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12 de Julio de 2009

Lola

Por

POR JAIME BAYLY

Lola cumple catorce años. Con perdón por la cursilería, todavía quedo maravillado cuando la veo. Me parece inexplicable que una criatura tan bella haya salido en cierto modo de mí, que se haya desprendido de mis genes resbalosos. Eso es lo que más me sorprende de Lola: que, siendo mi hija, sea tan distinta a mí.

Se llama Paola, pero yo le digo Lola, y en ocasiones, según mi humor o el suyo, también Paoli, Pao, Paulina, Loli o Lolita.

Si tuviera que describir los rasgos más acentuados de su carácter, diría que es una mujer (porque ciertamente no es más una niña) que sabe bien lo que quiere y que no se complica la vida. Esto es algo que no deja de asombrarme: la porfiada certidumbre de sus deseos. Desde muy niña, supo siempre expresar lo que quería y defender obstinadamente aquello que deseaba conseguir. No es una mujer que duda, que no sabe lo que quiere, que pide consejo, que prefiere que otros elijan por ella. Lola da la impresión de haber nacido ya sabiendo exactamente lo que quería. En esto, y en muchas otras cosas más, no se parece, por suerte, a mí.

No siempre una persona consigue lo que quiere, pero primero hay que saber lo que uno quiere para después intentar conseguirlo, y a Lola no le falla el instinto en lo primero (el objeto de su deseo) ni en lo segundo (el modo más eficaz de aproximarlo a ella). Puede ser un perro, un hurón, un conejo, un caballo para montarlo y dar saltos con él: Lola sabe perfectamente lo que quiere y lo dice sin esperar a que se lo preguntes, lo dice con la distraída seguridad de que ha nacido para que las cosas que desea no le resulten esquivas y le sean concedidas bien pronto.

Diría que Lola ha nacido programada para la felicidad, que sus genes sirven por fortuna a la causa de su bienestar y no conspiran contra ella. Porque no sólo es una mujer que sabe intuitivamente cuáles son las cosas que le procurarán felicidad, sino, y esto es casi tan importante como lo anterior o todavía más, sabe cómo conseguirlas, sabe cómo pedírtelas, sabe cómo vencer tus temores y reservas, sabe cómo seducirte, cómo convencerte, cómo defender porfiadamente (con una fe ciega en ella misma, en la sabiduría de sus corazonadas) lo que quiere conseguir. Así fue con el perro, con el hurón, con el conejo y con el caballo que da saltos bajo su mando. Ni si madre ni su hermana ni yo queríamos complacerla, pero ella se las ingenió para derribar nuestras resistencias y ganarnos las batallas y demostrarnos con el tiempo que tenía razón, que el perro, el hurón, el conejo y el caballo la harían feliz y, lo que no estaba para nada en nuestros cálculos, nos harían felices también a nosotros, que tanto nos habíamos opuesto a incorporar a esos animales a la vida familiar.

Esas son dos cosas (me niego a llamarlas virtudes o defectos) que admiro de Lola: la certeza de sus deseos y la terquedad para conseguirlos. Aunque uno nunca puede estar muy seguro de estas cosas (o yo nunca he sido bueno para distinguir quién tiene lo de quién, quién ha sacado la nariz del padre, las manos de la madre o las orejas de la abuela), creo que Lola debe sus rasgos más conspicuos y estimables a su madre, a la familia de su madre, una familia en la que abundan las mujeres con carácter, que saben bien lo que quieren y que saben mejor cómo conseguirlo. Son mujeres prácticas, listas, seguras, exitosas, que no se complican la vida en andar filosofando o en poner trabas a sus ambiciones, que siempre encuentran la manera de que alguien les facilite con el mayor gusto sus más peculiares caprichos y extravagancias.

Me atrevería por eso a decir (sabiendo que es temerario lo que voy a decir, porque todo es incierto, por ejemplo que este avión llegará a su destino y me permitirá estar mañana con mi hija celebrando sus catorce años) que a Lola le aguarda una vida plácida y confortable, quiero decir que no creo que se prive de nada bueno o placentero y que seguramente encontrará la manera (espero que legal, pero eso no es tan importante) de darse la gran vida, de pasarla realmente bien y hacer lo que le dé la gana. Es tan bella y adorable (ya sé que los padres siempre vemos bellos y adorables a nuestros hijos, pero en su caso parecería un hecho indiscutible) que me cuesta trabajo no imaginarla acompañada siempre de personas que encontrarán inmenso regocijo en amarla y en expresarle ese amor en cosas bien concretas, en cosas bellas y convenientes, esas cosas que una mujer como ella suele necesitar para sentirse querida y a gusto.

No siendo tan aplicada ni académicamente competitiva como su hermana mayor, y no sabiendo qué es lo que acaso querrá estudiar cuando termine el colegio, uno puede presagiar que Lola no ha nacido para estudiar y que ya encontrará la manera de cortar camino y ahorrarse esos disgustos (y en esto sí se parece a mí, que terminé el colegio de mala manera y fui expulsado de la universidad, y que nunca encontré placer en leer y memorizar lo que ciertos profesores se empeñaban en hacerme leer y memorizar: a menudo, los libros que ellos mismos habían escrito). Puede que me equivoque, pero creo que mi hija está genéticamente programada no para devanarse los sesos ni quemarse las pupilas estudiando cosas densas e inútiles, sino para vivir una vida espléndida, una vida llena de pasiones, viajes, lujos y aventuras, una estupenda vida feliz, una vida tan bella y luminosa como la serenidad angelical que irradian su mirada y su sonrisa.

Ya sé que no parece razonable creer que las personas nacen con las cartas marcadas y que unas nacen para ser felices y otras no y que no está al alcance de ninguna de ellas la posibilidad de torcer su destino. Pero en el caso de Lola creo que, sin hacer mayores esfuerzos, simplemente siendo ella misma, dejando que las cosas fluyan como deberán fluir, vivirá una vida no exenta de grandes amores y luminosas felicidades, una vida definitivamente menos contrariada que la mía o la de su madre.

Ninguna palabra puede describir completamente el carácter de una persona, pero si me viera forzado a elegir una palabra para decir cómo es Lola o cómo la recuerdo ahora (ahora que voy en este avión tembloroso para celebrar su cumpleaños), diría que es, ante todo, en cualquier caso, en las buenas y en las malas, una mujer relajada. Nada le preocupa demasiado: no le interesa ser la primera de la clase (pero tampoco la última) ni la más lista o la más graciosa ni la que más llama la atención. No recuerdo haberla visto angustiada, estresada o seriamente preocupada por algo. Todo le resbala, le da igual y le parece bien o regular. Cuando digo que la recuerdo siempre relajada, quiero decir que la recuerdo despreocupada, tranquila, confiada en su buen porvenir, en su buena fortuna, contenta y a gusto de ser exactamente ella misma, de ser hija de su madre y de tener un padre tan impresentable como yo, un padre que, sin embargo, ella encuentra curioso o divertido y al que quiere con el mismo amor que prodiga a sus animales indefensos. Relajada, así es Lola, no como su hermana, no como su madre, no como su padre, precisamente como nosotros no podemos ser. Relajada es y creo que será siempre Lola, porque ella intuye (en realidad está segura) que las cosas le van a salir bien, y esa seguridad en su buena estrella hace que, en efecto, las cosas le salgan bien, o le salgan como ella quiere, ni tan bien ni tan mal, en el justo medio para que nada perturbe su buena vida relajada.

Lola es, pues, una mujer que sabe o intuye o no duda de que todo lo que desee (incluso las cosas más extravagantes) le será concedido y que ha nacido para pasarla bien y para que las cosas mejores sean lógicamente suyas (pues así funciona su lógica: lo que me gusta será mío y nada lo impedirá). Pero no se entienda mal, no es una mujer engreída, altiva o presumida, es simplemente una mujer que sabe que ha nacido para que otros se ocupen de cuidarla y amarla y complacerla en todo, pues ella suele estar ocupada cuidando y amando a sus animales indefensos.

Lo que más me gusta de Lola es que, sabiendo como sabe que lo que desee será suyo, no le interesa mayormente nada, tal vez porque su instinto le dice que interesarse mayormente por algo suele traer molestias y decepciones. A diferencia de su hermana, que quiere saberlo y vivirlo todo, Lola no muestra interés alguno en aprender francés, en tocar el piano, en leer los libros de moda, en usar zapatos de taco (ella sabe que no es alta y no hace ningún esfuerzo por disimularlo), en destacar o sobresalir. Cuando le pregunto qué está haciendo, suele decirme nada, pero en esa palabra, nada, yo siento que se esconde una felicidad tranquila, relajada. Cuando le pregunto qué quiere estudiar, me dice que nada. Cuando le pregunto qué planes tiene para su cumpleaños, me dice que ninguno, que no le gusta hacer planes, que ya veremos cuando llegue el día y que lo mejor seguramente será no hacer nada. Cuando le pregunto qué quiere que le regale, me dice que nada, que no necesita nada. Allí radica su sabiduría: en que le basta ser ella misma para estar bien.

La infelicidad suele ser el abismo que separa lo que uno imagina que merece y lo que en realidad obtiene. En el caso de Lola, me parece que ella no pierde el tiempo imaginando que merece tal o cual cosa, ella simplemente obtiene sin dilaciones lo que le viene en gana, lo merezca o no. Eso la blinda, o eso quiero creer, contra las frustraciones y amarguras que socavan la felicidad de otras personas: que ella al mismo tiempo está contenta con nada y consigue sin esfuerzo todo.

Tal vez no sea descabellado pensar que el amor rotundo e indudable que Lola siente por ella y su destino proviene del amor no menos rotundo e indudable que yo sentí por su madre, hace casi quince años, cuando hicimos el amor y, sin saberlo, la hicimos a ella, o permitimos que ella fuese ella.

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