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Opinión

16 de Julio de 2010

Editorial: El tiempo perdido

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Por Patricio Fernández
Sin ánimo de nada, ni mucho menos de politiquear, el fallo del caso Prats, como la magdalena de Proust, me ha llevado a rememorar, no ya con la pasión y urgencia de antes, sino de un modo casi cinematográfico, lo que fueron los tiempos de la dictadura. Terminaron hace tan poco, y de pronto parecen tan lejanos. Ha de ser que ya son muchos los chilenos que no los vivieron en plenitud. Los nacidos el año 88 están cumpliendo 22 años. La multiplicación de los productos y la compulsión por su compra y venta, de otra parte, no le deja espacio ni tiempo al pasado. Quizás sea simplemente que a nadie le gusta caminar de espaldas, ni voltearse muy seguido por temor a convertirse en una estatua de sal.

Para cuando estalló en Buenos Aires el auto en que iba el general Prats y su mujer, por estos lados la muerte campeaba. La mayoría de la población no estaba al tanto de los detalles de lo que sucedía, porque no había medios de comunicación que lo informaran, ni organizaciones que no fueran clandestinas –salvo la Iglesia católica–, que estuvieran al tanto y contaran con los recursos para denunciarlo. A mediados de los setenta yo era un escolar de overol, vivía cerca de la casa de Pinochet, frente al mismo parque, y tardé mucho en darme cuenta de que buena parte de sus habitué escondían pistolas debajo de las chaquetas. Los militares de boina negra y tenida de campaña eran para mí como son las señoras de blanco –las palomas– que venden pasteles para los niños de La Ligua. Un dato de la causa, otro elemento del paisaje. Nadie hacía lo que se le daba la gana. La noche comenzaba muy temprano y con ella morían las calles. El disimulo y la discreción servían de pandereta ante los gritos de horror que bordeaban el vecindario. Se impuso la lógica de la sobrevivencia.

En los ochenta, el descontento salió de las casas. Los apagones eran frecuentes y entonces todos encendíamos la radio Cooperativa para saber qué sucedía, aunque lo que recibiéramos a cambio, muchas veces, no fuera una respuesta acabada, sino la sensación de compañía y complicidad en la emergencia. Las velas eran parte de cualquier lista de almacén. Durante la dictadura, las velas tuvieron un protagonismo excepcional: al interior de las casas, tras los bombazos, y en las veredas y lugares de abuso, como indicadoras de dolor. Lo cierto es que rondaba mucho miedo y dolor. La cultura era un gran lamento. El vino navegado y las peñas no se llevaban bien con la algarabía. Casi no había poema sin herida ni canción sin tristeza. Bueno, las había en circuitos cómplices del régimen, donde una moda entre beata y siuticona le dio tribuna a un buen lote de artistas mediocres. Sólo a las finales del gobierno, en grupos de jóvenes rabiosos cansados de llorar, asomó un nuevo tono de protesta.

Mucho de ese aire enrarecido y gris en que los cuarentones de hoy aprendimos a andar en bicicleta, duró hasta adentrados los noventa. A finales de la dictadura hubo profesores degollados, estudiantes quemados y otros crímenes escabrosos que fueron llevados a cabo por agentes del Estado. Durante el gobierno de Aylwin, los generales mantuvieron un poder paralelo, mientras la izquierda extrema insistía en las bondades de la violencia. Los ecos de la dictadura aún sonaban fuertísimo. Continuábamos habitando un mundo de temas vedados.

Sólo la detención de Pinochet en Londres terminó con su embrujo. Se escuchó por esos meses el último grito de guerra de sus secuaces. Después vino lo de las cuentas en el Riggs, y recién ahí terminaron de cerrar la boca. Matar se comprendía, pero robar no. Su entierro, aunque numeroso, no tuvo la dignidad con que muchos imaginaron un día despedirlo. “Se muere la perra, se acaba la leva”, había dicho el dictador un día, sin sospechar que la frase le caería a él mismo de perilla.

Que la DINA sea declarada hoy una “asociación ilícita”, o sea, un grupo de individuos reunidos para delinquir, no viene sino a ratificar, algunos años más tarde, que durante casi dos décadas tuvimos un gobierno criminal. Todos sabemos que, en último término, ellos dependían del finado Augusto Pinochet Ugarte. ¿Quién se atreve a disponer la muerte de un comandante en jefe, si no quien toma su lugar? No es raro que fueran años negros. Lo raro es que al cabo de tan poco, como si el país hubiera despertado de un sueño, lo hayamos echado al olvido. Ha de ser la necesidad de seguir viviendo. ¿Se avergonzarán hoy día los que, como dijo Otero -nuestro ex embajador en Argentina-, sintieron alivio y satisfacción en esos años de nubes y fechorías?

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