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Opinión

10 de Noviembre de 2009

Debate: 3 egóticos y un señor que iba pasando

Juan Pablo Barros
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Por Juan Pablo Barros

Por lo menos el de ayer fue un debate cuerpo a cuerpo. Un debate en el lodo. O un debate grecorromano, en el sentido de la palabra que se asocia a los cachamales (no a la oratoria, ni lo piense). Por lo menos, digo, porque como televidente frívolo siempre se agradecen los momentos de incomodidad; los chascarrillos, las caras desencajadas por una súbita insolencia o por un recuerdo de las navidades pasadas. Sí, como programa de tele funcionaba, salvo por el sepulcral silencio del público, que hizo echar de menos a las barras bravas que siempre acompañan a estos caciques en sus desplantes.

Como momento pensado desde la lógica de la televisión, el debate se centró en subjetividades, emociones y analogías. Defectos, envidias, modelos a seguir y ese tipo de sobremesas que funcionan el diván de Alfredo Lamadrid o en la entrevista con una copa de vino en la mano, junto al inefable Luchito Jara.

La frivolidad propia del formato le dio pase a Frei para gargarearse con los siempre manoseados problemas reales “que a la gente realmente le importan”. Poroto en su cartilla de bingo y aplauso del perro de Pavlov. Pero el estilo del debate tuvo interés. Para un espectador morboso es siempre divertido ver a hombres grandes -con bastante poder casi todos ellos- comportarse como si estuvieran en una entrevista de trabajo de la que dependiera su vida: “Mi defecto es que soy tan perfeccionista”. “Soy tan puntual y responsable que doy rabia”. “Yo no puedo dejar de pensar en cómo resolver los sueños de mi pueblo, soy una lata”. Y así.

Sólo un caballero que iba pasando, Arrate, mientras exponía su virtuoso defecto cerró los ojos y se vio a sí mismo pintándole el mono e hiriendo a personas que él quiere. Puede que haya sido simplemente oficio de su parte, pero siempre asoma como la única persona infiltrada en este escuadrón de cybors. Yo le creo cuando instintivamente se indigna por las sandeces de Piñera sobre los libros buenos y los libros malos. Lo visualizo retando a un sobrino pánfilo que le hizo un desprecio a su biblioteca; un poco alterado por la estolidez de un imberbe que, paradojalmente en este caso, ya peina canas.

Marco Enríquez cayó en un pozo de arenas movedizas en este debate. Cachorril y ansioso. Ya hace rato que venía dejando en claro el punto de que es contestatario y ganoso. Así que era de suponer que tocaba sacarse brillo como político serio y con capacidad para ser un pomposo repleto de temperancia: lo que llaman un estadista. Pero no. Hay mentiras peores en Piñera que no poner los logos de los partidos en sus carteles. Queda como un potrillo majadero y no impacta mucho. Luego dice algo de unos asesores con intereses creados, pero se queda ahí. Chao.

Piñera, un verdadero carrusel de emociones visuales que intenta gobernarse a punta de frases de cortesía, eslogans y refranes. Se olfatea el sudor frío en su espalda. No puede controlar, ni ante las cámaras, sus gestos instintivos de hombre autoritario y despótico. Le lanza altanero la foto a MEO, y es fácil imaginarlo despreciando el informe redactado por un subalterno. Se interna en un jardín lleno de contradicciones al intentar explicar su tema con los libros. Por un lado dice que la gente sabe elegirlos por sí mismas, pero que no puede hacerlo en la librería, sino que en base a un extraño sistema de formularios y listas estatales. Luego viene con eso de los libros malos, en un país en que un buen porcentaje de la población ni si quiera tiene uno en su casa. No había estudiado esa parte del torpedo y lo hace pésimo, porque es más un recitador de retahilas -o un vendedor de autos usados- que un hombre de ideas que fluyan.

Y Frei… Jugó a hacerse el cuerdo, el proclamado… el inevitable. Se comportó como un viejo candidato del PRI mexicano. Luego de las últimas encuestas, que apenas lo empinan por los 27 puntos, encontró la paz mental y se siente el legítimo depositario del dedazo concertacionista. Mensaje rutinario del mal menor, modesta labia funcionaria e inercia encarnada. Pero ahora perfumado todo de distensión y relajo. Evitó los golpes. Darlos y recibirlos. Quizá, descontando al bueno de Arrate, ganó el debate por ser el boxeador más distante y el que más levantó los brazos, como si hubiera triunfado por K.O. Político mecánico y predecible, resultó cumplidor.

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