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Opinión

4 de Noviembre de 2009

Blancos e indígenas se investigan mutuamente

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Acaba de morir a los 100 años de edad el etnólogo y sabio francés Claude Lèvi-Strauss. A continuación reproducimos un pasaje suyo, seleccionado del libro que narra sus viajes de investigación, Tristes Trópicos. Una reflexión sobre la manera, muchas veces brutal, en que nos interesamos por los otros y los conocemos.
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Por Claude Lèvi-Strauss
Para medir el carácter absoluto, total, intransigente de los dilemas en los que se sentía encerrada la humanidad del siglo XVI hay que recordar algunos incidentes. Los colonizadores enviaban comisión tras comisión a la Española (hoy Haití y Santo Domingo) con el fin de determinar la naturaleza de los indios —unos 100.000 en 1492 y reducidos a 200 un siglo más tarde— que morían de horror y repugnancia por la civilización europea más aún que por la viruela y sus golpes. Si realmente eran hombres, ¿eran los descendientes de las diez tribus perdidas de Israel? ¿O mongoles llegados sobre elefantes? ¿O escoceses llevados siglos antes por el príncipe Modoc? ¿Eran de origen pagano o se trataba de antiguos católicos bautizados por santo Tomás y caídos después en la herejía? Tampoco estaban seguros de que fueran hombres y no criaturas diabólicas o animales. Así lo pensaba el rey Fernando, ya que en 1512 envió esclavas blancas a las Indias Occidentales con el único fin de impedir que los españoles se casaran con indígenas, que estaban muy lejos de ser criaturas racionales. Frente a los esfuerzos de Las Casas para suprimir los trabajos forzados, los colonos se mostraban no tanto indignados cuanto perplejos: «¿Cómo? ¿No podemos servirnos de bestias de carga?».

De todas esas comisiones, la más justamente célebre —la de los monjes de la Orden de San Jerónimo— nos conmueve por un escrúpulo que las empresas coloniales olvidaron totalmente desde 1517 y por la luz que arroja sobre las actitudes mentales de la época. En una verdadera encuesta psicosociológica, concebida según los cánones más modernos, se sometió a los colonos a un cuestionario para saber si, según ellos, los indios eran o no capaces de vivir por sí mismos, como los campesinos de Castilla. Todas las respuestas fueron negativas. Se decía que, en rigor, quizá sus nietos pudieran serlo, pero los indígenas eran tan profundamente viciosos, que cabía dudarlo. Por ejemplo: huían de los españoles, se negaban a trabajar sin remuneración y, sin embargo, llevaban su perversidad hasta el punto de regalar sus bienes; no aceptaban a sus camaradas a quienes los españoles habían cortado las orejas. Y como conclusión unánime: «Para los indios valía más ser hombres esclavos que animales libres». Un testimonio algo posterior pone la nota final a esa requisitoria: «señalando que los indios comen carne humana, no tienen justicia; van completamente desnudos, comen pulgas, arañas y gusanos crudos… No tienen barba, y, si por casualidad les crece, se apresuran a cortársela» (Ortiz, ante el Consejo de Indias, 1525).

Por otra parte, en el mismo momento y en una isla vecina (Puerto Rico, según el testimonio de Oviedo), los indios se esmeraban en capturar blancos y hacerlos perecer por inmersión; después, durante semanas, montaban guardia junto a los ahogados para saber si estaban o no sometidos a la putrefacción.

De esta comparación entre las encuestas se desprenden dos conclusiones: los blancos invocaban las ciencias sociales, mientras que los indios confiaban más en las ciencias naturales; y en tanto que los blancos proclamaban que los indios eran bestias, éstos se conformaban con sospechar que los primeros eran dioses. A ignorancia igual, el último procedimiento era ciertamente más digno de hombres.

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