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Cultura

28 de Febrero de 2010

2009 y la narrativa chilena: Preparándose para el Bicentenario

Por

POR TAL PINTO

El 2009 fue un buen año para la novela chilena. Alberto Fuguet publicó la novela del año, “Missing” (Alfaguara), un libro redentor, fresco y maduro, que revitaliza una carrera literaria estancada. Si fuera posible premiar un capítulo de una novela, el galardón recaería en el capítulo ocho de “Missing”, en el que Fuguet organiza el discurso de su tío al modo de largos poemas. Lejos lo mejor que ha escrito en su vida.

Los debuts de Fátima Simé y Diego Zuñiga merecen ser destacados. En “Carne de perra” (LOM) y “Camanchaca” (La Calabaza del Diablo) campea la desazón, el dolor y una voluntad deliberada de brevedad. Son relatos intensos y atrevidos, que indagan en temas universales que se han vuelto especialmente caros a la narrativa nacional: la tortura y el incesto. Simé es pulcra, sistemática, y describe con una distancia quirúrgica, quizá académica, bastante estremecedora. Zuñiga posee un raro lirismo, muy al modo de Ponge, objetivista, repetitivo: su tono es el de un adolescente quebrado y solitario, castigado por las circunstancias de su vida. Ambas novelas vuelven, tal vez de manera velada, a la partícula elemental del drama: la tragedia.

No sólo Alberto Fuguet demuestra que los miembros de la nueva narrativa, un título que con los años se ha vuelto una cadena, o un bozal, o cilicio, todavía ofrecen algo más que clonaciones defectuosas de Donoso. “La fidelidad presunta de las partes” (Mondadori) de Jaime Collyer es una farsa hábilmente montada acerca de la literalidad de los poderosos o, lo que es igual, de la incapacidad de interpretar una metáfora. Todo el crédito del mundo a Collyer por crear a una villana norteamericana de “leve parecido a Ringo Starr”. Una mujer parecida al segundo baterista de los Beatles no puede ser otra cosa que una bruja.

“Los perplejos” (Sangría Editores), de Cynthia Rimsky, tal vez involuntariamente parodia todos los espantosos best sellers históricos. Intentado escribir la historia de Maimónides, termina registrando el proceso. Rimsky puede declararse sin fruncir el ceño la heredera espiritual, y chilena, de W. G. Sebald. Una gran escritora de la intimidad.

César Farah, cuyo nombre por alguna razón sugiere a un jugador de póquer, se dio el lujo de escribir una novela caótica y ambiciosa, que no funciona del todo, es un poco predecible, y aun así escapa a la habitual medianía nacional. “El gran dios salvaje” (Emecé) es una novela promisoria.

Rafael Gumucio volvió a la novela con “La deuda” (Mondadori). Es una buena novela que se rodeó, vaya a saber uno por qué, de pequeñas polémicas sin importancia. Particularmente ineficiente, impertinente y lamentable fue la intervención del crítico español Ignacio Echeverría, quien, con un empacho insólito, esbozó la nada original teoría que la agenda de los críticos, su posición relativa en el campo cultural (la cita a Bourdieu es grosera) los inhabilitó, nos inhabilitó, de calibrar la verdadera importancia de la novela. Si la crítica de Echeverría, un lector por lo general perspicaz, tiene algún atisbo de verosimilitud, casi de inmediato habría que enjuiciarlo de la misma manera: cuántas novelas españolas fue el Sr. Echeverría incapaz de evaluar por su cercanía al objeto en cuestión y su propia agenda. La verdad es que todo el mundo tiene una agenda, inspirada a partes iguales por su proveniencia social, sus deseos de consagración y las minucias del carácter. Al final de cuentas es una defensa ineficiente, pero por sobre todo impertinente, y que opaca el verdadero asunto: que “La deuda” es un agudo relato, de entre otras cosas, los mediocres anhelos de la clase media chilena.

Como era de esperar, Isabel Allende, Hernán Rivera Letelier y Luis Sepúlveda contribuyeron con sus esperados bodrios anuales al sopor y el aburrimiento, y en igual medida al tesoro de las editoriales. La última “creación” de Isabel Allende es ilegible, algo nuevo en ella; Hernán Rivera no tiene vuelta; Luis Sepúlveda, que publicó “La sombra de lo que fuimos”, es el cuerpo vivo de la cursilería. Apenas unos pasos más atrás, está Marta Blanco y su “Memoria de ballenas” (Uqbar), que por alguna razón incierta decidió rendirle todavía otro homenaje más a Macondo. García Márquez ya tiene suficientes laureles. Cerca de las ballenas de Blanco están las mujeres solas de Marcelo Lillo.
El cuentista sureño, o transplantado en el sur, de todos modos no tiene importancia, encontró una fórmula y ahora se empecina en explotarla. Tal vez debería pensar en instalar una fábrica de patentes. Por el lado de la ciencia ficción de alto rendimiento editorial, Jorge Baradit dejó atrás su astuta y hasta agradable “Synco” para reemplazarla por la ridícula “Kalfukura”, engendro de novela juvenil. Consejo para las madres y jóvenes por igual: Verne, Barco de Vapor, Tolkien.

Cierra el buen año para la prosa chilena la publicación, que sólo cabe celebrar, del segundo tomo de la “Crónicas reunidas” (UDP) de Joaquín Edwards Bello.

Tras un 2008 olvidable, la siempre de moda Anagrama publicó tres colecciones imperdibles: “La gran trilogía”, de Gregor Von Rezzori, “Tom Ripley”, de Patricia Highsmith y los “Relatos autobiográficos”, de Thomas Bernhard. Tres clásicos instantáneos.

La gran novedad editorial extranjera es la publicación de la novela inconclusa de Nabokov, “El original de Laura”, rescatada del fuego por su hijo Dimitri. Lo mejor de la novela está en una frase: “los gordos siempre le pegan a sus mujeres”. La novela poco mérito le hace a uno de los grandes del siglo veinte, y confirma que deberían ser los escritores, bueno, a excepción de Kafka, quienes controlen lo que sale de su escritorio.

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