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Cultura

12 de Abril de 2010

El terremoto como espectáculo

Diamela Eltit
Diamela Eltit
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POR DIAMELA ELTIT
Hoy, el terremoto chileno 2010 muestra, con una claridad meridiana, cuáles son los cuerpos masivamente damnificados, señala qué habitantes se debaten entre las ruinas después del temblor y se destaca, una vez más, la sobreexposición extrema que experimentan los ciudadanos que ocupan los escalafones sociales más débiles y cómo son capturados en las pantallas de televisión, que han convertido el terremoto en espectáculo.

Asistimos a lo que Bourdieu califica como violencia simbólica cuando los representantes de los medios, ubicados en los terrenos más afectados, hablan con sus voces falsamente convulsionadas ante un riesgo inexistente. Se ejerce una forma de violencia doble –tanto contra las víctimas como contra los televidentes– cuando esos medios, ubicados en “terreno”, sobrevuelan las lágrimas y el dolor de las personas para vender ese dolor y esas lágrimas a los auspiciadores de los noticiarios y a la avidez por el rating.

Para vender el dolor, una y otra vez, dejando de lado que esa persona damnificada o que ha perdido atrozmente a su familia es un sujeto completo, que tuvo una vida completa y que le es expropiada mediante una cruel fragmentación a través de las pantallas televisivas no con fines humanitarios sino para poblar comercialmente las anécdotas de una catástrofe.

Violencia simbólica, como dijo Bourdieu, cuando a esa misma persona, que posiblemente ha experimentado uno de los golpes más fuertes de su vida, se le obliga a agradecer porque le llevan comida, carpas o ropa para soportar su estado de intemperie. Se les obliga a agradecer ante las cámaras los gestos “solidarios” de funcionarios civiles o militares que cumplen una obligación por la que reciben un (quizás insuficiente) salario.

O bien los damnificados están obligados a dar las gracias a los funcionarios o al voluntariado de empresas de construcciones de emergencia que abastecen a los sectores más pobres de la sociedad. Una obligación que resulta abyecta porque esas personas que perdieron familiares o parte importante de sus bienes no han alcanzado a internalizar sus catástrofes y ese agradecimiento es completamente inoportuno, pues cada una de las víctimas del terremoto o del maremoto habitan el centro mismo de sus tragedias. Ellos viven el lugar más interno del sufrimiento y en verdad que no corresponde que agradezcan nada o a nadie después de lo que les ha sucedido.

Porque son los medios y sus pautas los que obligan, mediante la exaltación banal de una solidaridad mal entendida, a agradecer una y otra vez. O bien montan escenarios pintorescos como los regalos en cámara a un carabinero que rescató a una mujer atrapada de un edificio en Concepción que se derrumbó. Sin embargo, las compañías constructoras de esos edificios caídos o dañados no están en el centro de esos mismos noticiarios. Esas compañías permanecen en la opacidad noticiosa porque a sus dueños, gerentes o responsables de una construcción abiertamente infractora, no se les llenan los ojos de lágrimas ni menos pueden ser manipulados emocionalmente frente a las cámaras de televisión.

De esa manera, la televisión involucra a mujeres, hombres, niños o ancianos pobres, y así es como es posible leer la dimensión de subordinación que adquieren las víctimas, porque este terremoto más que abrir preguntas públicas o dar una cuenta lúcida de la terrible y peligrosa precariedad en que viven millones de chilenos, convierte la obligación social de una comunidad en mera caridad.

A partir de las imágenes proyectadas por las pantallas de televisión observamos un conjunto de comentarios estereotipados atravesados de una no convincente pesadumbre que está allí para ejercer una mirada compasiva hacia la pobreza (siempre que se porte “bien”). Una mirada “desde arriba”, esa mirada histórica que convierte al otro en menos y le expropia su subjetividad y todo su saber.

Nuevamente (y quizás hoy más que nunca) el sujeto popular es cosificado y expropiado de su ser. Su presencia en las imágenes públicas es meramente funcional, sólo es posible bajo el prisma de la caridad, una caridad que ennoblece al que la ejerce, liberándolos así no sólo de culpas sino también de obligaciones políticas. Los empresarios chilenos (una parte importante de ellos hoy gobiernan nuestro país) lavaron su imagen en la oportuna o más bien oportunista Teleton. Lo hicieron mediante la entrega de sumas insignificantes en relación a sus desmedidas ganancias y a sus increíbles capitales pero que, en la fiebre de un sentimentalismo que ya resulta intolerable, convenció a parte de la ciudadanía que se iban a resolver todos los problemas mediante cantos y lágrimas de cocodrilo.

Porque lo que este terrible y extremo terremoto ha puesto en evidencia es la escasa (por no decir nula) capacidad reflexiva de los discursos públicos chilenos, la falta de pluralismo, la derrota discursiva del conjunto de la televisión chilena y la inoculación de una emotividad primaria que propicia una cultura alienante, fundada en el eslogan y las frases clisés.

Por las redes o en las publicaciones alternativas han circulado artículos interesantes y pertinentes. En muchos de ellos se ha escrito de manera brillante (Álvaro Ramis, entre otros) sobre cómo este terremoto ha mostrado el fracaso del modelo económico que nos rige. Un modelo que se sostiene sobre una realidad extremadamente vulnerable, engañosa, fundada en una desigualdad de tal magnitud que al primer remezón deja ver que en Chile la pobreza está ahí, ahí mismo.

Una pobreza recubierta por una quebradiza capa cosmética que no logra ocultar que la mayor parte de nuestro pueblo –o la mayor parte de nuestros pueblos– después de doscientos años de vida republicana apenas sí se sostienen en pie.

Y eso sí que es triste. Y en verdad que sí da ganas de llorar de impotencia.

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