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2 de Mayo de 2009

Cosas que no tienen precio

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Por Jaime Bayly

Las cosas nunca pasan como las planeas, esto ya deberías saberlo.
Por lo general, los planes que haces se tuercen para mal y la vida termina siendo una película bastante más mediocre de la que habías dirigido en tu imaginación.
No fue esto lo que me pasó en semana santa en Buenos Aires. Una cadena de eventos infortunados terminó en un momento luminoso y feliz. Nada por supuesto estaba planeado.
Lo que estaba planeado era llegar a mi departamento en San Isidro a las nueve de la mañana del lunes, en un auto negro blindado que me cobró quinientos pesos y me llevó por una ruta inhabitual, protegiéndome de los que quieren matarme, que saben que es aquí donde soy más vulnerable y donde ellos operan con absoluta impunidad.
Lo que no estaba planeado, y aquí comenzó a urdirse la trama del relato dictado por el azar, ese narrador infatigable, era que el vecino del primer piso estuviera rompiendo todo el baño a martillazos para refaccionarlo. Bajé, hablé con él, le pregunté cuántos días duraría la obra, me informó que la cosa recién comenzaba y tenía para dos semanas, comenzando a las ocho de la mañana y terminando a las seis de la tarde, incluyendo los días feriados de semana santa. Le deseé suerte, subí al departamento y comprendí que tenía que irme de inmediato.
Una opción era volver a Lima, pero en Lima las cosas suelen pasar como las planeas y eso acaba por aburrirte.
Otra opción era escapar a Montevideo, pero no tenía ganas de subir a un avión más.
Fue Martín quien tuvo la genialidad de sugerir que fuésemos al hotel Sofitel de Cardales, en el campo, lejos de la ciudad. Llamé, me dijeron que no había cupo, pedí hablar con el gerente, le pedí un gesto magnánimo, de clemencia con un forastero enfermo, con los días contados, y me separó una habitación tranquila con vista al lago.
Martín trajo el auto de la cochera, manejó por la autopista a Escobar, puso las canciones de No Doubt que le pedí (esas canciones que escuchamos en un Jaguar alquilado, manejando a un concierto de No Doubt en Sacramento, California, cuando éramos un par de pendejos frívolos y dispendiosos, es decir cuando éramos lo que ahora seguimos siendo con bastante más descaro) y una hora más tarde, bordeando el mediodía, estábamos registrándonos en el Sofitel de Cardales y acomodándonos en la suite Prestige.
El lunes, el martes, el miércoles y el jueves, tres ideas cosquilleaban mi cerebro adormilado: 1) qué genio el vecino que me hizo huir del edificio y terminar en este hotel espectacular; 2) no estoy en Buenos Aires, no estoy en la Argentina, este Sofitel es una república independiente, estoy en un lugar lleno de palmeras y piscinas climatizadas y masajistas apuestos y tanta belleza sosegada y omnipresente que está no puede ser la misma ciudad a la que llegué hace unas horas, este es un país secreto, sin nombre, clandestino, sin padres fundadores, una escisión caribeña-afrancesada de la Argentina; y 3) qué lindo sería jugar un partido de fútbol en esa cancha pequeña de césped impecablemente recortado, una tarde a eso de las cinco, qué lindo sería pellizcar la pelota después de tantos años sin pisarla.
El jueves a la noche fue el punto de quiebre, la irrupción del caos.
Martín no quería salir, pero yo insistí en ir a los cines de Pilar a ver la película de Lucía Puenzo, El niño pez, con esa actriz que nos gusta mucho, Inés Efrón. Bajamos, la recepcionista me habló en francés, lo que me pareció muy atinado, y luego me dio un mapa con indicaciones muy precisas para llegar a los cines de Pilar.
En los mapas siempre aparecen las autopistas, las calles y bifurcaciones, pero nunca aparecen los accidentes.
Teníamos que tomar la ruta 25, que une la autopista a Escobar con la calle Chubut, y allí doblar a la izquierda y luego dar con los cines de Pilar. Parecía fácil llegar. No lo fue. Martín tuvo la inteligencia de no fumar el porro antes de llegar al cine. Yo tuve la prudencia de insistir en salir a las nueve cuando las función era a las diez y cuarenta. Nos tomó una hora llegar. El camino era estrecho, oscuro, entrecortado por dos vías de trenes y un número alucinante de lomos de burro, y uno sentía que en medio de esa penumbra espesa y campestre podía pasar cualquier cosa, cualquier cosa mala por supuesto, entendiéndose “mala” como “ilegal”, no necesariamente como “inconveniente”.
Llegamos al cine a las diez, fumamos el porro en el auto, vimos la película, no nos gustó tanto, tampoco nos disgustó, Inés Efrón es una criatura maravillosa y pagar quince pesos por verla es siempre un buen negocio, y luego subimos al auto y manejamos de vuelta al Sofitel por la ruta 25.
Antes de subir al auto, pensé: mejor manejo yo, Martín es muy tenso y angustiado, es una señora manejando, y con el porro adentro y en esa ruta del orto algo malo podría pasarnos. Pero no se lo dije porque Martincito se ofende cuando le digo que maneja como una señora, así que me acomodé en el asiento del copiloto.
Pasamos los mil lomos de burro, todo bien, y la primera vía del tren y entonces pasó lo que pasó: al llegar a la segunda vía del tren, el semáforo se puso rojo y la barrera empezó a bajar. Pasa, pasa, no pares, le dije a Martín. El tren todavía estaba lejos, podíamos pasar sin problemas. Pero Martín, toda una señora, frenó. No, está en rojo, me dijo. Pasa, pasa, grité. No voy a pasar, está en rojo, gritó él. Treinta segundos después, la luz del tren se acercaba, los silbidos raspaban la noche quieta, los vagones de carga zumbaban como moscardones en la oscuridad. Era perfectamente lógico y predecible que ocurriera lo que ocurrió: tres jóvenes se acercaron al auto, mostraron una pistola, gritaron insultos que no se escucharon bien por el fragor del tren, subieron bruscamente al asiento de atrás. Los miré: eran chicos, jovencitos, no llegaban a tener dieciocho años. Buenos chicos, pensé, chicos con hambre, chicos desesperados. Sentí que ellos estaban más asustados que yo. Yo soy un ladrón veterano, avezado, un asaltante refinado de la buena fe. Estos principiantes no me dieron miedo, me cayeron bien de entrada.
Pidieron la plata a gritos.
No nos maten, por favor, pidió Martín.
Hoy es su día de suerte, les dije, con mi mejor cara de rufián cosmopolita. Tengo cinco mil pesos y cinco mil dólares. ¿Prefieren pesos o dólares?
Martín me miró como si me hubiera vuelto loco. Yo sólo quería hacerme amigo de estos chicos atropellados.
Como era previsible, pidieron todo. Les di los pesos y los dólares y cuando me pidieron el reloj les dije que me lo había regalado Joaquín Sabina y que tendrían que matarme para quitármelo.
Uno de ellos me reconoció en los siguientes términos: ¿vos no sos el paraguayo puto de la tele?
Preferí responder con una pregunta: ¿Quieren venir a comer con nosotros?
Luego de un acalorado debate (en el que se esgrimió el argumento o la sospecha de que queríamos sexo con ellos), aceptaron venir a comer al hotel, no sin amenazarnos que, si tramábamos alguna jugarreta para delatarlos, no tendrían compasión en meternos plomo en las entrañas. No fue así, desde luego, como lo dijeron. Fue más más o menos así: dale, vamo a morfar, puto de mierda, pero si el morfi no tá bueno, los hacemo boleta.
Ahora estábamos los cinco entrando en la recepción del Sofitel. Nos dijeron que, si bien el restaurante ya estaba cerrado, podían atendernos pidiendo la carta de room service. Nos sentamos en los sofás. Los chicos estaban con hambre, pidieron pasta de entrada y suprema de pollo con papas fritas, y mientras esperaban la comida, comieron tres canastas de panes con mantequilla. Era fantástico verlos comer con tanta pasión. Era un espectáculo inmensamente superior a la película. Nunca vi a tres chicos comer tantos panes, tomar tantas cocacolas, eructar felizmente tantas veces. Luego se empujaron la pasta, el pollo y los helados de crema.
Parecían contentos y agradecidos cuando pedí que llamaran un taxi y los llevaran adonde ellos indicaran y lo cargaran a mi cuenta.
Los acompañé hasta la puerta del taxi. Martín se quedó en el restaurante. Les di un abrazo, les deseé suerte. Luego los sorprendí: ¿Se animan a venir mañana con unos amigos para jugar un partido de fútbol a eso de las cinco? Vamo a ver, vamo a ver, paragua, dijo el líder, el de la pistola, y se fueron eructando.
La verdad, pensé que no vendrían. Pero en la Argentina, como se sabe, el fútbol es una pasión, un delirio, una filosofía de vida, una religión capaz de reunir, alrededor de una pelota, a un grupo de ladronzuelos con sus víctimas esquilmadas.
Salió un poco caro el partido, pero ganamos. Martín parecía el Loco Houseman o la Araña Amuchástegui zigzagueando por la punta derecha a la velocidad de la luz. Yo metí dos goles y me hice respetar cuando le hice un caño finito al ladrón de la pistola. No me devolvió la plata, pero ese caño no se le olvidará nunca. Ese túnel, ese picadito de viernes santo en el césped de Cardales, esa alegría de tocar en corto con Martín y pisarla todavía con aplomo, todo eso me parece que no tiene precio, todo eso tendría que valer mucho más que cinco mil pesos y cinco mil dólares.

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