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Opinión

6 de Marzo de 2010

Carta urgente al corazón roto de Chile

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Por

Por Juan Claudio Alvarez

Tengo el recuerdo
de caminar por los salares
y de ver
piedra sobre piedra
esa soledad tan señalada,
sólo interrumpida
por grandes pájaros
bajando
a curvar el ala
sobre un leve turquesa de cielo
mirándose
en las láminas salobres
de un agua extraña.
Era
el desierto.

Pero yo no nací en el Norte de Chile,
sino en Rancagua,
y puedo verme todavía
caminando por Machalí
mientras mi padre
en secreto
me contaba
que en las venas ocres del cerro
la greda dormía,
paciente,
esperando
despertar
en la espiral del alfarero
o en la urgencia
que ha de taponar las grietas
de los grandes hornos
en donde el cobre ruge
su dúctil
majestad furiosa.

Mi padre era minero:
nos traía piedras blancas,
transparentes,
luminosas como estrellas,
dorados y cúbicos
caprichos de pirita,
azules,
silenciosos
rayos de sulfato.
Desde Rancagua,
mirábamos la solemne Cordillera,
presencia tutelar
puntuando desde siempre
la imagen
de mi más íntima geografía,
y nos contaba historias de mineros,
de su juventud en Sewell
en donde repartía el correo
después de horadar la tierra,
porque
sólo trabajando
puede el hombre salir de su pobreza.
Esa fue su mejor lección.

Mi madre
era peluquera.
Con sus manos diligentes
esculpía
extrañas cabezas de señora,
y con los críos al costado,
como el país
con su Cordillera,
iba de una labor a otra.
Recuerdo el pan amasado,
la tortilla de rescoldo,
la sopaipilla
engalanada
con las guirnaldas del pebre,
el sabor de su comida,
el calor de sus abrazos
repartidos entre clienta y clienta,
y sus historias de volcanes,
del Llaima
blanco como una torta
coronado por furiosas frutas de fuego,
mientras
una y otra vez
se levantaba,
llena
de una callada o cantora alegría,
constante como una abeja
que va y viene
elaborando sus panales,
para seguir y seguir
del trabajo a la casa,
de la casa al jardín,
del jardín a los llantos o a los juegos,
y vuelta a empezar.
Nunca necesitó darnos
más lecciones
que la visión de sus manos,
adorables e incansables,
bajo el cariñoso sol
de una sonrisa.

Cada cierto tiempo,
la tierra
que nos parecía tan quieta,
se revolvía
gimiendo
desde sus roncas,
desconocidas cavidades:
como una inmensa mujer de parto
tendida
de largo a largo
en la mesa de todas las latitudes,
hacía parir,
enfebrecida,
las piedras que mi padre nos traía,
el pulso de fuego
en que el volcán se nos sangraba,
las turquesas
que en los salares refulgían.
Los pájaros volaban,
el hilo de agua
vacilaba en sus pasos
sin saberse en una u otra danza,
y todo,
al parecer,
enloquecía.
Sólo la piedra noble
resistía
esta labor
de titanes telúricos
poniendo a punto la dureza,
y entonces
los abuelos nos contaban
lo que sus abuelos ya sabían:
esta tierra
aún
se está pariendo.

Esta tierra
no ha dejado de nacer.

Con las entrañas abiertas
nos labra y nos amasa,
nos requiere
nobles,
incorruptibles como las piedras del salar,
puros
como la alta voz sulfúrica
de los pillanes en el Llaima,
claros
como las manos del cuarzo
señalando el mineral.

Y entonces,
vamos!

Adelante!

Hay que lavarse el rostro
y levantarse
entre las lágrimas y el barro:
los hijos de esta tierra nos aguardan,
nos esperan
nobles como la piedra empuñada por Lautaro,
claros y valientes
como los sangrantes brazos de Galvarino,
puros
como madre y padre
abriendo la mano
para sujetar
el paso vacilante de la cría.

Recordadlo,
repetidlo
bajo la oscura campanada
que ha de entornar
los suaves párpados de nuestra aurora:

Esta tierra
no ha dejado,
nunca
dejará de nacer y renacer.

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#Chile#terremoto

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