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Opinión

30 de Julio de 2010

Editorial: A barajar el naipe

Patricio Fernández
Patricio Fernández
Por

POR PATRICIO FERNÁNDEZ / Foto: Alejandro Olivares
Antes existía una imagen clara de la pobreza. Era básicamente en blanco y negro, con niños sin zapatos o con zapatos rotos, de cachetes sucios, muchas veces con un brochazo de moco empolvado que arrancaba en la nariz y terminaba cerca del rabillo del ojo. Su hábitat eran los campamentos con callejones angostos, de tierra, por supuesto, y casas de tablas y cartones con piso de barro, nailon en las ventanas y una cama que nunca estaba vacía ni estirada. Las casas, por dentro, eran oscuras y húmedas, por lo general con olor a comida o a toalla azumagada. Se la distinguía fácilmente. Los turistas del primer mundo la retrataban con sus cámaras. Para estos pobres se hacían colectas de alimentos no perecibles en los colegios particulares. En invierno se juntaba ropa vieja.

De aquella precariedad extrema todavía queda algo, un porcentaje triste y marginal, pero no es de ella que nos hablan las cifras que hacen noticia por estos días, sino de otros nuevos pobres, casi todos los cuales viven endeudados, seguramente con más cosas de las que pueden pagar. Han tenido un acceso inédito, como dicen los entendidos, a ciertas regiones del reino de los bienes de consumo. A ninguno le falta tele. ¿Habrá muchos entre ellos que pase hambre, verdaderamente hambre? Supongo que muy pocos. Lo que es claro es que cuando se enferman, sufren como perros abandonados. Todo el tiempo se sabe de alguno que muere en las escaleras de un hospital, esperando que lo atiendan. Las drogas campean y debe ser harto fácil malearse tras una temporada perdido en la pasta base. Esos hasta se olvidan de comer y ni hablar de planes para el futuro. Los pobres, a fin de cuentas, siguen siendo los excluidos, los que apenas quieren porque apenas pueden, una casta que más allá de sus mejorías aparentes, sabe que vive en un país que no le pertenece tanto como a otros, y donde ocasionalmente sobra. Hay muchos sitios a los que no dejan entrar a un pobre, pero son más todavía esos a los que un pobre no se atrevería ni a pensar entrar. El encuentro humano, el diálogo democrático, acá está roto. Como antes de irse enfatizó el cura Berríos, abunda el clasismo. Este gobierno es evidentemente de tez clara. La desigualdad instalada es tal, que excede por mucho la pura brecha económica. Más de alguien dirá, con razón, que ésta última, sin embargo, es la madre del cordero, pero no deja de impresionar constatarla en otros ámbitos. En el mundo desarrollado, todos tienen más posibilidades de cruzarse con cualquiera. Acá hay gente que vive en barrios de los que nunca baja y otra que sólo sube para hacer aseos. Ni los partidos políticos ni la Iglesia ni las instituciones educacionales están siendo lugares de encuentro y discusión. El poder se halla insoportablemente concentrado. El movimiento sindical, que alguna vez tuvo una voz presente en el debate nacional, hoy se halla tan desarticulado que caben dudas de si acaso respira. Ya no existen las masas obreras, y los pobres, de hecho, pocos saben dónde están. En términos televisivos, habría que concluir que están en otro canal, aunque a decir verdad puede vérseles en todos a la hora del noticiero, donde aparecen protagonizando bestialidades. Los medios de comunicación, por su parte, le pertenecen a los mismos que son dueños de los supermercados, las líneas aéreas, los caballos de raza. Es un mundo que se conoce y frecuenta entre sí, cosa nada rara, porque siempre se producen comunidades de intereses, pero son tan pocos, que un aroma a encierro de pronto se apodera del ambiente. La Concertación no consiguió transformar las estructuras profundas del poder en Chile. Los pobres se modernizaron, cambiaron su aspecto, y no pocos ascendieron felizmente a la clase media pero, grosso modo, siguen mandando los mismos. Entre la clase media y el poder real, hay un abismo todavía más grande. Se arman escándalos por lo que gana el 10% más rico, pero se calla cuanto gana el 1 o 2% de la cúspide, y su tremenda influencia en las decisiones nacionales. Ahí están los que además de la prensa, administran buena parte de la salud, los seguros y las jubilaciones de los chilenos. Cunde la sensación entre algunos de que no basta con subirle unas lucas a los quintiles más pobres para darnos por satisfechos, ni discutir la minucia que se movió el gráfico en la encuesta Casen, ni crecer unos cuantos puntos porcentuales. Aumenta la demanda por una sociedad más cohesionada, donde los ricos no se reproduzcan en las mismas universidades de las que son dueños y sin mezclarse en el camino con los que apostarían que serán sus empleados. Nuestra larga transición postergó ciertos temas de fondo y otros los transó a cambio de tranquilidad, a veces con sensatez y otras quizás no. ¿Inmensas centrales hidroeléctricas y termoeléctricas, o más pequeños generadores de todo tipo diseminados por el país? ¿Concentración o democracia? ¿Impuestos significativos para conseguir un piso común digno, o que cada cual se las rasque como pueda? La competencia, convendremos, sólo es limpia y válida si los concursantes parten de donde mismo, o casi. Todo esto, claro, atenta contra esos pocos que prefieren los parques para ellos solos y contra un sistema que apuesta por los acaballados como motor de desarrollo. Hasta aquí nos hemos convencido de que todo se soluciona con más riqueza, sin preguntarnos siquiera cómo nos gustaría usarla. El Chile de mañana puede ser varios Chiles distintos, y si bien en todos habrá grupos de mayor y menor fortuna, hay uno en el que tener menos no tiene por qué ser un drama, ni tenerlo todo un objetivo plausible. Un país donde, como dice la Constitución, “los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derecho”. Y mueran, ojalá, del mismo modo.

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