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Opinión

3 de Marzo de 2011

Editorial: Sol y Sombra

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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La mayoría de los chilenos veranean en febrero. Es el mes en que decidimos tendernos de cara al sol, o viajar, o perdernos en lecturas largas, o lo que sea que nos saque de las actividades y preocupaciones del resto del año. Salvo los viciosos, el común de los mortales le pone menos atención a las noticias y aplaza hasta el fin de las vacaciones cualquier apasionamiento.

Si un gobierno quiere tomar medidas de espaldas a la discusión pública, no hallará mejor mes para ejecutarlas. Quien se vea en la obligación de reconocer una falta o comunicar un fallo incómodo, si acaso puede elegir el momento de hacerlo, nada más conveniente que febrero para que pase inadvertido. Durante las últimas semanas, prácticamente para callado, se autorizó la explotación de las minas de carbón en Isla Riesco y, a continuación, la construcción de la central termoeléctrica de Castilla.

A mí me huele que la madre del cordero está en las minas de carbón. Ni el grupo Angelini ni el grupo Von Appen, los dueños de los yacimientos en cuestión, se embarcarían en tamaña empresa si creyeran que no habrá mercado para su carbón, es decir, si pudiera ocurrir lo que prometió Sebastián Piñera cuando todavía era candidato: que durante su gobierno no se construiría ni una sola generadora termoeléctrica. Los dueños de los grandes grupos económicos se conocen entre sí, y pueden pelear, pero se entienden, hablan un mismo idioma, y el actual presidente pertenece al gremio. Varios de sus ministros y altos funcionarios han sido sus gerentes. Este negocio ya está cerrado. Lo que dijo en público vale hongo, en cambio, lo acordado en un buen salón, una fortuna.

La forma que tome la matriz energética chilena es, sin duda, una de las decisiones más importantes para nuestro país en el largo plazo. Ahí está en juego el modelo de desarrollo, el tipo de democracia, la opción por desconcentrar y descentralizar o todo lo contrario y, como quien no quiere la cosa, en un sentido que a muchos nos desagrada, se optó por un camino en febrero, cuando gran parte de los ciudadanos estaban mirando el sol. Como en el fútbol, el tema se acordó entre cuatro paredes, de espaldas a la hinchada.

Son demasiadas las cosas que se resuelven acá de este modo. Al cura Karadima tuvieron que condenarlo en el Vaticano y a Pinochet en Londres, porque si en Chile se tiene amigos poderosos, no hay justicia que valga. El padrecito apasionado por los lolos, como todos saben, le prestó durante décadas servicios espirituales a señoras y caballeros emperifollados, de esos que para continuar sintiéndose los dueños de la decencia al tiempo que avalaban el abuso y la vulgaridad de una dictadura, necesitaban la bendición de algún sacerdote, cuando la mayoría de ellos no estaban dispuestos a dársela. “Cura de ricos”, le llaman los cristianos auténticos. Y favor con favor se paga: ahora son aquellos feligreses los encargados de procurar una máscara de inocencia al cochinón que les limpió la cara en otro tiempo.

Es dura la red que falta por destejer en Chile para enorgullecernos de la sociedad en que vivimos: son todavía unos cuantos números de teléfono los que bastan para decidir el futuro de millones de personas. Quizás no sea una red la que se deba desarmar, sino otras las que necesitamos fortalecer. Por el momento no son los partidos políticos los mejor dotados para tejerla ni echarla a andar, pero existen mecanismos cibernéticos antes inimaginables para que se manifieste. Lo saben los egipcios. Está por verse si, terminado el verano, nos decidimos a activarlas.

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