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Nacional

1 de Junio de 2011

Las secuelas de los niños del terremoto

Los damnificados más pequeños de los campamentos, presentan cuadros depresivos y estrés postraumático a más de un año del tsunami que se llevó sus casas. Los que habían abandonado el pañal, hoy lo necesitan nuevamente. Tienen pesadillas y otros cumplen el rol de papá en sus casas por los problemas que presentan los adultos. Pese a que se criaron junto al mar, ahora le tienen pánico y, de a poco, se empiezan a conformar con la idea de pasar varios inviernos más en un campamento.

Por

The Clinic TV:  Vicente Fernández

Dos días después de que Gonzalo, un vecino pescador damnificado, se ahorcara en la mediagua que compartía con Romina, su mujer embarazada de ocho meses, los niños del Campamento Las Salinas de Talcahuano decidieron dejar de respirar. Morirse.

Franco, Alan, José, Nicolás, Tiare y Camila tienen entre 6 y 13 años. Son, como el pescador suicida, damnificados del terremoto que hace quince meses destruyó sus casas cerca del canal El Morro. Desde entonces que viven en el campamento que agrupa a las aldeas Rocuant, Renacer y Salinas, todas de Talcahuano.

Duermen en mediaguas de 18 metros cuadrados y en el día no pueden salir a jugar por culpa del barro que se acumula. El fuerte viento de la zona, además, vuela los frágiles techos de sus casas.

Cuando una de las madres del campamento se enteró de los planes de los niños, le avisó a la presidenta de la aldea Renacer, que trabaja en el campamento Salinas. Juntas organizaron una reunión de emergencia con los vecinos. “Quedaron choqueados. Pensaron que quizás qué cosa iban a hacer los niños. Estaban muy conmocionados con todo lo que habían vivido desde el terremoto en adelante”, explica a The Clinic Sebastián López, presidente de la UNJO, el grupo de jóvenes que nació en esas aldeas instaladas detrás de las 4 canchas de tierra de Las Salinas.

La intervención estuvo a cargo del Centro de Salud Familiar de la zona, que hizo un seguimiento a la familia de Gonzalo. Los infantes de marina, mientras, desmontaron y armaron de otra forma la extensión de la mediagua a petición de la viuda, incapaz de olvidar la imagen del “chino” ahorcándose en esa ampliación. Los niños, en tanto, empezaron a pasar las tardes en una sede que se habilitó en el peladero.

“Organizamos dinámicas y les dijimos que el suicidio no era la forma de solucionar los problemas, que esa persona no iba a ver más a su familia, que había que quedarse acá porque era mejor estar todos juntos. Les inventamos unos juegos con pintura, hicimos concursos y poco a poco fueron entendiendo que era mejor estar en el campamento”, cuenta López.

Del tema no se habló más. Según él, los niños ya lo olvidaron.

El caso de Jason

Según los datos oficiales del Ministerio de Salud son alrededor de 1.500 los niños menores de 5 años que hoy viven en los campamentos que el gobierno del presidente Piñera bautizó como “aldeas”.

De ellos, cerca de un 20% tienen aún secuelas de salud mental producidas por el terremoto: cuadros depresivos, estrés postraumático y baja autoestima son los episodios más frecuentes entre quienes sufrieron el terremoto y tsunami del 27 de febrero pasado.

Una tarea que las autoridades intentan afrontar, pero que a 15 meses de la tragedia sigue penando en las “aldeas de emergencia”.

Entre adultos de las aldeas, las ONGs que trabajan en los campamentos y la mayoría de las alcaldías de las zonas afectadas por el tsunami, se han preocupado de reconstruir la salud mental de los niños.

Tratan de mantenerlos ocupados y distraerlos con concursos de pintura y juegos al aire libre. Pero en algunos casos ni los miembros de la UNJO ni los voluntarios del Hogar de Cristo repartidos entre los campamentos, pueden lograrlo.

Jason, por ejemplo, prefiere jugar en la calle. Su caso es especial. Es lejos el niño con menos autoestima del grupo: tiene una hiperplasia suprarrenal congénita (sus riñones son más grandes de lo que necesita su cuerpo) y un envejecimiento prematuro de sus huesos que de vez en cuando lo tira a la cama.

Su esqueleto es el de un niño de 13 años, pese a que tiene 8. Hace unos meses estuvo hospitalizado casi tres semanas por su enfermedad a los riñones y debería recibir una vacuna que cuesta $250 mil por unidad cada tres meses desde enero de este año. Pero su familia no la puede costear.

Los servicios hospitalarios de la zona no cuentan con ese insumo y ahora, recién después de un año, están estudiando su caso en el centro de salud primaria de Talcahuano.

“Siempre fue un niño súper cariñoso. Lo es todavía. Pero en este ambiente los niños son mucho más violentos y no aguantan. Antes, en la caleta, no había ningún problema pero acá si no te defiendes, no hay cómo ser aceptado. Por eso, Jason prefiere jugar solo. A veces me dice que le da miedo andar por ahí porque en el campamento nadie lo quiere tal cual como es”, cuenta Elizabeth Uribe, su mamá.

Delante de Jason, no se habla nada que tenga que ver con olas o temblores porque se desespera y sale corriendo a cualquier lado o se apega a la falda de Elizabeth.

El día que más sufrió fue para la réplica fuerte que vino después del 27/F, porque estaba enyesado y no pudo arrancar como el resto lo hace cada vez que viene una.

Jason se niega a casi todo “porque no se siente capaz de hacerlo”. Ni siquiera de participar en un concurso de pintura en el que todos –sin importar el resultado- se llevarán al menos un chocolate como premio.

Apenas lo pudieron convencer, después de varios intentos, que tendría que vivir en otro barrio e ir a otro colegio. “Si antes le costaba aprender, con todo lo que pasó ahora le es más difícil. Bajó las notas y algunos días ni siquiera quiere ir al colegio. Antes era más dócil y se podía hablar con él, pero ahora no quiere escuchar nada”, se lamenta Elizabeth.

Volver al pañal

Ángela Barahona es sicóloga del servicio móvil de salud mental de Talcahuano y junto a su equipo trabaja en todos los sectores costeros de la Octava Región cubriendo a las aldeas de Talcahuano, Tumbes, Dichato, Coliumo, Cocholgüe y Penco.

En terreno ha constatado cómo el tsunami sigue afectando a los niños hasta hoy. “Ocurre algo llamado eneuresis secundaria, o sea, chiquitos que habían dejado el pañal y que ya estaban haciendo sus necesidades en el baño, hoy presentan conductas regresivas. Por ejemplo, acercarse mucho más a sus mamás y no desvincularse de los adultos. También, problemas en las noches para dormir”, explica.

En los campamentos, las madres se han organizado para ayudar a los niños que aún no van al colegio. Para desarrollar los programas, han enviado proyectos para crear un centro abierto para las aldeas de Dichato, pero ninguna autoridad –ni local ni regional- les ha contestado. Están asustadas: dicen que en las nuevas villas del terremoto prolifera la violencia, alcohol y drogadicción.

Es lo que está ocurriendo en varios campamentos creados tras el terremoto. En Curepto, por ejemplo, el año pasado las consultas médicas por alcoholismo subieron un 30% en comparación con el 2009.

Y no es casual. En el Centro de Salud Familiar del Maule, los hombres siguen mostrando cuadros de ansiedad, generalmente causado por la pérdida de trabajo.

Uno de los niños del campamento El Morro de Talcahuano, cuenta que en su familia lo dejan probar de todos los tipos de alcohol que hay en su mediagua. “Una vez mi hermano tenía un vaso a la mitad del vino Sierra Morena (ron). Me lo tomé todo y me quedé dormido al tiro. También tomé cerveza, pero no me gustó”, explica. Y muestra el lugar donde se juntan a beber: un galpón con techo de bolsas de basura que se instaló como un improvisado mini casino entre medio de mediaguas y carpas de emergencia.

Allí, dice, “toman vino mi papá y mi hermano”.

Helicópteros de témpera

A pesar de lo atractivo que es pintar y mancharse los dedos con témpera, Maciel, una pequeña de 4 años, espera que los otros niños empiecen primero a dibujar. No tiene permiso para hacerlo, dice, hasta que la tía que dirige la clase abre los pequeños frascos de pintura.

Tiene que hacer lo mismo con los más de quince niños que están esa tarde en un búnker de lata parecido al de los campamentos mineros, ubicado al medio de la aldea. Sólo así Maciel comienza a trazar líneas con su pincel.

Tras el tsunami, ella pasó tres noches en los brazos de su madre, Cecilia, en uno de los cerros cercanos al Morro de Talcahuano. También, estuvo otros dos meses durmiendo con ropa por si tenía que arrancar de nuevo. Y aunque no se despega de su mamá por ningún motivo, sale corriendo de la mediagua apenas siente un temblor.

Braulio, por ejemplo, dibujó la casa de su familia en altura, lo más lejos posible del mar. Vivía en Dichato y hoy lo hace en una mediagua ubicada en una colina que se embarra cada vez que cae un poco de lluvia y donde el frío mañanero cala los huesos hasta a los más acostumbrados al frío. Como muchos niños, no se ha vuelto a bañar en el mar desde el maremoto.

Ha pasado casi un año y medio y el océano sigue apareciendo en sus dibujos. Aunque no se les pida en la tarea, los niños lo incluyen dentro de sus paisajes. Pero nunca más se dibujaron disfrutando del agua y chapoteando como lo hacían antes de que la ola cubriera el lugar donde viven.

En El Morro, por ejemplo, cuentan que una niña de una aldea de caleta Tumbes pidió en la navidad pasada una piscina para volver a jugar en el agua sin tener que volver a meterse al mar. La idea se repite en casi todas las aldeas de Talcahuano, Dichato y el resto del borde costero.

“Yo vivía al ladito del mar. Estábamos todos durmiendo cuando pasó todo, en Talcahuano. No iría a vivir cerca del agua de nuevo, aunque sea a una casa más grande y más cómoda. Mi mamá no se quiere ir de El Morro, dice que estamos protegidos aquí”, cuenta Melanie, de once años.

En Dichato, y en general en las otras zonas costeras, la gente prefiere caminar lejos de la costanera, aunque eso signifique dar una vuelta más grande para llegar al lugar donde se dirigen.

“El mar es parte de su vida, pero sin duda existe una nueva relación con él. Los niños lo recogen de sus padres, porque la gran mayoría no vio lo que pasaba y solo se dieron cuenta al ver la televisión”, dice la sicóloga Ángela Barahona.

Niños papá

En el campamento El Molino, a escasos minutos caminando desde el centro de Dichato, viven hoy alrededor de 500 familias. Podría ser un nuevo barrio con creditazos inmobiliarios y ofertas para nuevos vecinos. Pero no. Dividido en cinco sectores, es el mayor campamento de damnificados dichatinos. Ahí vive Rodrigo con su mamá y dos hermanos.

Tiene apenas 12 años y está convencido que es el pilar de la casa. Es un “niño parentalizado”, como lo describen los sicólogos. Su papá pasa el día trabajando en “pololos” mientras espera que le arreglen el bote con el que salía a pescar hasta antes del tsunami.

A su corta edad, Rodrigo asumió el rol de un adulto al ver que su mamá, Isabel, no se tranquiliza cuando viene una réplica. Ya ha probado con varios medicamentos y le han dado pocos resultados.

Recién hace unos meses, pudo volver a dormir. Aunque cuando viene un temblor se vuelve a desesperar. Y a eso está cada vez más atento su hijo.

“Me gusta saber que vamos a estar bien, que las zapatillas estén cerca de la cama cuando estemos durmiendo por si tenemos que arrancar”, dice Rodrigo.

Algunos niños, incluso, se preocupan de traer el pan para el desayuno, cuenta la sicóloga Barahona.

Tantos han sido los problemas en Dichato, que la posta local tuvo que ser ampliada y asignar un lugar especial para tratar los problemas de salud mental. Allí atienden a las personas que sienten que tiembla a cada rato y a los que viven preguntando cuándo tendrán una vivienda definitiva.

Los mismos que por mientras ocupan lo que sea para ampliar sus mediaguas e, incluso, algunos las hermosean con antejardínes y choapinos en la puerta. Sospechan que van a permanecer por mucho tiempo ahí o terminarán quedándose para siempre.

Los damnificados llevan más de un año escuchando a Piñera y a sus ministros hablar sobre el proceso de reconstrucción, pero están perdiendo la fe. “Vamos a pasar, por lo menos, tres años más acá. Todavía no empiezan ni a expropiar y tenemos que ampliar la mediagua para comenzar a vivir mejor”, dice la señora Cecilia Vallejos.

Tan resignados están algunos damnificados, que han empezado a pintar sus mediaguas de distintos colores, con antejardines enrejados, antenas de televisión y hasta baños y sistemas de agua elaborados por ellos mismos.

Es el caso de la mediagua en la que vive Jason. Sus padres la han decorado lo más parecida posible a la casa en que vivían antes del tsunami. Lo próximo que hará será pegar un poster de Colo Colo en su pieza, como antes. Pero dice que lo que nunca más hará, será volver a dormir lejos de la puerta. ¿La razón? Jason cree que en cualquier momento, tendrá que volver a arrancar.

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