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18 de Julio de 2009

Las asperezas de la adultez

Por


POR RENÉ NARANJO S.

¡Quién lo iba a decir! Cuando creíamos que este invierno de descontento fílmico no ofrecería más que películas de dibujos animados y robots generados por computador, llega de repente y sin aviso la notable película francesa “Las horas del verano” (L’heure d’été, 2008). El filme, dirigido por Olivier Assayas (que partió como crítico de la revista “Cahiers du cinéma” y que desde hace 23 años construye una interesante carrera de cineasta), posee una historia bien particular. Originalmente, éste no debía ser más que un cortometraje financiado por el Museo de Orsay, sede parisina del legado del impresionismo pictórico. En el proyecto iba a participar Assayas, junto a otros tres reconocidos directores: el norteamericano Jim Jarmusch, el taiwanés Hou Hsiao Hsien y el chileno Raúl Ruiz. Finalmente, sólo Hsien y Assayas rodaron un largometraje cada uno, y es por esa razón que aquel imponente museo, y el mundo del mercado del arte, juegan un rol central en la trama de “Las horas del verano”.

Todo parte a las afueras de París, en el campo. Allí vive Hélene Berthier (Edith Scob), dama distinguida que cumple 75 años, y que ha dedicado las últimas tres décadas de su vida a cuidar la herencia artística que dejó su hermano, el reconocido pintor Paul Berthier. En el almuerzo de celebración de su cumpleaños, Hélene recibe la visita de sus tres hijos, Frederic (Charles Berling), Adrienne (Juliette Binoche) y Jérémie (Jérémie Renier) y de sus respectivas familias. Es una tarde plácida junto a la naturaleza y bajo el sol, en la que, no obstante, aparecen las sombras de la muerte y la duda de quién quedará a cargo del importante patrimonio artístico, que incluye también la hermosa casa donde en ese momento comparten tres generaciones.

A partir de este conflicto netamente moral, y con un pie en el pasado y otro en el presente, Assayas elabora un filme inteligente y dinámico, apoyado en un guión agudo (“¿El futuro es hacer zapatillas baratas con trabajadores mal pagados?”, pregunta por ahí Adrienne), una expresiva fotografía basada en la luz natural, y en una cámara muy activa, que siempre relaciona a los personajes y los pone en relación con su entorno físico. En medio de este delicado realismo, todo lo que ocurre en la casa de campo tiene que ver con los sentimientos y los afectos, en tanto lo que ocurre en París posee un tono mucho más frío, legal, racional. Y pese a la impresión inicial, la protagonista no va a ser la crepuscular Hélene, sino su hijo mayor, Frédéric, profesor universitario reconvertido en escritor a quien le va a corresponder enfrentar la ardua labor de decidir el destino de la casa y su valioso patrimonio.

Mediante su sobrio trabajo de puesta en escena, Assayas convierte a los objetos de arte de la colección familiar (entre ellos, pinturas de Corot, de Odilon Redon y finos muebles art nouveau) en genuinos personajes secundarios, tan vivos como los de carne y hueso. Se obtiene así un instante magnífico, cuando uno de los escritorios de la casa pasa a las galerías del Museo de Orsay. Desalojado de su lugar funcional, y en exposición como “pieza de museo”, el mueble parece muerto, disecado, sin alma, en lo que resulta ser una poética reflexión sobre la unión secreta de lo artístico y lo humano.

No es la única figura retórica que existe en el filme. En un sutil y atractivo quiebre generacional, que tiene como eje a la inquieta hija adolescente de Frédéric, Assayas connota la casa de Hélene para que evoque, poco a poco, una metáfora de la mismísima Francia (atención con el gran plano-secuencia visto desde dentro de la vacía residencia), en la que la juventud no se hace cargo de su pasado y prefiere hacer vista gorda con él, para sólo soñar con un presente de descompromiso. Lo interesante es que el cineasta no mira este desapego como algo necesariamente negativo. Quizás, con el rabillo del ojo, lo percibe como un alivio necesario para hacer frente a las asperezas que supone la adultez.

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