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Opinión

12 de Septiembre de 2009

Agustín Edwards Mac Clure biografiado por Gonzalo Vial: El oficio del taxidermista

Alfredo Jocelyn Holt
Alfredo Jocelyn Holt
Por


POR ALFREDO JOCELYN-HOLT

El libro de Gonzalo Vial es un distractor de atención. Lo que verdaderamente interesa es la historia de El Mercurio estos últimos cincuenta años, no los anteriores cuarenta bajo Edwards Mac Clure.
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Se cuenta que en el Antiguo Egipto, cuando el embalsamador alcanzaba su máximo dominio de la técnica, y se le encomendaba un faraón difunto (uno de esos grandes soberanos digno de pirámide apoteósica) era costumbre enterrar al maquillador junto a su señor. Podía ser que el cadáver requiriera de asistencia de último minuto rumbo al más allá –tener que, quizás, ajustarle la mandíbula, mantener fresca y estirada la piel, encajarle de nuevo un ojo caído–. Consciente de semejante honor, el taxidermista se esmeraba en hacer un buen trabajo –podría tratarse de su última gran obra en vida– extrayendo todo lo que oliera a podredumbre o a entraña corruptible, llenando de aserrín las cavidades torácicas internas y dejando sólo el pelaje envoltorio superficial. Mira, mira, qué plácido se ve el “tatita”, dejémoslo dormir en paz.

Los taxidermistas son también como esos vendedores de lotes en “parques del recuerdo” donde invertir a futuro, llevar a la familia el fin de semana y, de paso, “visitar” a los abuelitos, por supuesto que agusanados después de un rato, pero ¡shhhh…! no arruinemos la ilusión, mira, mira, qué bien cortado y regado está el pasto, todo verde, en orden, y eso que no parece sepulcral. Un legítimo deseo. La vida, llena de humanas imperfecciones, puede querer verse a sí misma y perpetuarse en imágenes favorables, vestida con su mejor traje dominguero, recién planchado e inmaculado. Tratándose de un “tatita faraón”, candidato a santo, prohombre, héroe de plaza o patriarca modelo, con mayor razón.

VIAL NO ES REMBRANDT

Pero, ¿dónde rayamos la línea propiamente histórica entre la mitificación que suelen demandar el oficialismo de turno, los hijos agradecidos que ponen la plata, las segundas o terceras generaciones de nietecitos orgullosos de su prosapia pompa-fúnebre, los secuaces del líder político fundador, y lo que cierta necesidad mínima de rigor desmitificador recomienda de la indagación histórica para que ésta siga siéndonos útil?

Uno lee la biografía de Agustín Edwards Mac Clure de Gonzalo Vial y se lo pregunta. En efecto, ¿por qué el actual Agustín, director de El Mercurio, le encomendó semejante tarea a Vial? Una pregunta para nada insidiosa. El autor reconoce, en las primeras líneas de su libro incluso, no haber logrado la altura suficiente que merecía el personaje. Extraña manera, autoconfesa, de prevenirnos que lo que viene no vale tanto la pena a no ser que el propósito sea intencionalmente ideológico coyuntural, como siempre ocurre con Vial.

Vial, desde luego, se especializa en historias por encargo, mandadas a hacer. Vial no es Rembrandt; si fuésemos en exceso generosos con él, quizás Boldini. Escribió una historia del Senado para la cámara alta, otra de la Sudamericana de Vapores para Ricardo Claro; una biografía de Prat para la Armada, y otra de Pinochet, quien fuera su otrora ex-jefe (Vial fue ministro de Educación de la dictadura). Ayudó a redactar, además, dos otras dos publicaciones oficialistas: el marco histórico para la Comisión Rettig y el Libro Blanco. Este último, texto fundamental que sirvió para justificar la primera y más brutal cacería de la dictadura, urdido anónimamente cuando todavía ardían las brasas en La Moneda, basado en documentos falsos (nadie salvo sus autores los ha podido revisar después) sobre un supuesto complot previo, el “Plan Zeta”, que el golpe habría abortado.

Un pecado para nada de juventud. A la fecha Vial tenía 43 años; había sido un frontal opositor, director de dos revistas de trinchera (Portada y Qué Pasa) en contra de Allende y de la Unidad Popular, y tenía detrás suyo, además, todo un historial de compromiso duro católico-nacionalista que nunca ha pretendido ocultar. Su displicencia es proverbial. Frente a críticas que sabe que no puede responder (y eso que tiene fama de polemista), asume un aire pontifico-mercurial, impermeable, más allá del bien y del mal. Simplemente, no contesta. Una pose con que pretende parecer “independiente” aunque la suya jamás haya sido una postura individualista, solitaria, carente de redes o padrinazgos en qué apoyarse.

Él sabe que su punto de vista doctrinario (el nacional-católico integrista) nunca ha sido representativo de la derecha tradicional. La vieja elite, de la cual es muy despreciativo, ha sido siempre más liberal y cosmopolita que conservadora franquista, y la jerarquía eclesial, tanto más a la izquierda y “progresista” que la derecha. Por eso, un tanto huérfano, recurre a alianzas tácticas. Con Pinochet porque es un antimarxista furibundo; con el gobierno de Aylwin porque la Comisión Rettig sirvió para asentar el consensualismo Boeninger-Correa funcional a una transición frenada y pactada; y, por último, con la empresa de El Mercurio porque ahí (en especial La Segunda) se apiñó el grupo Portada (Cristián Zegers, Hermógenes Pérez de Arce y él mismo).

UN HISTORIADOR CERO ANALÍTICO

Pero su simpatía para con El Mercurio es más profunda, afín a un espíritu compartido, conservador y autoritario. El Mercurio muestra una línea continua, sin quiebres dinásticos, que se consolida y potencia bajo la dirección unipersonal de Edwards Mac Clure durante 44 años (1897-1941); luego le sigue un período más corto, el de Edwards Budge, hasta 1956; para, finalmente, recabar en un reinado aún más largo, el de Edwards Eastman (1956 a hoy día), en que una de las principales fortunas chilenas decimonónicas se esfuma, aunque el diario y mayorazgo permanecieran anacrónicamente bajo ese único dominio personal, el del actual Agustín. Anacrónico porque no se ha debido al mismo tipo de sustento financiero poderoso anterior sino a evidentes condiciones políticas favorables a cierto propósito oligopólico comunicacional que concibiera tempranamente Edwards Mac Clure fundando y extendiendo la red de periódicos y publicaciones desde Valparaíso a Santiago, y desde ahí, al resto del país. Base que se potencia y exorbita con lo que políticamente viene después. ¿Qué hubiese sido de la empresa El Mercurio sin la dictadura militar, la censura sistemática, la desaparición de otros medios, en fin, la falta de competencia? Y eso que la empresa se dice tan favorable a lógicas de mercado.

Por supuesto, Vial no se hace cargo de esa historia; se limita únicamente al período todavía libre de suspicacias en tal sentido. El Mercurio, por cierto, tampoco se ha mostrado abierto a que se haga una historia como las hay respecto a casi todos los demás grandes diarios de equivalente peso y prestigio. De hecho, ha impedido celosamente cualquier estudio de ese tipo. Los vetos que ejerce frente a quienes lo auscultan u osan criticarlo no debieran ser, a estas alturas, ningún misterio, si no fuera de que es prácticamente imposible volverlos públicos dado que el mercado comunicacional chileno es oligopólico y “el decano” aún inspira respeto sacrosanto entre los otros medios, para qué decir los gobiernos de turno. La dictadura, seamos francos, a pesar de todas sus proyecciones y continuidades últimamente, se ha desdibujado más que la línea editorial mercurial.

Pues bien, ahí es donde entra y hace su trabajo Vial. Él escribe un mamotreto de 450 páginas, justo cuando el diario puede que esté atravesando una encrucijada sucesoria; cuando se han ido acumulando, aunque tímidamente, críticas a El Mercurio (v. gr. Sunkel, Uribe, Monckeberg, Echeverría, Agüero); y, cuando diarios como éste pasan por graves problemas a nivel mundial (fin de grandes empresas familiares, baja de lectores, competencia de otros medios y soportes, crisis económica, pérdidas por 6 millones de dólares el año recién pasado…). En el fondo, se recurre a un historiador convencional, anecdótico, cero analítico, que no va a hacer ninguna pregunta difícil; por el contrario, con su desparpajo olímpico va a pasar por alto cualquier escollo o cuestionamiento incómodo, y puede concentrarse en una “época de oro” donde todo iba relativamente viento en popa, guardando, por supuesto, las apariencias de un trabajo en serio, con el rastrilleo correspondiente de papeles en archivos familiares, siempre una fuente sospechosamente parcial.

Nada, en todo caso, que se compare a lo que Gay Talese hiciera respecto al New York Times, Ricardo Sidicaro sobre La Nación de Buenos Aires, Sir Harold Evans sobre el Times de Londres, o, ya en un plano estrictamente de historia de dinastías plutocráticas, que se equipare a las investigaciones de Peter Collier y David Horowitz sobre los Rockefellers, William Manchester sobre los Krupps, Ron Chernow sobre los Warburgs, o Niall Ferguson sobre los Rothschilds, por solo mencionar a algunos. Dudo que Vial haya oído siquiera hablar de este tipo de libros de historia, y si supiera de ellos, no los leería.

Mi impresión, por tanto, es que el libro de Vial es un distractor de atención. Lo que verdaderamente interesa es la historia de El Mercurio estos últimos cincuenta años, no los anteriores cuarenta bajo Edwards Mac Clure que es lo que nos entrega Vial y El Mercurio-Aguilar.

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