán a buscarlo”, dijo. “Y si no vienen, la vendo toda en Nassau y con esa plata me hago la casa acá en la isla”, dijo. “No hagas eso, Tano”, le dije. “Si te robas la coca, te matarán”.

Subimos al avión. Despertamos al piloto. Como buen habitante de las Bahamas, estaba borracho y dormido, y así mismo piloteó la aeronave zumbona de vuelta a Nassau, silbando sobre las cabezas de todos los yates de los ricos que habían bajado a buscar el sol del Caribe, ya se sabe que la recesión sólo golpea a algunos, nunca a todos, hay algunos que están a salvo de la recesión y que, como el Tano, siempre se levantan, limpios, un millón de dólares al mes como mínimo, no importa si para eso hay que partir algunas rodillas.

La sueca se tomó tres latas de cerveza sin detenerse creo que ni a respirar (aunque dándose tiempo para eructar) y dijo que estaba segura de que ese avión achacoso se caería en dos minutos.

“No va a pasar nada, estás conmigo”, le dije, tratando de calmarla, y besé su mano temblorosa.

“Eso es lo que YO les digo siempre a mis novias”, dijo el Tano y lanzó una carcajada que estalló como un trueno en el cielo de las Bahamas.

La sueca irguió el cuello y movió la cabeza como un cisne asustadizo.

Yo le pedí al Tano que prendiera un porrito más.

El Tano, un grande, lo prendió, me dijo “abre la boca”, acercó sus labios a los míos y echó todo el humo magistralmente dentro de mi boca.

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