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Opinión

17 de Diciembre de 2010

Editorial Especial Anuario: 2010 ¿Y el refugio?

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Este año nació terremoteado. Cayeron casas y equilibrios de poder. Las coaliciones todavía están temblando. De un lado, por el personalismo del gobierno y, del otro, por la pérdida de un sentido. Ha sido un año dramático, y, quizás por lo mismo, develador. La historia de los mineros bajó una cámara al corazón de la riqueza chilena -¿porque de dónde, si no de la minería, viene casi todo lo que late en Chile?-, y lo que se halló fue abuso. Es cierto que las cámaras mostraron y ocultaron al mismo tiempo, como siempre sucede, pero tras la épica bullanguera del rescate, el sabor que queda, a la postre, es que hay máquinas de alta tecnología e ingenieros magníficos en la superficie, y hombres que sobreviven apenas en la profundidad. Técnicos admirados por la NASA, y ratones de laboratorio que son de la misma especie que sus experimentadores. Recién andaban viendo jugar al Manchester en Inglaterra, pero todo indica que las vidas de estos mineros a los que por varios días dimos por muertos, han quedado bien destartaladas luego de asomarse al estrellato. Cunde la sensación de que un mundo que avanza muy rápido convive con otro que lo hace a la rastra. Dicen que las fortunas más grandes del país han multiplicado su patrimonio por dos, tres o más, durante los últimos meses. Que han aumentado en no pocos miles de millones de dólares cada una. Los huelguistas de Farmacias Ahumada, mientras tanto, reclamaban que se les pagara el sueldo mínimo, más acá de los chanchullos y comisiones recibidas por engañar a los enfermos. Entiendo que otros sindicatos de grandes tiendas –Almacenes París-, por estos días, alegan lo mismo. El terremoto botó viviendas y el tsunami se las llevó para siempre, dejando en el aire, allende los dolores particulares, la pregunta de qué país queríamos construir. Los mapuche demostraron que no eran las quemas ni pedradas las que podían amplificar sus denuncias, sino la inmolación, el sacrificio máximo, el escándalo de la muerte como argumento ante la sordera del poder. Todo esto, sin que nadie parezca darse cuenta de que en la actitud tomada frente a este pueblo del que provenimos todos, está quintaesenciada la respuesta a buena parte de nuestras preguntas. ¿Estamos dispuestos a potenciar variadas maneras de crecer en Chile? ¿Somos partidarios acá de que las distintas comunidades asuman el poder de regir sus destinos o preferimos uniformarlas, al alero de convicciones no precisamente democráticas? Convicciones, concordemos, discutibles, como las del cura Karadima, limpias por fuera e inmundas por dentro. Beatas, a fin de cuentas. En lo sucesivo, vinieron las huelgas de hambre de las señoras del carbón y de los habitantes de Caimán, sobre quienes pende un relave capaz de aplastarlos para siempre. Un amigo se percató de que este tipo de actitudes era consecuencia de las ansias desmedidas de Piñera. Según él, si todo lo resuelve el súper presidente, la única manera de llegar a una solución es llamando su atención. ¿Y cómo se llega al presidente si sus intermediarios valen poco? Por la vía del escándalo. A propósito de escándalos, el año terminó con uno mayúsculo: los presos de la cárcel de San Miguel acabaron incinerados. Entonces, igual que en el caso de los mineros, pudimos contemplar la forma en que vivían, cómo en los laberintos de su trastienda la sociedad que todos solventamos trata a sus pecadores. “Dime qué tal tratas al que te ofende y te diré quién eres”, parece que estableció un evangelista, o algo así, pero acá los evangelios desde hace rato que los escriben los millonarios, los ganadores, los que las emprenden, los meritócratas, como se les llama en los manuales políticamente correctos. ¿Y qué fue de los débiles, los incapacitados de dar la lucha, los menos inteligentes, los frágiles de empeño? Este año, paradójicamente, fue el año de las víctimas. Algunos quisieron convertirlo en el año de los salvadores, pero sus verdaderos protagonistas fueron los frutos caídos de la rama, y no los cosechadores, ni los dueños del fundo, ni los capos del packing. El universo concertacionista, para llamarle a todo eso que no es derecha y que por el momento desconoce su verdadera razón de ser, no ha terminado de caer en la cuenta, al cabo de una derrota, que no está en la fuerza su fortaleza, sino en la debilidad. Que alguien tiene que hablar por los sin voz, por los mineros sin farándula, por los indígenas sin Harvard, por los presos sin destino. El 2010, año del Bicentenario, chilló la tierra, el agua, el aire traducido en hambre y el fuego achuñuscando culpables de tanto y no tanto, los cuatro elementos a que se referían los presocráticos, esos filósofos sin norte, anteriores al nacimiento de las ideologías. Los cuatro elementos, que al final del día, sin pronunciar siquiera la palabra dignidad, solventan cualquier existencia sobre la tierra.

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