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Opinión

31 de Mayo de 2011

Vivir y morir en Santiago Uno

Yiyo decía que cuando uno se muere no hay túnel, ni luz al final del camino, ni grandes portones dorados, nada de eso. Contaba que hacía unos años llegó al hospital con los riñones perforados y varias heridas más ganadas en una zorra de proporciones en la peni, “como que me quedé dormido”, contaba. Entre […]

Manuel Olate
Manuel Olate
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Yiyo decía que cuando uno se muere no hay túnel, ni luz al final del camino, ni grandes portones dorados, nada de eso. Contaba que hacía unos años llegó al hospital con los riñones perforados y varias heridas más ganadas en una zorra de proporciones en la peni, “como que me quedé dormido”, contaba. Entre medio recitaba de memoria algunos pasajes de la biblia que venían al caso y luego regresaba al relato de su muerte.

De repente despertó en medio de la oscuridad, contaba, y se vio rodeado de gente, vio a su familia, su mujer y sus niños que lloraban desconsoladamente, vio también a su abuela, muerta varios años antes, la abrazó y le rogó que no lo dejara de nuevo, que la extrañaba, que estaba cansado, le dijo, que quería quedarse ahí. “No Roberto” le dijo su abuela, “tú tienes que volver con tu familia”, y lo empujó del codo.

Despertó, entonces, cuando los médicos se ocupaban afanosamente de reanimarlo a punta de golpes eléctricos, “era como salir del agua y volver a respirar”, sentenciaba. Dice que no entendía nada, pero en la noche mientras un hilo de saliva caía de su boca y se observaba esposado y lleno de mangueritas, se acercó un gendarme y le aclaró: “te moriste dos veces, choro”.

El primer viernes de diciembre del bicentenario, mientras aprovechábamos el sol de la mañana con el Siber, se vino un griterío poco usual en un módulo de máxima seguridad como el que nos “albergaba”. !Allanamiento! gritó mi compa, mientras tiraba de sus bolsillos cualquier cosa que pudiese complicarlo. Pero no. No era allanamiento. Era Yiyo que salía desde el casino corriendo hacia nosotros con los ojos perdidos y sangrando por todos lados, tras de él venían varios internos lanzándole frías estocadas metálicas, perforándole el corazón y los pulmones, pasó corriendo muy cerca de mi, todo el módulo se puso en alerta y comenzó una batalla que culminó con la entrada de gendarmería repartiendo gas y palos a diestra y siniestra. Yiyo, sin embargo, se desplomó en la puerta de salida, dejando un charco de sangre que yo cruzaría media hora más tarde cuando me llevaron a la corte.

Yiyo no era mi amigo, ni siquiera era de mi carreta, por el contrario, era de esos tipos que no quieres conocer bajo ningún pretexto. Sin embargo, ver cómo intentaba escapar de su última y definitiva muerte resultó difícil de soslayar, porque allí donde los televidentes ven presos o delincuentes, desde hacía unos días yo ya no podía evitar ver personas, malas y buenas personas; buenas como el viejo Arce que soportó 11 meses en prisión preventiva para salir libre un sábado de diciembre porque logró comprobar su inocencia. En un sistema donde se supone se es inocente hasta que se pruebe lo contrario, el viejo debió hacer el camino a la inversa.

La cárcel es un mundo complicado, donde su pequeña sociedad sigue replicando vicios y virtudes; allí la solidaridad y la fraternidad con el recién llegado es concreta y, por lo mismo, conmovedora.

Es probable que un amigo de la cana se mantenga fuera de ella, porque en condiciones tan extremas sólo se pueden conseguir hermanos de pana, de corazón. Sin embargo también ahí se teje la copia espejo de nuestro sistema social: el pérquin nunca será jefe de galería y se eternizará en el lugar que le corresponde dentro de esta trama social, donde la movilidad es tan difícil de conseguir como “en la calle”.

Aquí el choro siempre se enfrentará con sus iguales, jamás con unos de menor rango; para esos menesteres están los perros, los soldados, los que hacen el trabajo sucio, soterrado, aquellos que no tienen nada más que perder, precisamente en la cana, donde se ha perdido lo más preciado.

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