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LA CALLE

25 de Febrero de 2010

Yumbel: El carrete católico ya no es lo que era

Pepe Lempira
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Por Pepe Lempira

En estas semanas estamos a medio camino entre las dos fiestas de San Sebastián de Yumbel; la grande, del 20 de enero, y la chica, que se celebra el 20 de marzo. Celebraciones que, se estima, llegan a reunir fácilmente a medio millón de devotos en cada una de sus dos versiones. Una muchedumbre que llega de todos los rincones de la VIII Región y más allá, a depositar mandas y dineros en el vientre de la Santa Madre Iglesia.

Se trata de un carrete producido cuidadosamente en fechas claves, relacionadas con las faenas agrícolas (como la cosecha del trigo). Esto asegura que los campesinos de la zona lleguen a Yumbel con los bolsillos tan llenos como puede ser posible.

Hasta hace no mucho tiempo, los años 80, fue una fiesta de verdad. A la misma plaza de armas del pueblo llegaban fondas, carpas de circo y legiones de rameras a alegrar al ceniciento campesinado católico, que venía de sangrar sus rodillas en las procesiones y mandas. Las amables cortesanas del placer besaban las llagas de estos religiosos hombres de campo, cual magdalenas piadosas. Sus invaluables servicios se expedían a cambio de un porcentaje menor, considerando la danza de millones que llega de a chauchas al pueblo.

Los más viejos se miran y sonríen al recordarlo. En privado, todos guardan sus recuerditos nostálgicos de cuando San Sebastián hacía que del cielo llovieran putas. Si se les pregunta en público, todos (cura, alcalde, viejos y niños) concuerdan en que era como mucho lo que pasaba antes en Yumbel. Agregan, con resignación, que es una suerte que ahora el pueblo sea más tranquilo. Una opinión sostenida con más vehemencia por el conjunto de las doñas tremebundas locales; devotas tal como las dibujaba Pepo en Condorito. Mujeres de mantilla y bigote, que se visten con una coqueta capita roja y amarilla (los colores de la bandera española*), identificándose como integrantes de la cofradía del santo ensartado de flechas.

Hubo un punto de inflexión; un antes y después para este pueblo. Y la culpa de ese cambio la tiene el decreto más olvidado de la dictadura. Uno que firmó Augusto Pinochet como parte de una ruma de papeles rutinarios. Se imponía la ley seca en los principales santuarios del país (La Tirana, Andacollo, Lo Vásquez y Yumbel) durante los días de fiesta. No se sabe si a pedido de la jerarquía religiosa o por iniciativa propia.

Sin lubricante, los devotos de Yumbel súbitamente perdieron el valor ante las putas. Lo que hace suponer que la profesión más antigua del mundo no era tan vieja como se creía, remontándose sólo a la época en que se descubrió el copete.

La última vez que yo fui, apenas vi unas botellas de cerveza y vino en el comedor de la parroquia, a la hora del almuerzo de los sacerdotes y monjas. Cerrando un ojo, también se podía conseguir algo –poca cosa- con los posaderos locales. Pero la fuerte presencia policial y la falta de ambiente desanimaban el comercio clandestino “en regla”.

Pero hubo más cambios. Antes, por ejemplo, la Iglesia cumplía cabalmente su papel de anfitriona hospitalaria, reservando un amplio sitio para que la muchedumbre pudiera alojar a sus anchas. Allí la parroquia mandaba a matar algunos animales, para emular el espíritu de productor de eventos que exhibió Jesucristo en las bodas de Canaán y alimentar al rebaño.

La Iglesia ha dejado de dar albergue y comida. Este servicio se ha reemplazado por un frío comedero techado (casi siempre vacío), en el que voluntarias entregan el nuevo regalo de la jerarquía: agua caliente para tomar té. No hay permiso para dormir allí. Lo mismo que sucede con la caminata juvenil al santuario de Santa Teresa de Los Andes, donde la cosa ya no es “con quedada”, como medida para prevenir el embarazo adolescente.

Hoy, en Yumbel, los fieles llegan y se van como en una eficiente cinta transportadora. Ésta corre entre el potrero, en que se estacionan los buses rurales; pasando, luego, por la imagen del santo y un especie de gimnasio con ranuras gigantes en la pared, que hacen las veces de alcancías para las ofrendas de los devotos. Luego el visitante se interna por la feria de chuchería, donde se puede gastar el poco dinero y tiempo que sobró. Tras cumplir este circuito, el visitante se encuentra rápidamente de vuelta en su bus. El motor ruge apurando a los rezagados, porque hay que ir a buscar otra camionada de personas a Cauquenes o San Carlos.

Muy pocos tienen dinero para pernoctar en el pueblo. Por lo que la cinta transportadora avanza eficientemente. Esto permite un aumento sostenido del número de visitantes a lo largo de los años. Pero los que conocieron la fiesta antigua no pueden dejar de quejarse un poco. No por la falta de putas y alcohol, que nunca encuentran sus defensores a la luz del día, sino por la frialdad ingenieril con que se están tomando las decisiones. Hay buena onda pastoral y espíritu postconciliar por todos lados (como en la ñoña yincana de Sábado de Resurrección en Plaza Italia) pero la Iglesia, que saca la tajada del león en el brillito Yumbel, ha dejado definitivamente de ser una buena anfitriona.

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*Un inconciente recuerdo de los días en que en la fronteriza Yumbel colonial se invocaba a San Sebastián, patrono de los soldados, al momento de matar mapuches (indígenas de los que descienden, en mayor o menor medida, todos los fieles del santo).

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