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Nacional

16 de Julio de 2011

La muerte de “Faúndez”

Hace dos semanas un indigente murió fuera de la Fundación Las Rosas. Lo ingresaron como N.N. al Servicio Médico Legal. Las huellas dactilares revelaron que se trataba de José Antonio Fuenzalida Duarte, conocido en La Vega como El Faúndez, un ex sindicalista que recorrió Europa, se codeó con Tucapel Jiménez y terminó alcoholizado viviendo en la calle. Esta es su historia y la de sus compañeros, que sobreviven al lado del Mapocho.

Por


Fotos: Cristóbal Olivares

Bin Laden duerme “la mona” en el último peldaño de la escalera de entrada a la Vega Central. Un escalón más abajo, ovillada en una frazada, Cynthia fuma en silencio. El Garrapata, otro vagabundo del grupo, recoge una bolsa de basura y la arroja a una fogata para capear el frío. El fuego vuelve a crepitar. Son las tres de la tarde del sábado 25 de junio.
-Ahí viene el Faúndez -grita alguien, a todo pulmón, apuntando un cortejo fúnebre.

Salvo Bin Laden, toda la gente de la escalera se levanta intentando mantenerse en pie dignamente. Son ocho ancianos que viven de las limosnas -en situación de calle-, al igual que otras 15 mil personas a largo de Chile. Todos, sin excepción, aficionados al trago. Faúndez era uno de aquellos.

-Nos llevai la delantera, todos vamos pallá mismo -se escucha que gritan desde la escalera.

El más joven del grupo se quita el gorro, se persigna y mira al cielo. Cynthia habla en voz baja, como rezando. No es primera vez que despiden a un miembro de la escalera. En menos de tres años se han ido Tomatito, Marlén, la Sonia, la tía Menche y la Maiga.

La carroza avanza lentamente por la calle Antonia López de Bello. Detrás de los vidrios del vehículo, en una urna color caoba, va el cuerpo de José Manuel Fuenzalida Duarte. El Faúndez, como lo llamaban en La Vega, murió afuera de la Fundación las Rosas la madrugada del 22 de junio. Falleció al lado del portón de acceso, descalzo, de un infarto fulminante, a casi 3 grados bajo cero. Ese mismo día murió otro hombre en la comuna de la Granja. El año pasado, según datos de Mideplan, fallecieron 150 personas en similares circunstancias, en su mayoría en la calle.

Al principio los reportes indicaron que se trataba de un indigente indocumentado de alrededor de 70 años. Pero los peritajes dactilares desmintieron eso: el muerto tenía 56 años. El mismo hombre que ahora viaja en una carroza Mercedes Benz rumbo al Cementerio General. Luchito, quien hace poco más de un año enterró a su señora que también vivía en la escala, toma una caja de vino y hace una cruz en el sitio donde dormía el finado. Es una cruz roja hecha de vino tinto. El último homenaje al amigo Faúndez.

¿CONTAMOS CON UD.?

“Fue un golpe seco, fuerte, que se acalló de inmediato”. Así describe Martín Sachún el ruido que escuchó a eso de las tres de la madrugada del 22 de junio, mientras dormía en el segundo piso de un edificio ubicado en la esquina de Vivaceta con Rivera, en Independencia. De inmediato se asomó por la ventana.

-Vi a un caballero de unos 70 u 80 años, agachado, como tullido, no sé si se estaba cayendo o pedía auxilio porque lo habían acuchillado – recuerda.

Martín, desconfiado, pensó por un instante que se podía tratar de una trampa. Antes de asomar su nariz por el portón, preguntó qué sucedía. Sólo escuchó un leve gemido. Luego abrió la puerta con temor y se encontró con un anciano apoyado en el portón de un garaje vecino. El hombre andaba descalzo y tenía los pies amoratados.

-Me da la impresión que tenía hipotermia, lo vi muy mal, tiritaba. Ahí me entró la parte humana, le regalé un par de calcetines y llamé a carabineros -agrega.

Martín pensó que su papel ya había concluido. Lo que suceda después, pensó, no era asunto suyo. Al rato vio que una patrulla se estacionó afuera y volvió a dormirse.

A las nueve de la mañana salió de su casa para ir al trabajo. Al otro lado de la calle vio un cuerpo tendido, cubierto con plástico, afuera de la Fundación Las Rosas. De inmediato supo que el abuelo que había asistido estaba muerto.

Lo que nunca supo, eso sí, es lo que sucedió mientras dormía. Nadie hasta ahora se explica por qué los carabineros no derivaron al anciano a un hospital y este terminó, aparentemente, pidiendo ayuda afuera del hogar de ancianos. En la Fundación Las Rosas -una institución privada sin fines de lucro que el año pasado recolectó casi 3 mil millones de pesos entre colectas, campañas y vueltos de farmacia-, sostienen que el guardia de turno jamás se enteró de lo sucedido. Situación un tanto extraña si se considera que el portón de acceso tiene timbre y cámara de seguridad.

-No estuvimos en conocimiento de que esta persona estaba ahí y que hubiera pedido ayuda, por eso no lo pudimos asistir -sostiene Jazmina Barría, directora de los hogares de la Fundación.

Lo cierto hasta ahora es que ningún protocolo de auxilio funcionó. Pocos minutos antes del deceso, producido a las 7:39 de la mañana, los carabineros aparecieron en el lugar. Faúndez murió tirado en la calle. Arriba de su cuerpo entumecido, amoratado de frío, había un cartel que rezaba: “40 años acogiendo abuelos para siempre. ¿Contamos con usted?”. Una postal cruda que apenas dio tiempo para reparar en la ironía.

LA SOSPECHA
Cada vez que alguien aparecía muerto en las inmediaciones de La Vega, la sospecha familiar era la misma. Así que en cuanto Gloria escuchó en el noticiero que un anciano había muerto, afuera de la Fundación Las Rosas, llamó de inmediato a su tía María Teresa para contarle. La esposa del tío Manolo le dijo a uno de sus hijos que se fuera a dar una vuelta por La Vega. Pero no fue necesario. El Servicio Médico Legal confirmó la identidad del cuerpo.

La intuición esta vez era certera.

María Teresa Acuña partió con sus hijos a la morgue. Hace casi doce años que no veía a su marido y ahora debía reconocerlo. “Fue impactante”, cuenta.

José Manuel Fuenzalida tenía el aspecto de un anciano de 80 años: la barba crecida, el cabello desgreñado y los pies rotos producto de una úlcera varicosa. Nada que ver con el hombre con quien se casó el 13 de julio del año 1978 en el registro civil de San Miguel.

-Prefiero quedarme con la imagen antigua de él, cuando iba al trabajo de terno, camisa, bien afeitado, perfumado y con su maletín- dice, como refugiándose en el pasado.

Eran los buenos tiempos de Manuel, cuando vacacionaba con toda la familia en Lago Ranco y salía a pescar con los niños. Fue el tiempo en que se convirtió en presidente del sindicato de Codigas, donde trabajaba, y luego en dirigente de la Confederación Nacional de Trabajadores Metalúrgicos, Consfetema. Incluso le tocó viajar a España y Yugoslavia. Se la pasaba en asambleas.

-Ahí empezó a tomar harto, cuando se metió de lleno al sindicato, celebraban por todo, después ni trabajaba, vivía en reuniones -recuerda María Teresa.

La afición por la bebida se agudizó. Primero se desaparecía unos días; luego, varias semanas. Hasta que no volvió más.
-Quería vivir su vida, ser libre, nosotros no podíamos ir contra eso. No hubo quién lo sacara de sus ideas. Se perdió -agrega María Teresa.

Cuando Manuel se fue de la casa, en Renca, el mayor de sus cuatro hijos tenía apenas 13 años. Fue a mediados de la década de los ochenta.

-Me afectó harto, lo echaba de menos, y verlo tirado después en la calle me dejó con depresión -recuerda su hijo, quien también se llama Manuel.

El cariño, sin embargo, fue más grande. Cada vez que podía, Manuel se arrancaba a La Vega a buscar a su padre. “Daba vueltas todo el día hasta que lo encontraba con los curaditos, todo desaliñado; hablábamos como diez minutos y después me echaba porque no le gustaba que lo fuera a ver”, dice.

Hace cinco años, ambos tuvieron una tregua. Tras una riña, Manuel cayó al hospital y su hijo se lo llevó a vivir a su casa. El médico le prohibió terminantemente continuar bebiendo. Manuel aguantó sólo un par de meses. En cuanto se mejoró agarró sus pilchas y volvió a la calle.

Era su vida.

VINO CON PLÁTANO
Todas las tardes, Faúndez cruzaba desde la escalera hacia la vereda del frente a tomar sol. Siempre acompañado de su infaltable caja de Clos de Pirque. Últimamente andaba medio quitado de bulla y ya casi no hablaba con nadie. Cuando José Tapia llegó de Cartagena y lo vio tirado en el lugar, no lo podía creer.

-Estaba pa la cagá, no daba más, tenía los pies rotos, ni siquiera le cabían los zapatos -recuerda.

José fue uno los mejores amigos de Faúndez. Juntos compartieron más de 15 años de pellejerías. Por eso le dio tanta pena verlo así. Ahora que está muerto no le queda otra que recordarlo.

-Dormíamos juntos, tapados con frazadas y cartones, todas las noches llegábamos como a las doce con sus cajitas de vino, pipeño, lo que fuera, tomábamos de todo- cuenta.

Al otro día, se levantaban temprano a tomar desayuno a la iglesia franciscana Fray Andresito, en Recoleta. Luego volvían a La Vega a machetear y se compraban una caja de vino. A la hora de almuerzo, comían en las ollas que prepara la gente de la Cruz Roja y después se iban a una casa de acogida, en calle Olivos, a ver la teleserie de la tarde. De vuelta, pasaban a tomar once en la misma iglesia donde desayunaban.

-Cuando faltaba para el mastique, tomábamos vino tinto con plátano para quedar más parados -cuenta José.
Las noches en que la policía los correteaba y no los dejaban quedarse en la escalera, partían a dormir al cementerio. “Nos tirábamos al lado de la tumba de Allende, con sacos de dormir, fondeándonos de los rondines”, recuerda José.

-Al otro día nos metíamos a las tumbas que estaban medias malas a sacar bronce y lo íbamos a vender. Después nos íbamos a tomar unas cañas al pasaje Rosas -agrega.

También conseguían aluminio de los ataúdes que quedaban en la “huesera”, el sector donde hacen las reducciones. A veces, incluso dormían dentro de ellos y recolectaban la ropa de los finados. “Salíamos con casacas y ternos bacanes”.
No todo era miseria y desamparo. En los veranos, Faúndez y Tapia partían a “torrantear” a la playa.

-Nos íbamos a pata por la carretera. En ese tiempo, el Faúndez tenía los pies buenos, carreteábamos juntos, dormíamos debajo de unos botes en San Antonio, hacíamos pescados a la lata, cantábamos canciones de Lucho Barrios… tomamos más que la chucha -rememora José.

Las anécdotas vividas en la calle son abundantes. José recuerda que la navidad del año pasado se hicieron 20 lucas macheteando con Faúndez y se fueron a carretear al Dancing Day, un topples del pasaje Trento, ubicado a un par de cuadras de La Vega.

-Nos bajó la calentura y partimos, íbamos raja de curados, las minas nos echaron cagando por hediondos. Nos gritaban vayan a bañarse cochinos culiaos -cuenta José, muerto de la risa.

Eran otros tiempos. Faúndez, a pesar de sus heridas en los pies, podía caminar y usar calzado. No como la última vez, hace un mes, que José lo vio tirado en la calle y le dijo que se fueran juntos a Cartagena, que estaban “puro cagándose acá”.
-El viejo me miró y no dijo nada.

Esa fue la última vez que vio a su amigo con vida. Apenas podía caminar. Y por eso ahora nadie se explica cómo llegó por sus propios medios afuera de la Fundación Las Rosas. Margarita Fuenzalida, hermana de Faúndez, que tiene un quiosquito en La Vega, presenció el deterioro paulatino de su hermano.

-Fue doloroso, al final estaba muy mal, a veces pasaba por acá a pedirme plata, conversábamos, yo le decía que arrendara una pieza con el dinero de la pensión para que durmiera calentito, por qué no te cabriai, le decía, déjate de tomar, quiérete un poquito -cuenta.

Faúndez murió en la calle, solitario y alcoholizado. Como siempre su familia sospechó que sucedería. Pero una cosa es la vida que decidió llevar, contra viento y marea, y otra muy distinta, opinan sus parientes, lo que sucedió aquella gélida madrugada afuera de la Fundación Las Rosas. Margarita no perdona a la institución:

-Ellos siempre piden dinero pero cuando mi hermano les pidió ayuda nadie respondió. No les costaba nada haberlo ayudado, darle algo caliente, y llamar a una ambulancia. Si lo hubiesen hecho tal vez mi hermano estaría vivo -sentencia.

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