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Opinión

23 de Mayo de 2011

Fuera de Cuadro

Germán Carrasco poeta

Le cuento a un amigo de un país vecino que estoy viviendo de allegado en la casa de una familiar. Que ella trabaja duro y sus hijas estudian ingeniería y diseño y se amanecen estudiando, de manera que cuando duermen tengo que caminar en puntillas para no despertarlas, ni a mi hermana, porque una vez despierto trasiego con mis libros y un laptop que da risa, que parece una instalación de arte povera.

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Germán Carrasco poeta

Si despierto y todos duermen, debo tomar una benzodiacepina para coordinar mi sueño con todos en la casa y así no despertarlos. De esa manera me hice un lindo adicto a las benzos (sin receta, obvio) y cuando despierto, tecleo en el pasillo, al lado del baño, a veces sentado en un balón de gas. Salgo a la calle.

En esas circunstancias sí que se comprenden los versos de Pavese: “Atravesar una calle para escapar de casa/ lo hace sólo un muchacho, pero este hombre que pasea/ todo el día por las calles, ya no es un muchacho/ y no escapa de casa”. Quiero ser italiano, como Pavese, como Sanguinetti.

Le cuento todo esto a un amigo argentino tan sincero como desafinado y camorrero para escribir: hay que reírse. Pero luego veo que cada detalle que le narré aparece –en mi siguiente visita a Buenos Aires– en un relato suyo. Le pregunto y me dice que debería escribir sobre esas cosas que quedan fuera de cuadro en una especie bastante deforme de novela (tercer intento, a la basura) que le muestro.

Comienzo nuevamente: incendio un libro de González Vera a modo de precalentamiento. Empiezo de la siguiente manera: “Cuando he hecho talleres en un café incómodo, como todos los cafés santiaguinos, me he dado cuenta que la gente dice cosas más interesantes al tratar de explicar lo que escribe, y lo que pone en papel es una cosa completamente insípida en donde no pudo o no quiso incluir los eventos que gatillaron la escritura del poema, las imágenes.

Deja fuera del poema lo mejor, se le van las vitaminas en la sobre-cocción y las verduras pierden color y crocancia con tanto manoseo y tanto acero de cuchillo. Al parecer, el secreto es no trasegar tanto los ingredientes para que la comida permanezca viva”.

Creo que esto tiene que ver con dos cuestiones: la vergüenza de reconocer que tienen un vicio, que fueron protagonistas de una escena ridícula (alteran incluso cosas como que toman café de verdad en una Bialletti original que compraron en Italia en vez del instantáneo que efectivamente toman). El viejo tema de aparentar.

La mejor parte de la narración, por ejemplo, sucede en La Pincoya, en donde nació la protagonista, pero esta se niega a hablar de esa población y reemplaza el lugar para esconder su origen, y finalmente en su narración nada resulta genuino. Ni hablar de la famosa “clase media”. Todos son de clase media, desde los que nacieron en La Legua o Maipú hasta la oligarquía dueña del país. Nadie es de clase alta ni baja, suena feo al parecer.

Lo mismo sucede al revés, les da pudor hablar de una ciudad extranjera, lo encuentran un fuguetismo, una cosa de retornados equívocos o una tilingada. O la clásica cuando muestran sus poemas: se ponen tiesos para bailar, ponen unas caras extrañísimas ante la cámara.

Escuchan la palabra literatura y como que hasta hablan más grave, como barítonos. Y algunos definitivamente llenos de nervios y de una rebuscada ironía constante y sin gracia porque tienen demasiado conquistado lo que no están dispuestos a perder.

Por eso esas caras de estíticos, de aflicción, como si les doliera la panza. Yo creo que por eso toman tanto copete algunos. Recuerdo a un borrachín medio delincuente hijo de un pastor evangélico que vivía en la Villa Caupolicán/Santa Ana/Che Guevara (San Pablo al 5500). Bebía y veía porno y se amanecía bailando cumbia con sus amigos.

Su gran temor era que, en pleno sermón, alguien le gritara: ¡negro, vamos a tomarnos una cañufla o a despertar con un buen cordillerazo nasal! Ese es el miedo que tienen los que han escalado un par de peldañitos, que cuando estén con alguien importante les digan: ¡negro, vamos a tomarnos una cañufla, como antes!

Luego leo un estudio acerca de Facebook, escrito en tono humorístico pero con una poderosa base teórica psicoanalítica (humor brígido, sus buenas cucharadas de marxismo y psicoanálisis: más argentino, imposible). La autora me alegra el día.

Analiza a la gente que cuelga sus logros y sus viajes en ese soporte (que en un tiempo muy breve será prehistoria) y cómo esa gente se esmera por demostrar su felicidad ahí, o ponen frases en otro idioma aparentando naturalidad nativa y jergosa en el uso de otro idioma. Y ni hablar de las fotografías que ponen: lucen delgados, jóvenes, con miradas limpias de instructor de yoga.

Lo mismo con sus cirugías estéticas en términos literarios. ¡Pero las fotos son de hace cuatro años! Cuando los ves son un atado de nervios y arribismo provinciano. Pienso en la biografía, en las subjetividades, en Lorena Amparo, en la máscara poundiana, en la mentira, que siempre es más importante que la sinceridad. Quiero hablar de Venecia, Italia, en donde escribí algunas cosas, pero no es que me de pudor: la provincia me lo impide.

O de una picada de cargadores en La Vega en donde vamos a beber a veces unas cañuflas con ese poeta químicamente puro que es Francisco Ide, o de un amigo de La Vega, el gran Jorge Cubillos, pero la provincia me lo impide. Mejor transcribo literal lo que les escuché a los inmigrantes en ambos lugares (africanos en el primer lugar, peruanos en el segundo), y no intervengo nada.

Me hago el objetivo, el documentalista, porque en esta aldea chiquitita hay que ser cuidadoso con los nombres propios, de ciudades, de gente, de todo.

Hago zapping: un par de poetas se dispararon. No comprendo. Pa peliar prenden como pasto seco los culiaos, pero para sentar el culo y escribir alguna güeá que valga la tinta y el papel que imprimen, por dios que les cuesta. Me envían un video, veo a un poeta de apellido Vidal y no logro comprender el chiste o la misa o la cosa que sea: martillazos, falta de prosodia y matices, brochagordismo a full.

Cero levedad, cero emulsión, cero gracia, cero placer. Me pregunto de dónde sacan tanta asertividad, tanta seguridad en sí mismos, tanto verso como latigazo. Todos los enanos son asertivos, eso debe ser, somos un país pequeño. Asertivos y autodefensivos a recagarse.

Todos los cabros chicos de ahora que echan de menos los años ochenta –y las épicas de esos tiempos– no cachan que la nostalgia por las maneras de respuesta de aquellos años no es otra cosa que una nostalgia por la misma dictadura, una especie de fatalismo que en alguna parte tiene un bicho católico operando.

¿Saben cómo eran los carretes en esos tiempos? Horribles, oscuros, dolorosos, llenos de gente que había sido torturada y no se sabía quién era sapo, nadie confiaba en nadie. El copete era horrendo y se tomaba con angustia y miedo, que abundaban, parecíamos todos fantasmas. ¿Alguien les ha dicho como eran los directores de colegio en esos tiempos?

Eran rubias teñidas esposas de milicos, gente que hablaba como este poeta Vidal envalentonando a los cabros chicos hasta con una supuesta victoria eventual en el conflicto Beagle, Picton, Lennox. Y eso todos los días con los cabros formados como milicos, haciendo ejercicios de milicos.

Creo que los ochenteros de última hora tienen nostalgia por eso y por eso les gustan estas poéticas. Les gusta la asertividad del patrón que da órdenes claras, el rebenque. Tanta libertad y democracia les provoca agorafobia.

¿Es posible radicalizar posturas, creerle a alguien, crear contracultura en un país en donde la misma gente que se supone progresista lo primero que te pregunta es en qué liceo estudiaste?

No. O sería bastante difícil. Me pregunto esto al dar un vistazo a las décadas pasadas. ¿Cómo recuperar parte de esa crítica a la sociedad que alguna vez encarnaron los movimientos radicales –el punk, p ej, ya que tanto se añoran los ochenta–, renovándolos? Aceptémoslo: no hay contracultura, hasta los mismos jóvenes la asfixian. Marginal, pero hasta las doce nomás, mira que a esa hora la calabaza se transforma en carruaje.

Ahora leo la crónica de una chica escrita con ligereza absoluta en una revista de un país vecino: habla de su adolescencia, de lo reventada que era, de que no tiene un peso.

Estuvo en la cama con la mitad de la ciudad, y probó cuanta droga existe, lo dice canchera, cagada de la risa, y dice que no tiene un peso, que lo único valioso que tiene es una bicicleta Trek y un libro de Mujica Lainez firmado. Sé que jamás voy a leer algo así a una compatriota mía, aunque me gustaba la prosa de Maturana, de Apablaza, de Costamagna y de Palet, esta editora tenía cosas cosquillosas. Pero no se tiraban con todo.

Me pregunto dónde escriben esas cabras ahora. Y me pregunto si le ponen de verdad. Termino leyendo el cuento “Lo real” de Henry James a ver si me saca de algunas dudas. Porque es obligación tener dudas, hay que valorar las dudas como Hamlet, como Prufrock, como el hombre araña. Dejémosle el líder asertivo a otra gente, a otros ámbitos. Escribamos, para el catálogo de Editorial Tumbona del gran editor mexicano Luigi Amara, un libro contra la asertividad.

 

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