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Nacional

21 de Junio de 2009

(Archivo The Clinic) La encantadora aristócrata que se pasó a su clase por la raja

"Su delito fue transgredir los cánones morales y sociales de la conservadora sociedad de su época y de su clase burguesa. Su pecado, buscar espacios para la libertad de amar, conocer, liberalizar lo sexual, viajar, consumir drogas, escribir y morir”, dice Ruth González-Vergara, autora de la biografía “Teresa Wilms Montt, un canto de libertad”.

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La escritora Teresa Wilms Montt (1893-1921) rompió todos los moldes de su época y por eso la alta sociedad chilena de entonces la rechazó, la castigó y la abandonó. Mucho más allá de la caricatura de “mujer rebelde”, Teresa fue capaz de cargar con todo el peso que ejercer su libertad le implicó. Se casó sin el consentimiento de sus padres, engañó a su esposo con su primo, le quitaron a sus hijas, fue encerrada en un convento, escapó con Vicente Huidobro, viajó, vivió en Buenos Aires, Madrid y París, participó de la vida bohemia, enamoró a muchos hombres, escribió y fue celebrada, consumió drogas y se mató. Hoy, una película y la reedición de su biografía la reviven.

POR CATALINA MAY

En una lujosa casa de calle República, en Santiago, están reunidos los hombres de la familia Balmaceda Valdés. Los convoca una especie de “tribunal familiar”, destinado a juzgar a la esposa de Gustavo Balmaceda, Teresa Wilms Montt, acusada de adulterio. Nadie asume su defensa mientras ella, encerrada en una pieza y custodiada por su suegra Sara Valdés, que la aborrece, no tiene derecho a descargos. La familia de Teresa, aunque ausente, está informada de la situación y avala al clan acusador.

Hace algunos días, Gustavo volvió desde Belén, el pueblo en el que vivía hacía meses, destinado como empleado del Servicio de Impuestos Internos. En la casa de su padre, José Ramón Balmaceda, encontró a su esposa encerrada, tal como él lo había ordenado por sospechar que ella le era infiel. Teresa se había pasado esos meses tocando el piano y recibiendo las visitas de Vicente Balmaceda, Vicho, un primo muy cercano y querido de su marido.

Al llegar, Gustavo encontró unas cartas de amor dirigidas a su esposa que le confirmaron la infidelidad que sospechaba. La sorpresa vino cuando vio que estaban firmadas por su primo Vicho. El escándalo familiar fue gigantesco. El primo desapareció y a nadie le importó, igual como a nadie le importaban las conocidas infidelidades de Gustavo. Pero no podía quedar impune que Teresa le hubiera puesto los cuernos con su primo.

El “tribunal familiar” rápidamente decide una sanción dura y, a la vez, silenciosa, que permitirá reparar el herido honor de Gustavo: Teresa Wilms Montt, de 22 años, será encerrada en el Convento de la Preciosa Sangre. Sus dos hijas, Elisa (5) y Sylvia (3,) se irán a vivir a Limache con los Balmaceda. Es octubre de 1915 y Teresa nada puede hacer contra las machistas normas sociales que definen su destino. De ahora en adelante, su vida estará marcada por el abandono, la soledad y el destierro. Y también por la escritura, la bohemia, el amor y la muerte.

“TODOS LOS SENOS DE MUJERES HERMOSAS”

Teresa Wilms Montt entró al Convento de la Preciosa Sangre, en el barrio Brasil, el 18 de octubre de 1915. No era la única mujer que cumplía ahí una condena social decidida por hombres. Compartía su enclaustramiento con embarazadas y locas que avergonzaban a las más elegantes familias chilenas de principios del siglo XX. El encierro de Teresa duraría seis meses y por momentos le haría pensar que de verdad estaba loca. Pero no la haría arrepentirse ni menos avergonzarse de sus acciones. “Su delito fue transgredir los cánones morales y sociales de la conservadora sociedad de su época y de su clase burguesa. Su pecado, buscar espacios para la libertad de amar, conocer, liberalizar lo sexual, viajar, consumir drogas, escribir y morir”, explica Ruth González-Vergara, autora de la biografía “Teresa Wilms Montt, un canto de libertad”.

Su vida en el convento transcurría lenta. Rezaba, trabajaba en el jardín, cocía, leía y, sobre todo, escribía un diario que muestra cuán enamorada estaba de Vicente Balmaceda, Vicho, un hombre encantador y sociable pero bebedor y que, finalmente, murió de sífilis. En su diario, Teresa lo llamaba Jean, nombre derivado de una fiesta de San Juan en la que coquetearon por primera vez. Él tenía prohibido el ingreso al convento, pero se paseaba por la afueras y Teresa lo miraba por la ventana.

“Sufro, palomo mío, cuando miro las estrellas. Quisiera hacerte de ellas una corona luminosa, con rayos de luna y piruetas de sol. Por lecho quisiera darte todos los senos de mujeres hermosas que hay sobre la tierra… ¡Ay, hermoso doncel, qué triste está tu doncella! Se muere sin tus caricias de azúcar, más ricas que panal de abejas, más suaves que una mano con jabón, más ardientes que carbón en la parrilla”, escribía en su diario, incluido en sus “Obras completas”, que publicó Grijalbo en 1994.

Otra de sus preocupaciones en el convento eran sus hijas. Recibió algunas visitas de las niñas en un primer momento, pero después no supo más de ellas y lo único que tenía para recordarlas era una fotografía: “El retrato de mis hijas me produce una sensación indescriptible, me imagino que es lo único que me queda de ellas”, anotó. A medida que pasaban los meses de encierro, Teresa se convenció de la necesidad de separarse de su esposo: “Me repugna y me humilla estar todavía ligada a un indigno cobarde, que no ha sabido ser marido ni hombre decente”.

Durante ese tiempo, como ella misma lo admite en su diario, Teresa se obsesionó pensando en Vicente: “No me da vergüenza decírtelo: verdaderamente te deseo; jamás se me ha olvidado el saber de tus caricias y el encanto que ellas me producían. Cuando me encuentro como ahora en la cama, tengo que dominarme para que con la evocación de las escenas pasadas no me venga un vértigo de fiebres y me enloquezca de imposibles”. Pero después reflexionaba: “Realmente me estoy abandonando demasiado al sufrimiento de amor. Ya es vicio… ¡Cuántas noches no he despertado sobresaltada por el remordimiento de no haber dedicado en el día un solo pensamiento a mis criaturas adoradas! Todo me lo absorbe Vicente”.

FUGA CON EL OTRO VICENTE

El encierro, sumado al desprecio de sus padres (que jamás fueron a visitarla al convento), a la separación de sus hijas y de Vicho y a la negativa de parte de su esposo respecto al divorcio, fueron quitándole a “la monja fuerte” –como la llamaban en el convento– las fuerzas y las ganas. Su diario está atravesado por la idea de la muerte: “Desgarrador es estar sola. La idea del suicidio se enseñorea en mi cerebro”; “Cuántas veces pienso con verdadera sensualidad en morir”. La salud de Teresa también se fue resintiendo. Sufría fuertes jaquecas. Para eso, desde muy joven, tomaba analgésicos derivados del opio. Además, para dormir, dependía de un barbitúrico llamado Veronal. También tenía siempre a mano morfina. Y fue precisamente ese medicamento el que utilizó cuando, el 29 de marzo de 1916, Teresa intentó suicidarse por primera vez. Esto colmó la paciencia de las monjas.

Por otra parte, la familia Wilms Montt encontraba en Teresa una dificultad para concretar los matrimonios de sus otras hijas, y el marido, Gustavo Balmaceda, estaba cansado de ser el cornudo de la historia. De alguna forma, todos querían desligarse de ella. Teresa, por su parte, ya estaba convencida de que sería imposible salir del convento para vivir feliz junto a su amado Jean, que a esas alturas ya la había dejado bastante sola, y a sus hijas. Así que con algunos amigos que la visitaban comenzó a planear la huida, que, eso sí, sería apoyada económicamente por los Wilms Montt. El destino, Buenos Aires.

“Estoy resuelta a ganarme la vida como mujer, sin mancharme, y a conquistar un nombre, ya que dejaré el mío. Será horroroso partir, dejando a mis hijas, pero… yo no soy digna de ellas y no podría tenerlas a mi lado jamás”, escribió.

El elegido para ayudarla a concretar sus planes fue un amigo de la infancia: Vicente Huidobro. “Huidobro es un buen amigo de clase y clan. Son dos burguesitos que se ayudan y solidarizan; son guapos, ilustrados, pertenecen a la plutocracia, y la clase manda”, explica Ruth González-Vergara. El poeta tenía que viajar a Argentina para dictar una conferencia en el Ateneo. Para lograr la fuga, Teresa se vistió de negro y, usando el velo que entonces era obligatorio para las mujeres en la iglesia, se mezcló entre los asistentes a misa y pudo salir.

Teresa y Huidobro llegaron a Buenos Aires a fines de junio de 1916. Hoy no está del todo claro qué tipo de relación mantenían. En el diario de encierro de Teresa no hay mención alguna a Huidobro, que estaba casado y volvió tiempo después a Santiago, solo. Pero él sí le dedicó a Teresa un sugerente texto: “Teresa Wilms es la mujer más grande que ha producido la América. Perfecta de cara, perfecta de cuerpo, perfecta de elegancia, perfecta de educación, perfecta de inteligencia, perfecta de fuerza espiritual, perfecta de gracia”.

INFANCIA Y ADOLESCENCIA

Veintidós años antes, el 8 de septiembre de 1893, en Viña del Mar, nacía la segunda hija del matrimonio entre Federico Wilms y Luz Victoria Montt. La llamaron Teresa y todos se asombraban por sus enormes ojos azules. A medida que fue creciendo en el palacete estilo inglés de la familia en Viña del Mar, en la exclusiva calle Traslaviña, Teresa se fue ganando el cariño de su padre, vinculado al mundo de las finanzas, y fue perdiendo el de su madre, que sólo tenía ojos para su hija mayor. Teresa creció solitaria entre siete hermanas, educada por institutrices que la hacían escribir una y otra vez el verbo “obedecer”. En un diario de vida que redactó en francés siendo aún niña, se puede leer: “Es tan absurdo exigir que obedezca; porque soy como el mar, el viento, el sol”.

Su madre, cuando la encontraba con un libro en las manos, se lo quitaba y lo rompía. “¿Qué daño hago leyendo cuando me procura tanto placer? ¡Quiero, debo leer! Lo necesito”, aseguraba Teresa en su diario. Y lo lograba robando libros de la gran biblioteca familiar, entre ellos algunos de Baudelaire y Verlaine.

Cuando Teresa tenía 16 años, en una de las tantas cenas de gala que los Wilms Montt ofrecían, apareció un joven de 24 años: era Gustavo Balmaceda Valdés. Estaba entrando cuando escuchó una voz femenina que cantaba. Era Teresa, que apareció en la sala saludando y encantando a los invitados. Balmaceda quedó loco. Al día siguiente, Teresa hizo algo muy inusual para una mujer en aquellos años: le regaló a Gustavo una flor y así le declaró su amor. Los nuevos enamorados compartían el gusto por la ópera, el teatro y la literatura. Pero ambas familias se oponían a un posible matrimonio. A los Balmaceda les parecía que una niña Wilms no daba el ancho y a los Wilms Montt no les gustaba este burócrata que, a pesar de su buen apellido, ganaba poco. Pero a los jóvenes enamorados no les importaba esto y al cabo de unos meses de separación impuesta, Teresa Wilms, de 17 años, y Gustavo Balmaceda lograron casarse. Los padres de Teresa no asistieron al matrimonio y la abandonaron para siempre.

MATRIMONIO A LAS PAILAS

La felicidad de los recién casados, duró muy poco. Teresa y Gustavo se instalaron en un Santiago de efervescente vida cultural, que celebraba el Centenario. Ella asistía a tertulias, al teatro, a conciertos en el Municipal y al recién inaugurado Museo de Bellas Artes. En la fiesta de año nuevo de 1910, semanas después del matrimonio, recitó y cantó acompañada del piano. Fue el centro de atención y se llevó todos los aplausos y miradas. Gustavo se moría de celos y en el regreso a la casa la retó a gritos. Lo que antes le gustaba de Teresa había empezado a molestarle.

Pronto Balmaceda comenzó a llegar borracho de madrugada: le gritaba a Teresa, la amenazaba y hasta le pegaba. Incluso –cuenta Ruth González-Vergara– la apostaba en los partidos de naipes que jugaba con sus amigotes, entre ellos su primo y confidente Vicente Balmaceda. Ella, aunque de carácter fuerte, se mantenía silenciosa, pues no atinaba a enfrentar los hechos y no tenía a quién pedir ayuda. Dedicaba su tiempo a la lectura, hábito que, como antes a su madre, empezó a molestar a su esposo: “Tornaba a devorarse sin selección alguna cuanto volumen pillaba a mano. Pero no se contentaba con leer, sino que escribía…”, anotó irónico Balmaceda en su novela “Desde lo alto”, publicada en 1917. Pronto, Teresa tuvo a su primera hija y para calmar los nervios que le provocaba la maternidad, más los problemas matrimoniales, utilizaba láudano y éter.

Gustavo Balmaceda, lleno de celos y dudas, se llevó a Teresa a vivir unos meses a Valdivia y luego a Iquique, donde ella comenzó a escribir en la prensa bajo el seudónimo de Tebal y se integró a la vida bohemia, siendo la única mujer y ganándose todas las atenciones. En esas veladas, como ella misma escribe, abusaba del cigarrillo, del alcohol y del éter. “La noche era para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir… Todo el mundo me quería, un disparate mío era más celebrado que la frase más ingeniosa de Scarron”, escribió en su diario. La vida conyugal, en tanto, se iba yendo las pailas.

En Iquique también conoció la pobreza y las diferencias sociales. Visitó escuelas y hospitales y supo del horror de la matanza de Santa María de Iquique, ocurrida cuando su tío abuelo, Pedro Montt, era Presidente. Así se fue acercando a las ideas de emancipación femenina, al anarquismo y a la masonería, además de volverse cada vez más anticlerical. “Conocí lo que para las mujeres de mi clase es un misterio, la verdadera miseria material y moral… Mi alma salió pura de la prueba, pero asqueada y con un fondo de amargura eterna”, escribió.

En febrero de 1915, cuando el matrimonio llevaba 4 años, llegó a Iquique, invitado por Gustavo, su primo Vicente. Y en el norte se concretó el romance prohibido. Gustavo Balmaceda, después de tres años en Iquique, mandó a Teresa, que ya había tenido a su segunda hija, de vuelta a Santiago. Él volvió poco después y descubrió las cartas que revelaban el romance de su primo y su mujer. Entonces a Teresa le hicieron el “tribunal familiar” y la mandaron al convento.

“EN CONTORSIONES DE POSEIDA”

En Buenos Aires, después de escapar del convento, Teresa fue todo lo libre que quiso y salió de la esfera de la vida privada propia de las mujeres de esos años para participar activamente en la vida pública bonaerense: visitaba galerías de arte, librerías, cafés y teatros, y escribía. Enloqueció a varios argentinos con su belleza. Pero llevaba dentro la pena de haber dejado a sus hijas y a su amado Jean.

“Teresita fue popular en Buenos Aires: todos querían conocer a esa joven fría como los arcángeles y los nihilistas, hermosa y fuerte, con ojos maravillosos pero un poco indiferentes al amor, con algo de masculino en toda su personalidad”, escribió Joaquín Edwards Bello, otro amigo suyo de infancia.

Uno de los más interesados en conocerla fue un joven de 20 años, poeta e hijo de una aristocrática familia bonaerense, llamado Horacio Ramos Mejías, que se enamoró perdidamente de Teresa. Pero ella no estaba entonces para amores y mantuvo con Horacio una relación que a él no le bastaba. “Teresa se cuidó mucho de volver a enamorarse. Su relación con los hombres sería meramente sexual”, explica Ruth González-Vergara.

Reacia al amor, en Buenos Aires Teresa editó dos libros: “Inquietudes sentimentales” y “Los tres cantos”, muy bien recibidos por la crítica. Feliz en Argentina, guardaba un mal recuerdo de Chile. “Desde la sociedad en que me crié, no conservo nada más que ingratos recuerdos. Aquello es añejo, rancio, retrógrado… la iglesia domina aún, la separación entre la sociedad es profunda; al pobre ‘roto’ se le desprecia; entre la aristocracia, corroída como todas, y el pueblo existe un abismo insondable”, aseguró en una entrevista.

Un día de agosto de 1917, Horacio Ramos Mejías, abatido porque la chilena no lo amaba, se cortó las venas. Teresa se encerró tres días y luego guardó un riguroso luto. Horacio se convertiría en Anuarí en sus libros, donde ella lo recordaría como el ser amado que en la realidad no fue: “Te amo Anuarí… Mi boca está sedienta de lujuria. En contorsiones de poseída, escápanse de mí los aullidos desgarradores de mi carne y mi corazón heridos”.

Después de un año y medio en Bs. As., Teresa decidió seguir viaje: “Sin filosofía y sin ilusiones me embarco mañana, huyendo de una pena negra y tan negra, como que emana de una fosa recién abierta en cuyo fondo he desgarrado mi corazón”. En diciembre de 1917, sola, enrumbó a Nueva York. Durante el viaje, cuenta en su diario, un pasajero impidió que ella saltara al mar. Fue su segundo intento de suicidio.

MADRID Y EL LEÓN SIN GARRAS

En EEUU no le permitieron la entrada, quedó retenida en el barco y finalmente, a principios de 1918, llegó a Madrid. Sola y sin dinero, Teresa se instaló en la Europa de post guerra. “Dentro de la cama en esta fea pieza de hotel, me entrego por entera a mis oraciones de recuerdo”, escribió. Pronto comenzó a visitar los cafés, donde se desarrollaba la vida cultural madrileña. “En España tuve un tiempo pobre, pero fui feliz. Había amigos, buenos camaradas, amor, sinceras simpatías”, dijo en una entrevista.

En un café llamado el Pombo, Teresa conoció a quién sería su amigo y protector, el escritor Ramón del Valle Inclán. ¿Qué tenían en común? “Eran prácticamente autodidactas, lectores empedernidos, amaban el saber, la belleza. Un inconformismo latente, que en Teresa se parecía mucho al hastío, también los hermanaba. Eran individualistas, bohemios y anti burgueses”, sostiene Ruth González-Vergara. Edwards Bello fue testigo de esa amistad. Un día se reunió con ambos y luego escribió: “Era una embajadora por su charme especial, su belleza y cultura. Pero se notaba en ella un afán indómito de terminar; sus genialidades tenían la marca de ingénita desesperación… Todo en ella hablaba de la muerte; su vida es como una lucha constante por sacar el espíritu de la prisión carnal”.

En Madrid, los hombres también se enamoraban de Teresa. “¿Quién no ha estado enamorado de ella?”, se preguntaba el escritor Enrique Gómez Carrillo. A esas alturas, en Chile Teresa se había convertido en una leyenda. Huidobro ya lo decía: “Fue grande en el amor, como en el dolor…Ella sabía erguirse y proclamar con la cabeza en alto como bandera de triunfo su amor y su ideal”.

Teresa tuvo en Madrid un romance con un chileno de veinte años y buen apellido: Arturo Cousiño. “Hay algo que en el amor me agrada y es iniciar espiritualmente en la vida a los hombres jóvenes que se me acercan. Me siento maternal”, explicó en una entrevista. Pero ya estaba desilusionada del amor: “Tengo 25 años de mi vida tormentosa, que me envejece moral y físicamente. No hay entusiasmo en mi corazón, el pobre sólo sabe querer con fierezas de león sin garras… Tengo miedo, lo quiero a mi chiquillo fresco… ya me parece que lo pierdo y mis brazos caídos no podrán retenerlo en su libertad”. Dicho y hecho, Cousiño prefirió cumplir con un matrimonio impuesto por su familia.

Por ese tiempo Teresa publicó dos libros más: “En la quietud del mármol” y “Anuarí”, prologado por Valle Inclán. Firmaba entonces como Teresa de la Cruz. En 1918 volvió a Buenos Aires. “Viajar, he aquí el sueño de tantos burgueses panzudos. No saben que para estarse treinta días en el mar, hay que tener en el sangre infinito y ellos sólo tienen glóbulos rojos”. Allí publicó un libro de llamativo título: “Cuentos para los hombres que son todavía niños”. Luego viajó a Londres, Madrid, Sevilla, Córdova y Granada. Y en 1920 se enteró de que su suegro, José Ramón Balmaceda, se instalaría en París junto a sus dos nietas, es decir, con sus dos hijas.

FRÁGIL DE TANTO MARTILLEO

Después de cinco años sin ver a sus hijas, Teresa partió a París y lo primero que hizo fue mandarles regalos al Hotel Majestic. Pero todos le eran devueltos. Sara Valdés, la suegra que la despreciaba, no permitió que viera a Elisa (9) y Sylvia (6). Pero los empleados de la familia Balmaceda posibilitaron el encuentro. En los jardines del Trocadero, cerca de la Torre Eiffel, se reencontraron por primera vez madre e hijas.

“Nosotras éramos dos niñitas que no sabíamos que teníamos una madre… Estábamos sentadas entre las flores cuando apareció, con una capa y un sombrerito con un alfiler. La vi muy hermosa. Ella estaba muy nerviosa y se reía mostrando una dentadura perfecta… Nos abrazaba y besaba una y otra vez”, contaría décadas después su hija Elisa en la biografía “Un canto de libertad”.

Siempre a escondidas, Teresa mantuvo contacto con las niñas un par de veces a la semana durante alrededor de un año. Después, los Balmaceda decidieron volver a Chile y Teresa, nuevamente, se quedó sola. A esas alturas estaba ya muy cansada, aunque tenía solo 28 años. Había teñido su pelo de negro, engordado, fumaba mucho y consumía opio. Tras la partida de sus hijas, se recluyó en la pieza en que vivía, sola. A fines de 1921 ya casi no salía a la calle.

“Me siento mal físicamente… Vida, fuiste regia, en el ruido hueco de tu seno me abrigaste como el mar y, como a él, tempestades me diste y belleza. Nada tengo, nada dejo, nada pido… Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido”, escribió al final de su diario. Días antes de la navidad de ese mismo año, Teresa tomó una fuerte dosis de Veronal, el barbitúrico que usaba para dormir. Horas después le encontró agonizando su amiga Marguerite, que la llevó al hospital, pero en vano: el tercer intento de suicidio había sido efectivo. “Se fue, se fue la amiga de palabra suave y miradas de perdón. Estaba frágil de tanto martilleo y se fue”, escribió Vicente Huidobro. Sus restos fueron enterrados en París.

La aristocracia y sus ovejas negras
ENCIÉRREME A ESTA BRUJA EN EL CONVENTO

Encerrar a las mujeres en un convento era una práctica muy común en Chile durante el siglo XIX. A principios del siglo XX, como en el caso de Teresa Wilms, se mantenía como una usanza muy de la elite. Es decir, ocurría, pero no se practicaba cotidianamente. Y es que era una «tradición» no de orden legal sino cultural.

Aunque en el caso de Teresa Wilms se realizó una reunión de los hombres de la familia Balmaceda y entre todos decidieron la suerte de Teresa, eso no era necesario. Bastaba con que el esposo, o el padre, decidiera encerrar a su mujer. “Y estas tampoco eran decisiones tomadas sólo por hombres. Las sanciones tomadas por las mujeres eran tan severas como las decididas por hombres. Eso sí, siempre el castigo iba hacia las mujeres y lo que se perseguía era evitar el escándalo”, explica el historiador Pablo Artaza.

Los conventos eran los lugares ideales para encerrar a las mujeres “descarriadas”, porque lo único que pedían a cambio era una dote. “Si tú ibas al convento y le decías a las monjas: ‘Madrecita, métame a esta bruja en una celda hasta que se muera, aquí tiene la plata’, la monja la recibía”, asegura Artaza. Y agrega: “En estos casos no se hablaba de reclusión. Se entendían los conventos como lugares de ‘acogida’. Eran mujeres que, según se pensaba, tenían que corregir comportamientos y para eso necesitaban meditar, porque no estaban convencidas”.

TERESA REGRESA

Hoy, Teresa Wilms Montt está siendo reconsiderada. La próxima semana se estrena “Teresa”, película de Tatiana Gaviola basada en su vida. Y acaba de salir una reedición de la exhaustiva biografía que en 1993 publicó Ruth González-Vergara. Para algunos, es más su vida que su obra la que vale la pena atender. Para otros, vida y obra en ella son indiscernibles. Es lo que piensa Diamela Eltit: “Hay una cierta identificación entre el personaje y la obra, donde ya no se sabe qué es más determinante, si su vida, bastante epopéyica y significativa, o sus diarios. Son dos cosas muy conectadas como para leerlas de manera independientes.

¿Por qué?
-Por el tipo de transgresión que ella propuso, que fue una transgresión a su clase. Me parece una figura muy interesante que habla de los tiempos y sus limitaciones”.

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