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Opinión

27 de Enero de 2010

Jugando al papá y a la mamá

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Por Juan Claudio Alvarez.

Hace ya más de una década y media, estuve viviendo en la casa de una de mis tías, en la popular población de La Pincoya, en la comuna de Huechuraba. Tocó la suerte de que, en ese momento, estaba estudiando Psicología y, entre otras cosas, debía revisar la Teoría de las Relaciones Familiares. Una cosa que se nos enseña es que los niños se comunican con el dibujo y el juego. En este contexto, me tocó presenciar algo que me dejó pensativo un buen tiempo. Se trataba de tres niños, el más pequeño un varón, y los otros dos un niño y una niña de edad similar. Jugaban todos juntos frente a su casa, por lo que supongo que eran hermanos. Jugaban (¡cómo no!) al papá y la mamá. El menor hacía las veces de hijo. El padre llegaba del trabajo, y discutía con la madre y la golpeaba. Y ella, también golpeaba al hijo. En el transcurso de la más de media hora en que estuve observándoles desde la ventana, me di cuenta de que la estructura del maltrato ya estaba en ellos, sirviéndose de sus vidas para seguir reproduciéndose como un bucle infinito. En este mismo contexto, pude empaparme una vez más de las explicaciones populares al Golpe de Estado (o Pronunciamiento Militar, según se ubique Usted a izquierda o derechas, y siempre y cuando acepte Usted que los militares pronuncian y se pronuncian a mordiscos de encía dolorosa). Se decía, en el entorno de las familias que habían apoyado el golpe (que, en contra de lo que quiere creer la izquierda, fue bastante numeroso) que había demasiado desorden, y que los que habían muerto bien muertos estaban porque “algo habrán hecho” o “no eran blancas palomas”, queriendo decir que no eran inocentes. Un mito extendido es el Plan Z, una mentira bien hilada por los militares para justificar la matanza. Se decía que quienes apoyaban a la Unidad Popular tenían listas negras, y “los matábamos a ellos, o ellos nos mataban a nosotros”. Incluso, las metáforas ocupadas por los militares aludían a una lógica quirúrgica: había que “extirpar el cáncer marxista”; y también: se trataba de una “guerra irregular” (con lo que querían decir que era una guerra articulada fuera de las reglas de la guerra), había que “eliminar al enemigo interno”. Todo esto, a la luz de los niños maltratándose en sus juegos, me olía en el imaginario popular a que ciertos niños se habían portado muy mal, y ya que el derecho a golpearlos era parte de lo cotidiano, a algunos no bastaba con golpearlos. Había que torturarlos, e incluso a algunos matarlos. Y más aún. Algunos eran tan malos, que ya ni siquiera se les podía sólo matar y darle a sus familias el derecho de enterrar a sus muertos, portadoras como eran de la ignominia del enemigo interno. Tenían que desaparecer. Pinochet era un padre golpeador en toda regla.
A lo largo de los años, sigo viendo cómo esta lógica del maltrato se reproduce una y otra vez. Siempre se articula de la misma manera: primero, la víctima es despojada de su humanidad y transformada en monstruo (“no eran blancas palomas”, “algo habrán hecho”, “eran terroristas”), de tal manera que su victimario queda transformado, por el sólo hecho de enfrentársele y matarle, en héroe. La tortura es un agregado que, en este mecanismo, intenta reparar el daño que provoca el monstruo, al privarle de una muerte rápida y extender su agonía “para que pague por lo que ha hecho”. Tal como ocurre en todos los casos de perversión, el victimario no tiene Ley. Él mismo ES la Ley encarnada. Y como tal, debe tratársele como a un santo. El victimario pasa a ser el avatar de un orden sobrehumano, se le incensa y rinde pleitesía: se le dedican himnos (la segunda parte de la Canción Nacional vale para ello), títulos honoríficos (el benemérito, etc.), e incluso se le exime de culpa si exhibe otro tipo de bajezas (por ejemplo: en el caso de los Pinocheques, las cuentas en Suiza y los paraísos fiscales, ya más de alguien ha dicho “todos han robado…”, como si lo supuestamente común del hecho lo volviese menos deleznable). En fin: que un asesino, ladrón y mentiroso, acaba transformado, en héroe, santo… y lo otro, bueno, haremos la vista gorda. Ha salvado al país de un baño de sangre (cuando, en concreto, han sido ellos mismos quienes han sangrado y torturado al país y por lo tanto, no sólo no lo han salvado sino que lo han sumergido en el mismo baño sangriento). La víctima, por otra parte, pasa a ser pretexto del héroe. No puede haber héroe sin enemigo al que derrotar a través de la gran gesta. La aparición de la víctima justifica el lugar del héroe, y con ello la imagen de la Patria como el lugar desde el cual se generan hombres heroicos.
Detrás de todo esto, sigo viendo a esos niños jugando al papá y la mamá, y las lastimosas justificaciones de sus padres y madres al golpearlos: les golpeo porque son mis hijos. El golpe es sello de propiedad. Las espinas más espinosas del amor paterno-filial, alrededor de la flor venenosa que floreció cada vez que nos golpearon “para que aprendas”, “porque te quiero mucho”, “porque te portaste mal”. Más de alguna vez recuerdo haber visto casos atroces de niños a los que sentaron en una estufa para que dejaran de orinarse en la cama, porque para ello “son mis hijos”. Si a todos nos hicieron la misma putada, ¿quiénes son estos enanos recién llegados como para no pasar por lo mismo?
Y no digo todo esto sólo atendiendo a la lógica común de estos días, en donde la derecha vuelve a ganar las elecciones presidenciales, y los que callaban, avergonzados, frente a la evidencia de los crímenes de la dictadura, han vuelto al acecho, denostando de manera irreproducible la memoria de los que murieron víctimas de nuestra propia locura como país. También lo digo por la izquierda y su desenfreno fascista al cantar a voz en cuello que la tortilla se vuelva “y los pobres coman pan, y los ricos mierda, mierda…” El odio sigue engendrando odio, y cuando la tortilla se vuelva habrá otros comiendo pan, y también faisán, y también habrá de los otros que comerán mierda y menos que eso. Nada habrá cambiado, excepto los títeres que, entre oropeles y harapos, nos escenifican una y otra vez la misma triste tragedia. Todo esto también se aplica, lamentablemente, al que le da una paliza a otro por ser del equipo contrario de fútbol, o a los que insultan y agreden gratuitamente a homosexuales y lesbianas sólo porque toda la vida ha sido así, y porque través del insulto quien insulta se está diciendo a sí mismo “yo no soy de esos, soy de estos otros, de los que insultan a aquellos”, y le está diciendo a los otros que deben cumplir con el lugar de víctimas que en ese momento la cultura les asigna. A estas alturas, me pregunto si, más que un Presidente de la República, no necesitará Chile de un buen psicoanalista en La Moneda que sepa restañar las heridas supurantes de este país en forma de diván deshilachado. Porque, si bien es cierto no nos sienta bien a los que no somos de derecha que Piñera ganase las elecciones, al fin y al cabo de eso se trata el juego. Si no hay alternancia, una de las patas de esa mesa que se llama democracia se rompe y todo cae al suelo. El punto es otro: la derecha de este país debe demostrar, ya que ha vuelto a La Moneda, que el horror de la dictadura también le ha significado una reflexión sobre su propia locura. Si Chile no hace esto, mejor sentémonos a esperar a ver cuándo surge el siguiente Pinochet y el siguiente enemigo interno: el uno se necesita al otro, surgen siempre juntos jugando al mismo juego, en el mismo podrido rincón en que esos niños jugaban al maltrato del papá y la mamá.

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