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Cultura

1 de Noviembre de 2009

Bostezos

Tal Pinto
Tal Pinto
Por

Las islas que van quedando
Mauricio Electorat
novela
Alfaguara

POR TAL PINTO
Existen novelistas que se prueban el traje de bufón justo cuando es más conveniente seguir con la tenida de escritor. No me refiero a la digresión constante y a los “asides” teatrales que abundan en la narrativa desde que Laurence Sterne decidió que retardaría el desenlace del “Tristram Shandy” utilizando todos los medios que tuviera disponibles, sino más bien a los intentos algo pueriles y seguramente narcisos de algunos novelistas por hacer aparecer en alguna página, cualquier página, su ingenio.

“Las islas que van quedando” tambalea precisamente porque su narrador, Mauricio Electorat, confunde los límites entre realismo y novela del yo sin un plan determinado, a menos que ese plan sea el tratar de ser lo más chistoso posible. Hasta exactamente la página 200, la novela relata con moderada sobriedad la relación que mantienen en Barcelona Julián Soler, Sorel para los amigos, escritor argentino no escaso de talento, y Boris Sandoval, aspirante chileno a poeta, intransigente lector de poesía medieval, que eventualmente se convierte en el albacea de una novela póstuma de su amigo, titulada, naturalmente, “Las islas que van quedando”. Pero es en esa página en la que Electorat pierde definitivamente el control, cuando en un diálogo extraído de la novela de Soler, éste increpa a Electorat como si increpara a su conciencia, que “esta es su novela” y que por favor “salga inmediatamente de ahí”. De ahí en adelante la presencia de “Electorat” se vuelve perceptible en cada giro estilístico, por lo general inflexiones irritantes del tipo o “¿en qué estábamos?”, o el encabalgamiento seguido de tres sinónimos (una de las tretas más manidas que existen), y la segunda parte de la novela no es más que una frustración irritante seguida de otra.

Lo que el Electorat autor quiere hacer notar con la intromisión del “Electorat” autor es la relación entre literatura y futuro. La inconclusa novela póstuma de Soler anticipa la realidad de su lector, Boris, quien irá, primero inconscientemente y luego atento a las simetrías entre la ficción y la realidad, viviendo los acontecimientos de la novela. La anticipación narrativa es aquí ejecutada con descuido, apilando historia tras historia sin que éstas tengan el debido reflejo en la vida de Sandoval, transformando “Las islas que van quedando” en un amasijo de relatos vagamente atados entre sí cuya única función es en algún grado demostrar el veraz cliché que la realidad imita a la ficción.

Es difícil tomar con demasiada seriedad esta desordenada novela sobre la anticipación cuando hay escritores latinoamericanos, como Piglia en “Respiración artificial” o Juan José Saer en “El río sin orillas”, que lo han hecho con muchísimo mayor éxito. Así, incluso, a pesar de que “Las islas que van quedando” quiere exhibirse formalmente como una novedad (su uso de las variaciones del castellano es confusa y desafortunada), no es más que un tributo de anticuario a “Los detectives salvajes”.

El bufón aparece en el escenario y consigue sacar algunas risas, pero en ninguna de sus cuatrocientos páginas desaparece el autor entrometido, descortés, que usa todos sus medios para seducir al lector y apenas consigue que éste bostece con fingido interés.

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