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16 de Mayo de 2009

Cucarachas voladoras

Por

POR JAIME BAYLY

Regreso de la televisión a medianoche. Enciendo la luz de la cocina. Hay una cucaracha merodeando en el piso. No es la primera vez que la veo. He intentado matarla pero es más rápida y astuta que yo y seguramente vivirá más que yo.

Me saco el zapato, me acerco sigilosamente a ella y se lo arrojo. No le doy. La cucaracha vuela, vuela hacia mí. Doy un alarido, me sacude un escalofrío.

Dios, ¿estoy alucinando por las pastillas o las cucarachas ahora vuelan en mi casa?

La cucaracha vuela como si quisiera morderme, vuela como si fuese una cucaracha vampiro. Me protejo la cara, manoteo, chillo como una niña. La cucaracha cae al piso mugriento. Me saco el otro zapato y salto sobre ella para aplastarla. Resbalo. Caigo. Me corto la mano con un pedazo de vidrio de una botella de Orangina que se me rompió en la tarde. Barrí, pero quedaron vidrios y mi mano aterriza, mala suerte, sobre una astilla resplandeciente de Orangina.

La cucaracha se detiene, me mira, tal vez sonríe y luego corretea y se desliza debajo de la lavadora.

Maldita cucaracha hija de mil putas, algún día te mataré.

Subo a buscar la escopeta de perdigones que compré para matar al pájaro cantor al que disparé como cincuenta veces y nunca le di. El pájaro desapareció después de una noche de tormenta. No sé si murió o si se fue a joder a otro vecindario. Saco la escopeta, la cargo, apago las luces de la cocina, enciendo la linterna amarilla, apunto hacia el piso de la lavadora y espero a que salga la cucaracha.

Espero y espero y espero y ella, que es astuta y rápida, mucho más que yo ciertamente, no sale, sabe que si sale la cazaré.

Me aburro y disparo un perdigón a la lavadora para asustarla y el sonido metálico del balín rebotando en la puerta blanca de la lavadora me recuerda a mi padre disparando al espejo en el que mi madre se maquillaba: yo vi ese espejo quebrarse como se partió en mil astillas la botella de Orangina en el piso de la cocina, yo vi el rostro aterrado de mi madre, yo vi a mi padre disculpándose por esa bala que se le escapó mientras limpiaba su pistola.

Subo a mi cuarto a leer el libro de Cercas sobre el golpe fallido y veo una cucaracha. No es tan grande como la de la cocina. Merodea a un paso de mi cama. Nunca había visto una cucaracha en mi cuarto en los varios años que llevo viviendo en esta casa. ¿Cómo y por qué subió a buscar comida al pie de mi cama? ¿Tan inmunda es mi casa que hay cucarachas hasta en mi cuarto?

Tengo la mano cortada por el vidrio de la Orangina que no supe barrer debidamente. Con la otra mano, intento aplastar a la cucaracha una y dos veces, pero la muy puta me esquiva y corre como una bala perdida y se mete debajo de la cama.

Te jodiste, cabrona, estás atrapada, te mataré, de allí no sales viva.

¿Cómo te atreves a dormir debajo de mi cama? ¿Crees que mi cuarto es una pocilga hedionda para que te cobijes debajo del colchón?

Sí, mi cuarto es un asco, pero no permito que duermas conmigo. Morirás. El problema es que no sé cómo matarte.

Muevo la cama, muevo el colchón, intento asustarla para que salga, pero no sale.

Bajo a la cocina, cargo la escopeta y la linterna, subo a toda prisa, me agacho al pie de la cama, prendo la linterna, ilumino debajo de la cama con la escopeta apuntando, listo a disparar. No veo ninguna cucaracha. Hay tantos ovillos de polvo que es todo como una densa alfombra gris, como una capa de nubes de Lima escondida bajo la cama. Puede que la cucaracha esté camuflada bajo esa capa espesa de ácaros, puede que haya huido cuando bajé a la cocina.

Lo cierto es que hay una cucaracha en la cocina y no puedo matarla y hay otra en mi cuarto y no sé dónde está.

No es una sensación agradable vivir con cucarachas. Yo quería vivir solo. Por lo visto no se puede. Siempre terminas viviendo con cucarachas voladoras.

Tal vez habría menos cucarachas en mi casa si alguien la limpiase de vez en cuando. Pero no puedo dejar entrar a nadie a mi casa, salvo que sean mis hijas, y ellas ya no quieren venir a mi casa, se aburren.

Nadie puede entrar a mi casa porque he escondido aquí todo el dinero que tenía en el banco. Leí que el banco estaba a punto de quebrar. Saqué el dinero, corté los tres colchones de arriba y lo metí en bolsas de plástico. No es mucho dinero, no es poco dinero. Es suficiente para vivir diez años sin trabajar.

Por eso no puedo dejar que alguien entre a limpiar mi casa. Me arriesgaría a que se robe mis ahorros de toda una vida mercenaria. En estos tiempos todo el mundo roba lo que puede porque nadie tiene trabajo o se aferra a un trabajo que desprecia y el robo es un acto de supervivencia como el de la cucaracha que come en mi cocina. Todos robamos. Todos hemos robado. Vivir es robarle a alguien. No se puede vivir sin robar. Se puede vivir sin amor, pero no se puede vivir sin robar y sin cucarachas robándote restos de comida.

La chica de la casa vecina me ha tocado la puerta y se ha ofrecido para limpiar mi casa. Ni loco la dejaré entrar. Creo que me ha visto cargar el dinero cuando lo saqué del banco y seguramente se lo ha contado a su novio y han urdido un complot para robarme. Nadie limpiará mi casa. Nadie limpiará mi casa nunca. Podría limpiarla yo, pero soy un inútil y un haragán y no sé limpiar una casa ni tengo ganas de aprender. Tampoco me molesta la suciedad. Me acompaña. Me sienta bien. Va con mi carácter. Sólo me molestan las cucarachas porque me han perdido el respeto, saben que soy un idiota incapaz de matarlas y ahora vienen a mi cuarto, insolentes, a buscar comida o a comerme a mí. No lo permitiré.

Esta noche no dormiré y mataré a las cucarachas. Si no las mato, me matarán ellas.

El problema es cómo matarlas si son tanto más rápidas y astutas que yo.

Pensaré como una cucaracha, tal vez eso ayude.

Bajo a la cocina, prendo la luz, no hay cucarachas a la vista. Abro la refrigeradora, saco un pedazo de pollo, lo tiro en el piso, cerca de la lavadora donde sé que se agazapa la muy cabrona. El olor la turbará, la hará salir. Apago las luces, enfoco la luz amarilla de la linterna sobre el pedazo de pollo, apunto con la escopeta.

Espero y espero y espero.

Pienso en mi padre, pienso que mi padre estaría orgulloso de mí.

Un hombre de bien no puede convivir con unas intrusas asquerosas en su casa, un hombre de bien tiene que matarlas.

Aprieto el gatillo. Todos los perdigones que fallé apuntando al pájaro cantor fueron un entrenamiento para este momento de éxtasis: la cucaracha voladora vuela por los aires viciados de la cocina, pero no vuela porque quiere, vuela porque le he clavado un balín en el orto y la he despedazado, maldita hija de mil putas, ahora sabes quién manda en esta casa.

Puede que sea el momento más feliz de mi vida.

No me detengo a recoger los restos de la cucaracha esparcidos entre las astillas de la botella de Orangina y las manchas de antigüedad incalculable en el piso que era de mármol y ahora es de mugre.

Que nadie camine nunca descalzo en mi cocina: perdería la vida o un dedo.

Repito la operación en mi cuarto. Dejo el pedazo de pollo allí donde vi a la cucaracha, a un metro de la cama. Apago las luces, apunto la linterna a las hilachas de pechuga que compré en el gourmet de la venezolana, espero con la carabina cargada.

Me quedo dormido. Son las pastillas. Me tumban en el momento menos pensado. ¿Cómo pude dormirme viendo el Barcelona-Chelsea? ¿Cómo pude dormirme manejando en la autopista y llegar ileso a casa? ¿Manejo mejor sonámbulo?

El instinto de francotirador me sacude. Allí está la puta viciosa refocilándose en el pollito con espárragos que le serví como su última cena. Allí está mi compañera de cuarto dándose un banquete a los pies de mi cama. Come, hija de mil putas, que no comerás más. Disparo. Vuela la cucaracha, vuelan las hilachas de pollo, vuela medio espárrago jugoso. La cucaracha cae sobre mi cama y corre, malherida. Salto sobre ella, enloquecido por el rencor y las pastillas y la mugre que es mi vida, y la aplasto con mi mano cortada por el vidrio de la Orangina. La mato. Sus restos se confunden y entremezclan con mi herida sangrante. Me infecto de cucaracha. La cucaracha se mete en mí, es su venganza postrera.

Puede que sea el momento más feliz y repugnante de mi vida.

Me doy una ducha y veo mi mano derecha cortada y manchada de cucaracha y me duele cuando paso agua y jabón por esa pestilencia infecta.

Salgo de la ducha. Me visto. No puedo dormir en esa cama. Está manchada de cucaracha.

Me voy a la cama de mis hijas con mi escopeta y mi linterna. Me echo y dejo la escopeta y la linterna a mi lado. Me pongo guantes, zapatos, cubro mi cara con una bufanda. No quiero que me coman las cucarachas. No quiero que me roben la plata que está bajo el colchón. Quiero vivir solo, ¿es mucho pedir?

Cuando despierto, tengo hormigas en las orejas, chupando la secreción que se adhiere a los tapones de plástico naranja.

Nunca podré vivir solo. Los insectos se quedarán con esta casa y me comerán pacientemente cuando muera y nadie se entere. Sólo pido que el dinero escondido en los colchones, o lo que quede de ese dinero, sea entregado a mis hijas.

No soy un buen escritor, no seré presidente, pero he matado dos cucarachas esta noche. Puede que mi padre, si está por allí, esté orgulloso de mí.

En su honor, apunto al espejo, disparo y lo hago trizas. Puede que sea el momento más triste de mi vida.

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