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Mundo

6 de Julio de 2009

¿Qué es Honduras?

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POR JUAN PABLO BARROS

En 1999 la superficie se veía desde el avión como el lomo de un quiltro sarnoso. Como laucas en el pelaje vegetal, destacaban las cárcavas erosionadas por la lluvia, los derrumbes de lodo rojo y los bosques tumbados por el Huracán Micht. Cuando un país tiene mal aspecto observado desde los 8.000 metros de alturas, no es para hacerse muchas ilusiones. El nombre de la república también recuerda lo poco prometedor que les pareció a los conquistadores españoles el paraje: apenas unas “honduras” al sur de Guatemala.

Hasta hace un par de años no existía ningún hondureño que hubiese cosechado fama en el gran mundo. Claro, de Guatemala usted habrá escuchado nombrar a Miguel Ángel Asturias o Arjona, y Nicaragua tiene a Sandino, Ernesto Cardenal, Tacho Somoza y Violeta Chamorro, por mentar algunos. Incluso Panamá cuenta con el “General” y Rubén Blades. Pero nombrar a un hondureño conocido podría ser la piedra de tope si, en un arranque de creatividad, se incluyera esa categoría al jugar bachillerato. Cri-cri. Nadie. Actualmente existe un futbolista, David Suazo, que, como parte de la invasión de inmigrantes que experimenta el fútbol europeo, fue fichado por el Inter de Milán. Y claro, ahora los hondureños tienen a Zelaya y Micheletti, las últimas incorporaciones del despoblado panteón nacional.

Esta falta de lumbreras en el fondo pena al hondureño. O por lo menos eso pareciera, considerando que hace un tiempo un par de paisanos causó la burla de los internautas al publicar una encuesta apócrifa, según la cual el citado jugador Suazo sería el más famoso del mundo, por sobre Kaká, Messi o Cristiano Ronaldo.

Tampoco hay grandes lagos y volcanes, como en la vecina Nicaragua. Ni pintorescas ciudades coloniales, como Antigua en Guatemala. Menos un aeropuerto moderno, como en El Salvador. Esta especie de nulidad se volvía insondable en todos los aspectos que se podían imaginar. Ya la Honduras colonial solo había sobrevivido por la explotación de un tinte vegetal nada exclusivo, el añil. El resto de la historia parecía un extraño cúmulo de nada, roto cada tanto tiempo solo por el absurdo. Ahí estaba la Guerra del Fútbol, que, no, no es un mito. Ese enfrentamiento de motivos oscuros entre las dictaduras hondureña y salvadoreña ocurrido en 1969, tras sendos partidos de ida y vuelta y un desempate en Ciudad de México, en las eliminatorias del mundial del 70.

El máximo orgullo del país es una carretera troncal, que cruza el territorio. La Honduras actual se resume en los tres puntos que esa vía une en línea recta: dos ciudades en los extremos (Tegucigalpa y San Pedro Sula) y en medio una base aérea estadounidense (Comayagua). Esa vendría siendo la Honduras obvia, porque también existe la “Honduras Exterior”: un archipiélago de resorts en las caribeñas Islas de la Bahía, al que se llega directamente, aterrizando en el aeropuerto internacional de Roatán, lo que librará al viajero del bochorno de conocer el resto del país.

Tegucigalpa, o “Tegu”, es un cráter de habitaciones cartoneras, dispuesto en un terreno ni muy sano, ni muy plano, ni muy habitable. Ciudad india, malhumorada, masiva y serrana. Los disparos a mitad de la noche retumban entre las hondonadas, rutinarios como si fueran simples ladridos de perro. La primera noche ya nos tocó ver como un taciturno ebrio masacraba la cabeza inconciente de otro parroquiano contra el suelo de aserrín de un local. El ambiente de far-west, se completa con la gran cantidad de gente que anda armada. También ayuda la nulidad de la presencia estatal. Poca policía. ¿Un semáforo? Un hospital lamentable. Casi nada, fuera de la arquitectura brutalista del Congreso, una pasarela de terratenientes a la antigua, que recuerda a los edificios de la Uganda de Ibi Amín.

Todas las noches una fila de 500 personas velaban afuera de la embajada de Estados Unidos, tratando de conseguir una green card que les permitiera escapar de uno de los tres países más pobres del hemisferio, junto con Haití y Nicaragua.

San Pedro Sula cumplía el rol de “ciudad blanca”. El mismo que asume Santa Cruz en Bolivia y Arequipa en Perú. Verduras de un clima más tropical y algunas mansiones con panderetas XL. El lugar que la elite local considera a duras penas vivible, pero que tiene que abandonar de mala gana para gobernar y hacer negocios en Tegucigalpa.

La base aérea en el corazón del país, el centro de operaciones de la Fuerza de Tareas Bravo del Comando Sur gringo, es un ícono del sumiso rol que Honduras tuvo en la historia reciente de Centroamérica. Peón bien alineado de Washington, centro de operaciones de la Contra nicaragüense y eterna república bananera, con niveles de soberanía bastante tenues.

Recuerdo una conversación que se alargó hasta el infinito. El viejo, en un paradero rural, me preguntaba de dónde venía. “¿De los Estados?” Claro, no es que debiera saber qué era Chile. Pero para él no existía nada aparte de Hoduras y los “Estados”. Los Estados Unidos. Entonces, forzosamente Chile debía ser una porción de ese país externo único. No había escuchado de Nicaragua, El Salvador, Guatemala o México, solo de los Estados. Como la serpiente hindú que rodea el mundo. Honduras se encontraba así, circundada por una banana con un autoadhesivo de Chiquita y por Estados Unidos.

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