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31 de Mayo de 2009

Morir en sus brazos

Por

POR JAIME BAYLY

Una noche de septiembre de 2006, una mujer cubana de setenta años estaba a punto de irse a dormir cuando me vio en la televisión de Miami y decidió que yo sería su hijo.

Ella había tenido un hijo llamado Henry, que, con apenas veinticuatro años, había muerto en un accidente aéreo en 1986.

Veinte años más tarde, me vio en la televisión y pensó que yo era tan parecido a su hijo muerto que no podía no ser él o que en cierto modo una parte de Henry se había reencarnado y habitaba en mí y que en consecuencia estaba en mi destino ser su hijo.

La mujer se llamaba Talía y no había tenido otros hijos con su esposo de toda la vida, Hugo, un médico ya jubilado. Se habían conocido en La Habana cuando eran un par de quinceañeros, habían escapado de la revolución y se habían casado atropelladamente nada más llegar a Miami.

Talía fue a verme la noche siguiente al estudio, me abrazó con una intensidad desusada y me dijo que yo era idéntico a su hijo Henry, me enseñó fotos de Henry, me contó que había muerto en un vuelo al Caribe, rompió a llorar, la consolé, le dije que Henry era muy guapo, me dijo que había esperado veinte años a que llegase este momento, el de encontrar al hijo que había perdido.

Pensé que hablaba metafóricamente.

Desde entonces no faltó un lunes ni un viernes en el estudio de Miami donde hacía el programa. Como decía que no le gustaba manejar su auto de noche, llegaba en compañía de otras amigas, todas guapas, señoras elegantes, llenas de joyas, que me colmaban de halagos y regalos.

Todos los lunes y viernes Talía me esperaba en el estudio una hora antes de que comenzara el programa, y apenas terminaba se me acercaba y me daba una bolsa llena de comida. Yo nunca le pedí nada, pero ella decía que era feliz comprándome comida. Me traía tantas cosas que no alcanzaba el tiempo para comérmelas todas. No me preguntaba qué me gustaba, ella elegía por mí. No faltaban nunca el salmón ahumado, el queso cremoso, las tostadas, la tortilla española, los sánguches de miga, las sopas de pollo que se derramaban en la camioneta, frutas exóticas, chocolates, pirulines, caramelos de menta, sales digestivas, laxantes y boletos de la lotería. No sé por qué, Talía deslizaba siempre, entre las bolsas de comida, boletos de la lotería que se jugaba el sábado.

Yo le agradecía y tiraba a la basura casi todo lo que me regalaba.

También me traía regalos muy lindos para mis hijas (vestidos, joyas, perfumes), que yo llevaba a Lima y les entregaba como si fueran regalos míos, sin mencionar a esa extraña señora que había decidido ser mi madre.

No contenta con esas muestras desmesuradas de cariño, Talía viajó a Lima para conocer a mi madre. Me pidió el teléfono de mi madre, cometí la imprudencia de dárselo, le conté a mamá que Talía señora había perdido a su único hijo y era muy cariñosa conmigo y que por favor la atendiera. Talía y mamá tomaron té en el hotel Country. Talía me dijo al volver a Miami que habían llorado juntas y que le había rogado a mi madre que fuese más tolerante y compasiva conmigo. Durante un tiempo Talía no hacía sino preguntarme si mi madre había cambiado gracias a ella y yo, por supuesto, le decía que sí, que era increíble cómo había cambiado mi madre gracias a ella.

Talía decidió entonces que debía viajar a Buenos Aires para conocer a mi amigo Martín y a su madre, Inés. No hacía mucho, Inés había visto morir de cáncer a su hija Carolina, la hermana mayor de Martín. Enterada de esa desgracia, Talía decidió que debía ser amiga íntima de Inés, pues ambas habían pasado por la tragedia de perder hijos, y eso la llevó hasta Buenos Aires en pleno invierno. A pedido de Martín, Inés se resignó a reunirse con esa señora cubana que había viajado desde Miami para consolarla. Tomaron el té en el hotel Alvear, donde se alojó Talía. Inés se sorprendió con la cantidad de regalos que Talía le entregó. Por supuesto, Talía lloró al recordar a su hijo Henry y fue inevitable que Inés llorase también. Cuando regresó a su departamento en San Isidro, Inés le dijo a Martín que esa señora estaba loca y que no quería verla más. Martín, que la había conocido en alguna de sus visitas a Miami, le dio la razón y dejaron de contestarle las llamadas y los correos electrónicos. Talía se fue llorando desconsolada de Buenos Aires, sin entender por qué su nueva amiga se había hartado tan pronto de ella. Llamó al teléfono de Inés y dejó un mensaje quejumbroso en el contestador.

Al volver a Miami, Talía me pidió explicaciones. Le dije que Inés y Martín todavía estaban de duelo por la muerte de Carolina. Le sugerí que dejase de escribirles. Por supuesto, no me hizo caso.

Cada semana, Talía llamaba a mi madre y hablaban largamente de mí. Mamá estaba encantada de que una señora tan religiosa me cuidase con tanta generosidad. Lo atribuía a la Divina Providencia. Talía era una enviada de Dios, mi ángel de la guarda.

De vez en cuando, durante el programa, viéndola allí sentada entre el público, yo mencionaba su nombre y eso la hacía muy feliz y luego me daba un montón de comida que terminaba tirando a la basura.

De tanto insistir, acepté tomar un café con ella un sábado en la isla de Key Biscayne. La cité en una panadería. Acudió sola en su auto de lujo. Me contó de su hijo Henry. Me enseñó fotos de él. Me contó todo lo que había sufrido cuando murió. Me dijo que no amaba a su esposo Hugo, el médico retirado. Me dijo que Hugo no la tocaba hacía años. Me dijo que Hugo tenía una amante, una enfermera de Puerto Rico bastante menor que él. Me dijo que sufría mucho por eso. Lloró. La animé a que le dijera a Hugo que sabía de sus amoríos escondidos, la animé a separarse de él. No puedo, me dijo. No sé vivir sola. Por eso te necesito más que nunca, hijo mío.

Luego me siguió hasta mi casa. Fue un error permitirle saber dónde vivía. Desde entonces las bolsas de comida aparecían en la puerta de mi casa, rodeadas de hormigas.

Un día me tocó la puerta y me entregó llorando un montón de ropa que había sido de su hijo Henry. Le agradecí, le invité un café, la vi llorar una vez más. Cuando se fue, pensé en tirar la ropa a la basura, pero no me animé. La guardé en el depósito. Me daba miedo tocarla. Además era ropa extraña, pantalones de cuero negro, guayaberas, ropa que no usaría en ningún caso.

En febrero enfermé y me interné en un hospital de Miami sin decirle nada a nadie. Al registrarme, pedí que ocultasen mi identidad. Me peraron. Al día siguiente, Talía apareció en el cuarto donde me tenían enganchado al suero y la morfina. ¿Cómo se había enterado? Su esposo Hugo, médico retirado, era amigo del doctor que me había operado. Talía siempre sabía dónde encontrarme. Se instaló a mi lado, me puso un rosario en el pecho y no se alejó de allí. Rezaba, me acariciaba, me peinaba, me llevaba al baño tratando de que orinase (pero yo no podía, y ella quería mirarlo todo) y no paraba de decirme mi hijito, yo soy tu mami, no te preocupes, tu mami está aquí para cuidarte.

Pero yo no quería que ella fuese mi mami, yo quería que se largase y me dejase en paz.

Fue un pesadilla que duró cuatro días con sus noches. Talía me volvió loco. No dejaba de tocarme, peinarme, acariciarme, acomodarme las almohadas, darme de comer gelatinas. No dejaba de rezar por mí.

Cuando el médico me dio el alta, salí en silla de ruedas del hospital, acompañado de Talía. Le pregunté si había traído su auto. Me dijo que no, que iría conmigo en mi auto y se quedaría cuidándome en mi casa. No lo pude creer. Caminamos hasta el estacionamiento, subió a mi auto, se molestó porque no la dejé manejar y, llegando a mi casa, entró conmigo y dijo:

-Vamos a ducharte, no te preocupes que yo estaré a tu lado para jabonarte y para que no te resbales.

Fue demasiado. Le dije que le daba diez minutos para irse de mi casa o llamaría a la policía. Me dijo que no tenía auto. Le dije que llamase a un taxi. Me pidió que lo llamase yo. Le dije que no tenía fuerzas. Se sentó en el sofá y rompió a llorar. Mi hijito adorado, cómo puedes hacerle esto a tu mami que tanto te quiere, repetía, sobándose los ojos.

-Si no te vas, llamo a la policía, le dije, y abrí la puerta.

Se fue sin mirarme, llorando.

-No quiero verte más, le dije.

Desde entonces prohibí que entrase público al estudio. Han pasado tres meses y todos los días me escribe correos que borro sin leer. A veces me deja mensajes condolidos en el contestador de casa. A veces encuentro bolsas de comida al salir. Siempre me deja boletos de la lotería con una nota que dice: “Tu mami que te quiere”.

Pensé que no la vería más.

Anoche al salir de casa estaba abriendo la puerta de mi auto cuando ella detuvo su auto gris, bajó de prisa y se acercó a mí. Pensé que me mataría. Esperé el disparo. He venido a despedirme, me voy dos semanas a Madrid, me dijo. No le permití que me tocase, retrocedí, puse mala cara. Buen viaje, le dije secamente. Hasta pronto, hijo mío, me dijo ella, con la mirada alunada. Nos vemos en Madrid, añadió.

¿Cómo sabía Talía que en una semana viajaré a Madrid?

Subí el auto y aceleré. Miré por el espejo. Ella venía detrás de mí.

Me temo que estoy condenado a ser su hijo y morir en sus brazos.

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