Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Cultura

6 de Octubre de 2009

Chile, buen aniversario

Por


POR RAÚL ZURITA

Yo miro y veo por todas partes generales alegrías y entusiasmos al acercarse cualquier ocasión de festividades, y yo en mi ser, en lo íntimo de mi ser, no siento ni siquiera el contagio de esa alegría ni de ese entusiasmo. Más bien siento tristeza. Compañeros y compañeras: hagamos votos, y a la vez aportemos grandes esfuerzos, para que en el tercer siglo de vida de esta república haya desaparecido todo vestigio de inmoralidad, todo sedimento de injusticias, y sin dolorosas transiciones lleguemos a vivir en un verdadero y completo estado de felicidad y amor. La felicidad reinará donde no haya injusticias. El amor reinará donde no haya desigualdades.

Quisiera creer en ese Tricentenario. Ahora hay poco que celebrar y, salvo el Museo de la Memoria, la pobreza de construcciones simbólicas de este Bicentenario habla de una tristeza encarnizada. Es lo que registra la poesía de hoy, el arte, las canciones.
No se abrieron las anchas alamedas, y estamos a un tris de que las viejas encarnaciones regresen, pero ahora legitimizados por un golpe blanco que llamamos democracia. Arrastrado por esa trama de vanidades y autismos de una generación cuyos componentes jamás se resignaron a los papeles secundarios, el nuestro parece un Bicentenario de espectros. Borrosos fantasmas levantan borrosas caricaturas de Salvador Allende, en nombre de un pueblo que los desconoce hasta lo hiriente. Otros apelan a lealtades ya demasiado traicionadas. Que quede claro: no dudo de su honestidad, de lo que dudo es de su deshonestidad. Los que están al frente son todo menos fantasmas. Si ahora triunfan, el Bicentenario será el decorado de una escena anunciada.

Pero hay otra cara, es enfrentar lo no dicho y un Bicentenario no es un mal pretexto.
Es el autodaño. En 1998 un país estupefacto presenció por cadena nacional de televisión lo inconcebible: el dictador que encarnó para el mundo toda la crueldad y abyección, asumía como Senador Vitalicio, en el que es uno de los dos hechos más humillantes de nuestra historia, el otro fue asumir la defensa de Pinochet en Londres, y que hicieron que se pasara del sueño de una épica a la pesadilla de una agonía avergonzante. Allí termina la transición, no fue frente a la democracia, fue frente a Pinochet, y el regreso de sus actores con un poder infinitamente mayor que el que tenían en dictadura, se ha convertido en un hecho inminente. Las derrotas en los símbolos son siempre la antesala de las derrotas en el mundo, y quienes capitularon entonces, presidente, ministros, no entendieron que allí ya estaban descritas sus fantasmagóricas reapariciones de hoy. Insistieron. No entendieron que la única forma de revertir la vergüenza era abrir las alamedas y no inmovilizarlas, que había que permitir nuevas voces y cantos y no cercarlos. Nuestros últimos cien años están terminando con esa tristeza radical.

Porque en síntesis, lo feroz es que en vísperas del Bicentenario, al ver que la avenida se llama 11 de septiembre, un poeta norteamericano de visita me pregunte si el nombre es un homenaje a las víctimas de las torres gemelas, y que por unos segundos la vergüenza me haya impedido desmentirlo.

Pero esta tristeza terminará. Los cien años que vienen serán un nuevo canto o no serán nada. Hay una posibilidad, una variable desconocida que hace cuatro meses nada hacía presagiar. Pero si ahora no es así, algún día otros verán el fin de la tristeza y aunque no quede nada de nosotros, algo nuestro estará también allí mirando. No habrá entonces que esperar otros cien años para celebrar, porque cada milímetro de este país y cada segundo de la vida serán una celebración y un reinicio.
Una celebración que ese otro héroe suicida, Luis Emilio Recabarren, no pudo conocer cuando el 3 de septiembre de 1910, en medio de las fiestas del primer centenario, leyó su conferencia “Ricos y pobres” de la que transcribí un párrafo al comienzo de estas líneas y a las que el pudor me hizo cambiarle el siglo. La esperanza de Recabarren era el nuestro.

Notas relacionadas