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Opinión

11 de Diciembre de 2009

Para que gocen las monjas

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

POR PATRICIO FERNÁNDEZ

Faltan poquísimos días para la elección, y entre la gente no se siente pasión alguna. Casi todos tienen su voto decidido, pero nadie quiere gritarlo. Será una votación “a pesar de…”. Cuesta encontrar gente entusiasmada, comprometida enteramente con su candidato, formando parte de un sueño, o algo por el estilo. Imagino que ha de haberla entre los más cercanos a sus círculos de confianza, pero si quieren la verdad, he conversado con algunos de esos círculos, y ni siquiera allí se percibe la convicción a que estábamos acostumbrados. Algo de cálculo menor ronda en todas las conversaciones políticas del momento. La mayoría tiene buenas razones para votar por su elegido, pero apretando apenas la tuerca, exponen su cara negra. “Cara negra”, en realidad, suena demasiado dramático; digamos, mejor, sus inconvenientes. Piñera no fascina a los piñeristas. Lo apoyan a pesar de… Sus compañeros políticos y empresarios, salvo excepciones, no terminan de considerarlo border: parte de ellos, pero ajeno; inteligente, pero atarantado; trabajador, pero impredecible. Sólo unos pocos gritarán ¡victoria! a voz en cuello cuando el 13 de diciembre se lean los resultados que lo den por ganador en la primera vuelta. Habrá alegría, por supuesto, pero poca euforia. Él no representa a cabalidad la alternancia que el mundo conservador pretendía. Los miembros de su claque más cercana, por otra parte, ya sea porque son demasiado liberales y personalistas, y crean convencidamente que ellos lo harían mejor que él, o bien porque conocen sus debilidades, tampoco terminan de apasionarse. Ronda en torno suyo el virus de la desconfianza.

En el caso de Frei, ni qué decir. La Concertación más dura no puede creer lo mal que eligió a su candidato. Lo consideran mejor que al resto, pero saben que no era el hombre para este momento. Su aporte es bajísimo, si no nulo, a la energía que aún respira en el alma de la coalición. Son muchos los que piensan que al final del día no es tan mala esta casa, aunque haya mil arreglos que hacerle. Votarán por Frei seguros de que hacen lo correcto, pero con desgano. Ni siquiera ponen las manos al fuego por lo que suceda después. El virus de la descomposición corroe sus filas. Los cercanos consideran que la campaña ha sido pésima. Pocos explotarán de felicidad al saber que Frei –hijo de Frei– pasó a segunda vuelta. Si lo separan más de diez puntos porcentuales de Piñera, ahí sí que veremos caras largas. Profesionales honestos perderán su trabajo, y otros deshonestos quedarán cesantes. A destiempo, antes de la cuenta, un politólogo que en paz descansa habló de la ceremonia del adiós. No sabía, al parecer, que hay culturas en las que se vela por años el cadáver. Ahora tiene fecha la fiesta de despedida.

Arrate es una buena manera de tomar la tangente. No es estar en contra del curso de las cosas. Es, aunque de un modo atenuado, lo que ayer fue la Gladys o McNeef. Un voto en contra desde adentro; un te quiero, pero no tanto; para el hombre o la mujer casada, una versión mejorada del amor posible, una especie de amante imaginaria incapaz de reemplazar a la pareja de dos décadas. Según dicen, los comunistas no lo soportan, lo que no tendría nada de raro, porque Arrate pertenece al socialismo histórico, y como ya pocos saben, entre socios y comunachos hay una rivalidad más vieja que el pan. Por mucho que lo pretenda, no es el candidato del pueblo ni lo bastante loco para andar proponiendo revoluciones absurdas. Su cultura lo vacuna de caer en proclamas incendiarias. Sabe, como todo padre de familia, que no se quema una casa sin gran dolor para sus habitantes. Los suyos lo quieren y respetan, pero saben a ciencia cierta que concursan por un tesoro inexistente fuera de un mapa con los bordes quemados. Votar por Arrate es aceptar una derrota de manera elegante.

Marco es una luz abochornada. Quienes lo quieren, sospechan. Sicológicamente hablando, algo tiene de Piñera. La soledad de su proyecto lo traiciona. Para buena parte de sus seguidores, ojalá hubiera sido otro quién recogiera la corona que tomó. Simboliza malamente todo lo que muchos hubieran esperado que sucediera durante esta elección: el atrevimiento que no dispara a sus espaldas; la admiración por el prójimo más que la pelea por el voto del lejano; el sentimiento social más que el sentimiento político; las nuevas confianzas construidas antes que las viejas despreciadas. Ha sido, no obstante, el gran héroe de estas elecciones. Sin él, la contienda hubiera sido tan aburrida como un suflé. Ayudó a que los homosexuales estuvieran al centro del debate y, si bien reculó, en su momento apoyó el aborto y la legalización de la marihuana, atrevimientos que sus estudiosos de encuestas, una vez que apostó a ganar, le recomendaron sacar de la pauta. Su jingle es, por mucho, el más pegajoso, pero convengamos que en esta pasada no hay jingle que valga, porque nadie conoce ni le interesa nada. Marco tiene muchos votos, pero pocos amigos. Debió haber apostado a todo lo contrario, pero la historia es así, misteriosa y desconcertante, y, en momentos como éste, exitante como un chiste de monja.

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