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3 de Agosto de 2009

Plegarias no atendidas

Por

POR JAIME BAYLY

Hace diez años, una noche de junio, me invitaron a una fiesta gay en la mansión Vizcaya de Coconut Grove. Al tiempo que los anfitriones me dejaban saber que se trataba de una fiesta muy exclusiva a la que asistirían gays millonarios como Calvin Klein y David Geffen, me informaron minuciosa y enfáticamente de que debía ir vestido de blanco por completo, de los zapatos al sombrero o la gorra si se me ocurría llevar la cabeza cubierta, dado que dicha fiesta llevaba el nombre de White Party.

No por rebelde, sino porque no tenía pantalones ni zapatos blancos y carecía de vitalidad o espíritu glamoroso para salir a comprarlos, me vestí de negro y pensé que no me dejarían entrar por violar el estricto código de etiqueta nívea. Tal vez porque me reconocieron de la televisión o porque pensaron que me había vestido de negro para hacerles un desplante nihilista o porque creyeron que mi reticencia a disfrazarme de blanco tenía que ver con que no me sentía del todo gay sino sólo en parte, los suaves y fornidos señores que permitían la entrada de unos y echaban a otros sin miramientos me saludaron con simpatía y me dieron la bienvenida a la mansión.

De pronto me encontré en medio de un enjambre jubiloso de querubines afeminados, travestis emplumados con las bocas ahítas de carmín, señores distinguidos que bebían champagne delicadamente y recios varones de brazos marineros, todos en perfecta comunión o reverencia al dios que adoraban esa noche, el color blanco inmaculado y purísimo, un blanco que refulgía, un blanco tan blanco como el de la nieve recién caída antes de ser pisada, un blanco que parecía, por lo mucho que resplandecía con una textura fosforescente, un color que ellos se habían inventado y yo no había visto antes.

Comprensiblemente, me sentí incómodo y fuera de lugar, me sentí una mancha humana, me sentí un intruso que contaminaba tanta felicidad translúcida, risueña y apretujada, alguien que afeaba la fiesta con sus vaqueros gastados, sus zapatos negros y su barriga insoslayable. Sentí además un número no menor de miradas reprobatorias que desdeñaban con un mohín torcido menos mi ropa desafiante que mi panza bochornosa.

Poco duré en la fiesta. Ya me iba cuando advertí que estaban expulsando de la mansión a un joven fornido, de corta estatura, vestido de negro. Apuré mis pasos y lo saludé y elogié su buen gusto. Nos hicimos amigos. Era alemán, hablaba inglés perfectamente, trabajaba como modelo a pesar de no ser alto, se llamaba Harry (o así dijo que se llamaba y yo no le creí porque aquella noche había en el ambiente un cierto aire falso a felicidad simulada, esforzada, posada).
Hacía ya unos años que me había divorciado y vivía solo en Miami y esperaba con creciente impaciencia la oportunidad de irme a la cama con un hombre atractivo, sin pagarle ni jugarme la vida. Harry pareció esa oportunidad que había esperado dos o tres años: era joven, guapo, divertido, tenía un lindo cuerpo y cara de chico bueno y por suerte no sabía quién era yo, no me había visto nunca en televisión ni había leído las ficciones más o menos chapuceras que había publicado. Tanto mejor.

Me ofrecí por eso a llevarlo a su apartamento en Hollywood, al norte de Miami. En aquella época conducía una camioneta verde que entonces encontraba elegante y ahora me parece espantosa. Harry me contó que vivía entre Berlín y Miami, que venía a Miami cuando le salían trabajos como modelo, que estaba ahorrando para retirarse en unos años del agobiante mundo de las fotos y las pasarelas y las sonrisas impostadas y dedicarse a lo que en verdad le interesaba, estudiar medicina. Quería ser un doctor, un doctor alemán, y, aunque apenas tenía veintidós años, decía estar harto de la vida itinerante del modelo que no puede engordar y tiene que exhibir un catálogo de no menos de ocho sonrisas, todas falsas por supuesto.

Nunca había hecho lo que me permití aquella noche: conocer a un extraño, llevarlo a su casa, entrar en su casa invitado por él, beber unos tragos y terminar en su cama. Siempre había pensado que confiar en un extraño, por simpático que pudiera parecer, era correr un riesgo excesivo, pero esa noche no me lo pareció o Harry me gustó tanto que neutralizó mi sentido de la prudencia.

Pasó lo que tenía que pasar, y como lo que pasó no fue tan placentero como había pensado que sería (no por culpa de Harry, sino por incompetencia o impericia mía), me quedó un mal sabor, una sensación de desasosiego, confusión y vértigo sobre mi destino incierto. Lo cierto es que, tras despedirnos, conduciendo aprisa por la autopista de regreso a casa, sentí que había esperado dos o tres años ese encuentro con aquel muchacho encantador, y las escaramuzas o refriegas eróticas a las que nos habíamos entregado me habían dejado inesperadamente decepcionado y triste, como si hubiese idealizado una forma de placer que, en realidad, no era tal cosa, no era el goce o el deleite o la fruición que mi imaginación había prometido, era algo bastante más mediocre y predecible, unos movimientos o posturas que incluso me habían resultado en cierto modo indecorosos, como si no hubiese sido capaz de dejar de observar con espíritu crítico lo que estaba haciendo con ese joven modelo.

Por supuesto, no era la primera vez que me iba a la cama con un hombre, pero ésta era sin la duda la peor de las decepciones que había vivido en ese territorio peligroso, el del amor entre varones. Mi memoria registraba unas pocas noches de intoxicación feliz: una noche con un músico en un apartamento sin muebles, una o varias noches con un actor en el mismo apartamento ya con muebles, una noche fallida con un camarero francés, ninguna noche más a pesar de mi fama de promiscuo y libertino (ya se sabe que a menudo se escribe de lo que no se pudo vivir, de lo que se hubiera querido vivir).

Al llegar a casa llamé a mi ex esposa y le conté lo que me había ocurrido y creo que rompí a llorar y ella me consoló y me dijo que siempre había estado segura de que lo mío con los hombres era sólo una confusión, un trauma o una herida provocada por la mala relación con mi padre. Humillado por mis dudas y mi confusión, le pedí a mi ex esposa que volviera conmigo, que me diese una nueva oportunidad, que esta vez las cosas serían distintas. Me dijo que no convenía atropellarse, que ella estaba saliendo con un estudiante de medicina, hijo de un ministro, y que no quería interrumpir esa relación, y dijo además que no quería sacar a nuestras hijas del colegio en Lima y me aconsejó que fuese al siquiatra y que me tomase un tiempo para saber bien quién era y qué quería.

Llamé entonces a mi madre y le pedí que viajase a Miami a acompañarme unos días. Mi madre, siempre tan generosa, no dudó en subirse al primer avión. Pasó un par de semanas conmigo. Como era previsible, se alegró cuando le conté que no había encontrado el placer que estaba buscando aquella noche con Harry. Me dijo que yo era un varón, un varón heterosexual, un recto varón heterosexual, un pío y recto varón heterosexual, y que todas mis dudas al respecto se despejarían rezando, confesándome y asistiendo a misa con ella todos los días.

Por una vez, para variar, le hice caso a mi madre. Fui a misa con ella todos los días, le pedí a Dios que borrase de mi mente las apetencias prohibidas y me encaminase en el amor a mi ex esposa y me confesé con un sacerdote de la parroquia católica de la isla, que me pareció tan afeminado que sospeché haberlo visto en la mansión Vizcaya, vestido de blanco, y que por supuesto me conminó a contarle en detalle mis escarceos eróticos con varones, unos juegos que ahora me parecían viciosos, extraviados, y de los que me arrepentía muy de veras.

Mi madre me recomendó que visitase a una siquiatra amiga suya. De paso por Lima, la visité. La señora siquiatra me dijo con mucho aplomo que la homosexualidad no existía, que yo estaba confundido y aturdido, que debía tomar unas pastillas antidepresivas, hacer mucho deporte y olvidarme de las dudas puramente ficticias sobre mi identidad sexual. Tú eres un hombre, no puedes convencerte de que eres una mujer porque no lo eres, tienes que aceptar que eres un hombre y que por lo tanto te gustan las mujeres, dijo la siquiatra.

Calculo que mi fervorosa cruzada por borrar todo vestigio o residuo gay que hubiese en mí y convertirme en un recto varón heterosexual duró como mucho un par de meses. No exagero si digo que hice mi mejor esfuerzo. Oré, me ejercité, ingerí hormonas, lloré ante un cura afeminado, le rogué a Dios que me enseñase el camino. Entretanto, mi ex esposa y mi madre me arengaban a no desmayar en la lucha por rescatar mi virilidad perdida y la siquiatra me recetaba cápsulas hormonales para aniquilar al chico suave y confundido que habitaba en mí desde que tenía uso de razón (y uso de esas partes que no gobierna la razón).

Fue entonces cuando Harry me llamó una tarde, me dijo que estaba de paso por la isla, vino a mi casa, me regaló unas galletas de chocolate que había horneado él mismo y me sugirió meternos a la piscina. Esa tarde luminosa, viendo a Harry deslizarse en el agua azulada con olor a cloro, perdiéndome en su sonrisa, comiendo una galleta más, confirmé sin la menor duda que no tenía que besar ni tocar a un hombre para saber que la proximidad de un chico como él era algo que me hacía curiosamente feliz. Y no había Dios ni madre ni ex esposa que justificase renunciar a esa felicidad esquiva y en cierto modo ficticia, pero tan parecida por otra parte a la felicidad que sentía cuando me encerraba a escribir ficciones. Quizá, después de todo, uno no era esto o lo otro, uno podía convertirse en la suma de ficciones que era capaz de urdir para escapar de la mediocridad católica y avinagrada de la vida misma.

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