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Opinión

7 de Enero de 2010

Fábula para la segunda vuelta: Sobre tratar con candor a los rapaces

Pepe Lempira
Pepe Lempira
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POR PEPE LEMPIRA
Foto: JPB

Hubo una cosa de mi santa madre que nunca atiné a comprender. Un segundo: a toda la dudosa fanaticada de ambos candidatos (se me antoja que son puros palos blancos pagados), le prometo que finalmente todo tendrá que ver con la segunda vuelta de la elección presidencial. Pero, primero, volvamos a la santa madre de quién escribe…

Imagine veredas repletas de útiles escolares. Un marzo lejano, pesadillezco para cualquier niño. Tanto como la música de Jappening con Já que clausuraba los domingos, anunciando el inevitable deber de lustrar unos zapatos negros que prometían convertir al mismo niño en burócrata miniaturizado. Compras, vitrinas, regateo y esas cosas que impacientan a los hijos de sus padres. Mi madre insistía en preguntar al vendedor la verdad sobre los productos. ¿Y esas suelas están cosidas o pegadas? ¿Y estos pantalones duran? “Pero por supuesto… claro que sí… le diría si es que no… es un trabajo de primera… se ve tan bien el niño” respondía el dependiente. Mientras, el pequeño observaba la escena metido en casposo vestón, que parecía confeccionado con pelusa cosechada en millones de ombligos de personas que no se duchan.

Lo curioso es que siempre interrogaba sólo a dos tipos de vendedores: los que parecían sumamente agobiados por la necesidad de vender y los que tenían evidentes actitudes depredadoras. Ese que se hacía presente y le birlaba al nuevo la clienta, apenas notaba que ésta tenía que comprar basura para muchos niños.

Por el contrario, los únicos que le podrían haber respondido la verdad (“no, señora, son saldos rechazados de fábrica… no, el pescado está un poco pasado”) eran precisamente los otros; los malos vendedores… el nuevo que recién había sido corrido por el tiburón de la tienda, los trabajares descomprometidos, los que estaban de paso, los que quisieran haber estado en otra parte… los reemplazantes.

Pero no. Aparentemente necesitaba confiar en quienes nunca le dirían la verdad. O por lo menos calmar su desconfianza piediendoles una opinión con tono confidencial. “Voy a creerle” sentenciaba en voz alta, y se dirigía a cancelar a la caja.

Para mí aún es un misterio. Supongo que la escena despertaba una de las máximas sensaciones de impotencia y vergüenza ajena que un niño puede experimentar. Tener la certeza de que la madre se deja engañar por un mentiroso de cuarto enjuague, predecible y completamente transparente en su total falta de honestidad.

“En este país, sólo la generosidad iguala en tamaño a la rapiña”, me dijo hace poco un alemán curagüilla que vive en el cerro Ramaditas de Valparaíso. Luego se tomó otro trago.

Y de eso se trata todo. Amigos, cada tanto escuchamos que Chile es una nación de ladrones. Y todos hemos oído que en cierto país escandinavo existen esos carteles que dirían “si ve a un chileno robando, déjelo, así es su cultura”. Puede ser. Pero yo agregaría. Este país no está lleno de ladrones. De lo que está repleto, es de gente que se deja robar. De ingenuos, que quieren creer que la desconfianza hacia un ladrón evidente, es envidia a sus millones. O de otros, que pueden creerle lo que sea al vendedor desesperado, que no ha podido deshaceserse de su stock de ruedas de carreta. Comprendo más a los segundos, en todo caso, aunque leo con un poco de pena las declaraciones públicas que firman en masa por estos días.

Pero hoy ya no hay impotencia ni vergüenza ajena por todos los que necesitan creer en un sueño tan falso como esa estrella de macramé, diseñada en una oficina de Isidora Goyenechea. La mayoría es sólo gente buena, de esa que no se explica en qué momento fue que se la cagaron. Como los adorables argentinos que reeligieron a Menem, mientras cualquier observador imparcial se daba cuenta de que eso no era un presidente; era un mafioso. Por algo siempre que nombro a mi madre digo que era una santa.

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