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Opinión

24 de Septiembre de 2010

Editorial: Aguafiestas

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Más de algo dicen las fiestas de cumpleaños sobre la personalidad del festejado o, al menos, de su estado emocional e intelectual, de su madurez, del ánimo que lo invade en el momento de llegar a esa edad. Influye mucho, por supuesto, la onda del encargado de organizar la fiestonga, pero no se puede olvidar que al responsable de ese armado lo eligió libremente el cumpleañero, de modo que es mucho lo suyo puesto en él. Durante estos últimos cuatro días de conmemoración, la gente salió en masa a divertirse. Las fondas estuvieron siempre llenas y sus visitantes gastaron hasta lo que no tenían. Los eventos públicos, los desfiles, etc., convocaron a multitudes. Afuera del Te Deum, no obstante, el control policial impidió que se reunieran muchedumbres. Entrar al centro esa mañana fue prácticamente imposible. Las autoridades ahí reunidas para orar por Chile, apenas tuvieron ocasión de encontrarse con sus representados. Supongo que planeó, durante buena parte de los actos oficiales, el fantasma de los mapuches en huelga de hambre. Algo sentí yo cuando los vi proyectados, en medio de impresionantes efectos especiales, sobre los muros y las aguas de La Moneda. Las luces fantaseaban con una historia, mientras parte de sus protagonistas actuales permanecían tendidos en las celdas de una prisión sureña, negándose a consumir alimentos, como forma última de protestar contra un trato legal discriminatorio. Con el paso de las semanas, sin embargo,- ya llevan más de 70 días sin comer -, lo concreto de sus demandas ha comenzado a sudar reclamos mucho más profundos, de esos que resuenan incluso más allá de la formulación que le den los huelguistas. Resulta que adentro de este Chile que se festeja como si hubiera nacido un 18 de septiembre por generación espontánea, la única familia de la que, finalmente, ya sea por sangre o por tradición patria, todos descendemos, se halla furiosa, indignada, y no sin razón, porque sus huachos ricachones no se cansan de tratarla con desprecio y escupirles en la cara que para ellos no valen nada. Es más, como buenos arribistas nos da una cierta vergüenza reconocernos en esos antepasados pobres. Nadie quiere ver en un mapuche a un pariente. La clase alta chilena se muere antes de aceptar que puede haber una india o un indio metido en su genealogía. A lo más estarían dispuestos a contarlo como un asunto divertido, como una anécdota pícara, dando por descontado, sin embargo, que se trató de un desliz. Otros se juran en posición de defender que en sus familias no hay ni media gota mapuche, y, en efecto, existen las que se han cuidado atentamente de no contaminarse. El resto, cuando se mira al espejo, lo empaña para no adivinar el color y las formas de su tribu originaria. Los mapuches caminaron como actores holliwoodenses sobre La Moneda convertida en pantalla cinematográfica, mientras los de verdad agonizaban fuera del guión. El recuerdo del palacio en llamas hubiera sido una escena desagradable en medio del extraordinario despliegue tecnológico. En vez de fuegos quemantes, brotaron frías flores de neón. Varios comentaron que se trató de un espectáculo de nivel mundial. En lugar de traumas, el filme exaltó la felicidad de ser chileno. La maravilla de ser chileno. Hasta la Violeta Parra sonaba dicharachera. La invitación, en el fondo, era a que todos lo pasemos de película.

El 18, en el Estadio Nacional, don Francisco animó un show que parecía cualquier cosa menos un evento de inspiración republicana. La historia reinó por su ausencia. El Chile de hoy, ese en el que nos hemos convertido, optó por no mirar atrás. El escenario, nuevamente, estaba lleno de luces de colores, luces como las de la Teletón o el Festival de Viña. A un cierto punto, Don Francisco, elegido el hombre del Bicentenario (por votación popular), gritó a toda voz y haciendo un gesto de torero: “¡Y ahora, a bailaaaar!” Hasta los mineros, desde el fondo de la mina, se prestaron para transmitir un pie de cueca.

Me cuentan que el paso de los barcos y los aviones por la costa de la Quinta Región fue admirable, tanto como ridículo e inaceptable el desfile del ex ministro Vidal en tenida de campaña sobre un tanque. El izamiento de la bandera gigante, que pesa 200 kilos, congregó a todos los ex presidentes vivos, y se convirtió en el emblema de nuestra resplandeciente unidad nacional. ¿Unidad nacional? ¿Qué dicen de nosotros estas fiestas? Arriesgo la siguiente hipótesis: que como los adolescentes, estamos llenos de excitación, ciegos de vitalidad, obnubilados por lo superficial, y distraídos. El cineasta Raúl Ruiz, cuando le preguntaron por la algarabía bicentenaria, contestó: “es para menores de cuarenta”. Suscribo la apreciación. Pasada esa edad, ya no bastan los efectos especiales. Una pura guitarra tranquila y franca puede acallar el ímpetu de mil sintetizadores. Una en la que suene no sólo la exaltación del instante, sino también los fracasos y dolores arrastrados, el crujir de los viejos, los ojos cansados que lo miran todo en perspectiva. Recién ahora, por momentos, he creído entender el lamento de los kultrunes. Sus melodías no pueden hermosearse así como así y cuando se filtran entre el alboroto, es una respiración amarga la que se deja oír. No faltan motivos para celebrar, pero confieso que no me han gustado las celebraciones. Mucha bullanga, mucho artificio, mucha parafernalia. Nos ha envuelto el ruido y la ostentación, una cierta vulgaridad, diría, algo más televisivo que terrestre, más farandulero que hondo, y sin pesar, como los programas de alto raiting, esos que distraen a las mayorías al mismo tiempo que las invitan a la satisfacción. Y ahora, ¡cállate, aguafiestas!

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