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LA CALLE

20 de Septiembre de 2010

Vive solo en la punta del cerro hace cuatro décadas: Un chileno sin país

Macarena Gallo
Macarena Gallo
Por

• FOTOS: ALEJANDRO OLIVARES
No tiene cédula de identidad, nunca ha votado, no cree en los políticos ni en que Chile sea país de poetas. No celebra fiestas patrias y se sienta en el bicentenario. Daniel Tobar nació en Chile en 1947 (Falleció en 2018), pero de chileno tiene poco. Huyendo del chovinismo, decidió virarse literalmente a la punta del cerro, en la Quebrada de Macul. Hace 43 años es un ermitaño, un ermitaño poco ortodoxo que no tiene discurso antisocial, que posee sólo una radio portátil y una pequeña biblioteca y recibe a un puñado de amigos que lo proveen de comida y libros. Otra forma de ser chileno.


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El invierno de 1967 fue el más frío que vivió Daniel Tobar. Caminaba por la calle con apenas una chaqueta delgada. Sus antiguos mocasines importados ya no tenían suelas. Y los hoyos empezaban a develar los calcetines grises gastados de tanto uso. Su mamá lo echó de la casa por flojo. Tenía 20 años y su papá recién había muerto de cirrosis. El último tiempo había tenido una vida de mierda. Su papá malgastó la herencia familiar, pasando de vivir en una casa con piscina y nanas a un conventillo de mala muerte. Daniel no se acostumbró a esta nueva vida. En un acto de rebeldía, a los 16 años, huyó de su casa para vivir en el campo. Se fue cerca de Rapel y trabajó en un fundo donde lo explotaban. Pero no fue en vano: le sirvió para enseñar a leer a niños y analfabetos. Un año después, volvió al redil y su mamá lo metió al servicio militar, pero no se acostumbró al mundo disciplinado y correcto. Y se retiró.

COMO SÓCRATES

Cuando volvió a la casa nuevamente, su mamá lo puso entre la espada y la pared: o trabajaba para mantenerse o estudiaba una carrera con futuro. Sin embargo, quería ser como Sócrates, “quien nunca estudió, se pasó la vida filosofando en la calle y ahora es un genio”.

Así, Daniel Tobar escogió la calle como forma de vida y vivió, como queda dicho, su invierno más frío,el primero de su nueva vida. Se metía a las casas a robar panes como un animalito. Pero no le gustaba la vida de vagabundo: “Era un suicidio en cámara lenta”. Hasta que un yerbatero lo pilló deambulando y lo metió en el negocio. Con él iba a los cerros a recolectar todo tipo de hierbas medicinales que luego vendían en el mercado central. Al poco tiempo, ya estaba viviendo en uno de esos cerros. Ahí, dice, acabó su errancia. De a poco fue armando su casa de barro, un techo de ramas y un par de tejas regaladas por el dueño del terreno. De ahí que es un ermitaño. Aunque no sabe cómo se fue transformando en un hombre solitario. “Nunca me lo propuse. Se dieron las cosas para que viviera acá y me gusta esta vida. No echo de menos a nadie. Para mí la soledad es un elemento natural. No me complica. Desde chico fui medio hurañón. A mis dos hermanos los miraba medio en menos. Tenía mi propia toalla. No me gustaba que tocaran mis cosas. Desde la tierna edad, mostré la hilacha”, dice.

LA GUARIDA ACECHADA

Su guarida queda en la ladera sur de la Quebrada de Macul. Daniel escogió en su momento este lugar porque se sentiría “casi viviendo al fin del mundo”, donde no lo mirarían feo por ser pobre y podría ser completamente libre. Un pequeño oasis en la capital. Aunque con el tiempo el oasis ha ido mutando. Nunca imaginó que en pocas décadas la entrada a su paraíso se transformaría y paulatinamente se instalarían, separados por una vereda, dos mundos opuestos: la precariedad de las casas chubbies y la opulencia de la Universidad de los Andes.

En 1967, ese sector era un peladero intransitable. Llegar al lugar era casi como ir de excursión. Tardaba horas en subir cerros, caminar por la tierra y esquivar acequias para llegar a su casa. Pero la modernidad y el manoseado progreso todo lo cambian. Cuatro décadas después, todo es muy distinto. Basta tomar una micro del Transantiago, la que deja a pocos metros de la entrada al Parque Quebrada de Macul, para quedar a una hora de distancia caminando hasta su casa. La ciudad se le ha ido acercando cada vez más. Y a Daniel eso no le agrada. “La vida tranquila y de paz aquí en el cerro es una utopía”, dice. Ha tenido que dejar su refugio en épocas veraniegas para buscar, curiosamente, uno más tranquilo, alejado de la gente que llega a pasar la temporada en carpas al borde del río, cada vez más cerca de su guarida. “Ensucian todo, vienen a tirar perros, escuchan reguetón, es lo peor”, se queja Tobar. Aunque hasta ahora todavía no llegan a su casa. “Por suerte la flojera no los hace caminar más”.

VIENTOS ERÓTICOS

En esos veraniegos días de cuasi invasión, Daniel no suele hallar la concentración necesaria para sus lecturas diarias. Libros de Herman Hesse o Humberto Giannini tienen que esperar hasta que llegue la calma nuevamente al lugar.

Y es que ser ermitaño no es obstáculo para ser una persona culta, amante de la literatura. Al contrario, la soledad y el retiro propicián el cultivo: Daniel lee todo lo que llega a sus manos por parte de un escaso lote de amigos que lo visita. De hecho, ya tiene una pequeña biblioteca de aproximadamente cien libros. No discrimina nada. La lectura lo atrajo siendo un ermitaño cuarentón. Antes vivía pendiente de las mujeres y de vender hierbas en Franklin y La Vega. Pasaba más tiempo en el pavimento que en la tierra. Estaba todo el día en la ciudad y sólo en la noche se iba a su refugio en el cerro. En ocasiones, contadas con la mano, se quedaba fuera, como cuando ocurrían “vientos eróticos que me empujaban a alguna calle mala, donde salía destartalado como cuando alguien llega a la playa después de un naufragio. Y ahí mismo me tenían un mariscal para reponerme…”. Las mujeres, ahora, son caso cerrado. Daniel dice que se apagó con la edad y ya no le atraen las mujeres para acostarse. Aunque, eso sí, sigue soñando con el estereotipo barroco de mujer, encarnado, según él, por Marlen Olivarí, a quien sólo ha escuchado de nombre, pero nunca la ha visto, aunque se la imagina a la perfección. Y le gusta, “pero me di cuenta que los platos medios densos, caen mal, jajaja”, dice después, reivindicando en su vejez la flaqueza que la Marlen no representa.

Daniel nunca ha pololeado. Cuando eligió la vida ermitaña, se acabaron las mujeres para él. Pero como iba a prostíbulos a desahogarse, daba rienda suelta a su imaginación. “Qué no hice”, recuerda. Pero cuando la libido bajó, eso se acabó. “El sexo para mí era un cacho, un gastadero de plata. Y la masturbación cansa. Las revistas pornos no me agradan. Pornografía es sinónimo de impotencia. Y puede generar desviados si se torna una obsesión. Por tendencia, soy un conservador. Creo, aunque parezca contradictorio, en el matrimonio”.

Cuando se aburrió de los prostíbulos y las “máquinas sexuales”, como les dice a sus mujeres, Daniel pescó todo tipo de libros y diarios y dejó de ir a la ciudad. Hace años que no vende hierbas y subsiste con lo que le da la gente que sube a verlo. Para seguir manteniéndose informado, alguien le regaló una pequeña radio a pilas. “Voy corriendo las emisoras para buscar un poco de variedad. Escuchar sólo información me satura, así que también escucho música selecta en la Beethoven. Me gusta desde lo clásico hasta algunas cosas contemporáneas. ¿Stravinski? Lo encuentro muy bullicioso. Escucho hasta Debussy. Me gusta “La pastoral” de Beethoven. Eric Satie también”, dice.

ANTICHILENO

Daniel es un ermitaño ilustrado, fanático de la filosofía, de la historia y de la música de cámara. Está convencido de que estos gustos son los que lo alejan del chileno común que lee revistas de chismes y escucha el “desagradable reguetón”. Con los chilenos “no tengo nada en común”, asegura. Es que por mucho que haya nacido en Chile, este ermitaño tiene bien poco de chileno. No tiene cédula de identidad, nunca ha votado, no cree en los políticos, ni que Chile sea país de poetas y mucho menos cree en el Bicentenario: “no tiene sentido, es un convencionalismo más”, dice. No celebra fiestas patrias, ni nada que lo acerque a un patriotismo desmedido, cuestión con la que no se siente identificado. No está ni ahí con los chilenos mediocres que, dice, “viven pensando en el éxito, estresándose con tal de lograrlo”.

Para él, Chile en un país tropicalísimo, donde se celebra cualquier cosa. Aunque a veces la tierra puede más y Daniel se siente una pizca chileno. Pero bien a su manera. “Me siento chileno como los porotos, pero no al estilo de la curadera del 18, de la que no participo. No le encuentro sentido a festejar, si al final y al cabo, Chile nunca dejó de rendirle pleitesía a España. Es una orgía, nomás. Tomar y comer a destajo, y luego viene la resaca que no se pasa nunca”.

Aunque al margen de la sociedad, Daniel está al corriente de todo lo que sucede en Chile, nada le es ajeno. Y opina de todo lo que pasa en el país. Ni se avergüenza, por ejemplo, al decir que le gusta Piñera. “Me gusta su actitud de realizar cosas rápidamente, aunque sea avasallante y descoloque. Donde pone el ojo, pone la bala. No veo que sea mala esa mentalidad empresarial. Antes era lo mismo, pero disfrazado. No encuentro que sea un pecado aspirar a una gran casa y una piscina. Vivimos en una sociedad donde esas aspiraciones son un hecho. Ir en contra de eso es estar pasado de moda”, dice, defendiendo tácitamente su derecho a estar pasado de moda.

Sin ir más lejos, ni siquiera el drama de los 33 mineros le es indiferente. Estos días se la ha sufrido con el de Copiapó. Y se lamenta por no haberse enterado el día que dieron señales de vida. No estaba en sintonía ese día. Y tiene justificación: El domingo es el único día que se desconecta ABSOLUTAMENTE del mundo. O casi: ese día lo deja exclusivamente para compartir con sus amigos que suben a visitarlo.

Daniel Tobar es un ermitaño fuera de lo común, un chileno amistoso y para nada huraño que decidió vivir sin país; un ermitaño poco ortodoxo, que prefiere definirse como un anacoreta y que no vacila, cuando le duelen los dientes, en acercarse al mundanal ruido e ir al consultorio más cercano.

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