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Opinión

13 de Agosto de 2010

Gritos en la oscuridad

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Durante la década de 1840, el científico polaco nacionalizado chileno Ignacio Domeyko, escribió tras una de sus excursiones: “Viene por fin la última pertenencia de esta veta, la mina San Francisco, que ha sido, no hace mucho, dividida en dos, San José y San Francisco… La mina toca a las últimas capas de estos mantos pintadores a los que deben toda su riqueza”. El socavón en que están atrapados los mineros tiene 170 años de edad. En sus inicios le extraían plata. “Cuando por segunda vez visité esta mina, en 1842, se estaba entonces en 106 metros bajo la superficie, y a esa profundidad la veta era todavía calcárea, margosa”, describe Domeyko. En la actualidad, los 33 trabajadores de la minera San Esteban sepultados luego del derrumbe del jueves 6 a las dos de la tarde, se hallan a más de 600 metros de la superficie. El refugio en que se supone que estarían no ha de ser muy grande, porque según la madre de Claudio Yáñez, uno de los atrapados, su hijo siempre le dijo que alcanzaba sólo para diez personas. La temperatura va subiendo a medida que aumenta la profundidad. En esas honduras el ambiente es extremadamente húmedo. Se supone –todo se supone-, que al menos tendrían agua para saciar la sed. Desde el año 2003 que los trabajadores del yacimiento San José vienen reclamando por los peligros que corren diariamente. Una nueva forma de explotación estaría debilitando aún más las paredes de ese cerro picoteado durante casi dos siglos. Es sabido que mientras más vieja, más endeble se vuelve una mina, y más cuidados requiere. Javier Castillo, secretario del sindicato de trabajadores del yacimiento, asegura que un mes atrás le hicieron saber al ministro Golborne en persona que esas precauciones no se estaban tomando ahí. “Minera San Esteban tiene un costo de 3 muertos, Minera Carola tiene 3 muertos más, Punta El Cobre también es una minera de mediana minería que está produciendo muertos constantemente”, aseguró el dirigente sindical. A muchos nos han vuelto a la memoria los relatos de Emile Zola o de Baldomero Lillo: familiares rondando la boca de un pique, convocados por una campana o el ajetreo colectivo, a la espera de un reporte que les indique si sus seres queridos están vivos o muertos. De lo que ocurre al fondo, 600 metros más abajo, todavía no se sabe nada. La sonda que va en camino de los mineros, podría tardar aún varios días en encontrarlos. Mientras tanto, no queda sino especular. Todo sucede en la oscuridad: la noche siniestra que circunda a los mineros al fondo de la tierra no les permite siquiera verse las manos. Sin un reloj que les indique el paso del tiempo, debe ser fácil perder la cordura. ¿Estarán los 33 vivos, o habrá vivos entre cadáveres, o lisa y llanamente esa mina es ya una fosa común? El SERNAGEOMIN –institución con nombre de remedio que debiera velar por el cumplimiento de las condiciones de seguridad estipuladas en la ley-, tiene apenas tres supervisores para todos los yacimientos que hay en la región. El caso de estos obreros aislados no es un hecho inaudito. Era perfectamente evitable, sólo que la lógica de la rentabilidad, que cada tanto asoma en las explicaciones de la tragedia, parece responder que tanta preocupación no justifica el negocio. Algo no funciona en esta historia: el obispo de Copiapó habló incluso de esclavitud. Vivimos en un país con rincones oscuros, de los que el “refugio” subterráneo de la mina San José, desde donde no sale ninguna voz que nos cuente lo que ocurre, se ha vuelto una metáfora macabra. Aquí la desigualdad es la que grita en silencio, desde territorios donde unos se juegan la vida, para que otros puedan pasarse la vida jugando.

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