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Cultura

25 de Julio de 2011

Diarios de bicicleta, David Byrne

Este libro se trata de las constataciones y especulaciones de un tipo que vive en New York, y que hace treinta años descubrió que era bastante práctico desplazarse en bicicleta, de día y de noche, de compromiso en compromiso, entre exposiciones y conciertos, o de bar en bar. Casi nadie lo hacía por entonces y […]

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Este libro se trata de las constataciones y especulaciones de un tipo que vive en New York, y que hace treinta años descubrió que era bastante práctico desplazarse en bicicleta, de día y de noche, de compromiso en compromiso, entre exposiciones y conciertos, o de bar en bar.

Casi nadie lo hacía por entonces y las calles presentaban múltiples obstáculos, pero se podía, era rápido, eficaz y divertido. Yo comprobé lo mismo hace un par de años en Santiago. La ciudad no se ve igual desde un auto que desde una bicicleta. Los traslados se convierten en paseos, y si algo tiene el paseo distinto del traslado, es que el desplazamiento asume su propia razón de ser.

Ya no se trata simplemente de ir de un lugar a otro, sino de participar activamente de lo que acontece entre medio. Es la primera dimensión política de este texto que, a las finales, por el camino de los desvíos, plantea una visión del mundo que nos tocó y una posibilidad nada de utópica de volverlo más ameno y agradable. “Comprendí que en aquel momento me interesaba más la ironía que la utopía”, escribe el Byrne a propósito de los hippies tecnológicos de California. Viajando en bicicleta, la gente recupera su rostro, cada árbol muestra su personalidad propia, los edificios resplandecen –ya sea en su belleza o falta de respeto-, y, maravillosa paradoja, se descubre que no siempre por ir más rápido se llega primero.

Es interesante comentar este libro hoy día en Chile. Muchos ciudadanos están saliendo a la calle para marchar por causas que hace apenas un par de años resultaban excéntricas o raras a nuestra cultura provinciana. Primero salieron decenas de miles a exigir que se respete La Patagonia, que el poder de las grandes empresas y una idea tronante de lo que es el desarrollo no le pase por encima, así como así, a ríos y comunidades, pájaros y maneras de ser.

Después vino la marcha por la igualdad, en la que familias enteras desfilaron para pedir respeto por todas las formas de amor, en el entendido que no hay unas mejores que otras, si el motor de todas es la propia felicidad y la del prójimo. Últimamente, cientos de miles de estudiantes han llenado La Alameda, esta avenida que pasa justo por la puerta del centro cultural en que nos encontramos, clamando por una mejor educación para todos, una educación que no distinga ni segregue, sino que considere a cada uno de los hijos de este país poseedores de una misma dignidad e igualmente invitados a desplegar sus potencialidades.

¿Qué tiene que ver esto con los pedaleos de David Byrne? Diría que mucho. El narrador de estas páginas a optado por vivir y contar el mundo desde una pequeña estructura movida por la misma energía de quien la utiliza. A fines de los ochenta, Byrne se encontró con las bicicletas plegables, y por las ciudades a las que le tocó viajar, llevó una de éstas como medio de transporte. “Las ciudades perpetúan la forma de pensar que las creó”, concluye tras deambular en su artefacto desempacado por Berlín, Estambul, Buenos Aires, Manila, Sidney, Londres, San Francisco y Nueva York.

Sus observaciones y disgresiones abarcan el urbanismo, el arte moderno, la música, la política, el derecho, la naturaleza, todo aquello, en realidad, que se ve y piensa mientras, sin demasiado apuro, al menos sin la prisa arrolladora y arribista del automóvil, se recorre la gran escenografía en que transcurre una cultura. Ya en las primeras páginas, Byrne se pregunta si no será, acaso, la pérdida del poderío norteamericano más una posibilidad que una tragedia para sus propios habitantes. No siempre un barrio fastuoso es más confortable que uno en que, sin faltar lo necesario, se vuelve a valorar el vecindario.

“A veces –dice- cuando conseguimos lo que queremos, acaba resultando una pesadilla”. Las grandes industrias de Baltimore, el lugar donde creció el rockero, dieron pasos a ruinas inmensas, sitios muertos en los que el afán productivo y la locura capitalista dejó en herencia “vallas de tela metálica. Basura. Neumáticos viejos y partes de camiones oxidados. Calles idénticas de casas adosadas idénticas: viviendas para obreros como en una novela de Dickens…” Entonces Byrne compara los resultados de esta decadencia y devastación del gran imperio de occidente, con las producidas en Europa del Este y en las antiguas repúblicas soviéticas.

“¿Acaso nosotros, con nuestra supuesta democracia, no hemos llegado al mismo punto?”, concluye. El siglo XX, corolario de la revolución industrial, vivió el enfrentamiento de dos bloques enormes en los que, de una parte el Estado totalitario y de la otra el poderío de las gigantescas corporaciones en que acabó concentrándose la riqueza, terminó despreciando la escala humana, las frágiles realidades locales, esas fuerzas insignificantes de las pequeñas comunidades en las que, finalmente, radica la vida cotidiana y se gestan las ideas renovadoras.

“El desarrollo sostenible, el transporte público y el carril bici ya no son objeto de desprecio burlón”, nos asegura. La comunidad ha ido entendiendo, ya sea por el fortalecimiento de los derechos individuales, y hoy por hoy de las redes sociales y sus posibilidades, inéditas en la historia de las comunicaciones, de que no está condenada a padecer lo que unos cuantos poderosos decidan, sin tener la capacidad de responder.

La riqueza generada por las energías convencionales y concentradas en pocas manos no han llegado a todos de manera justa. El uso y disposición de los espacios públicos, de las calles, para ser precisos, ha terminado en manos de pocos y generando ganancias egoistas para unos cuántos a los que apenas les importa si el aire porque atraviesan es envenenado con ruido o partículas irrespirables que serán otros los invitados a padecer. Desde ya, las grandes mayorías pueden acceder a una bicicleta, mientras sólo una porción es capaz de comprar un auto y, no obstante, las arterias han quedado confinadas al disfrute de los automovilistas.

En Chile, hay una larga tradición de obreros de la construcción que se desplazan en bicicletas desde sus casas a sus trabajos. No hay registros claros de cuántos han muerto arrollados ni las políticas públicas le han prestado atención a la hora de planificar las vías de desplazamiento. Hoy son todavía muchísimos más quienes están usando este medio de transporte, y ya comienza a percibirse en sus usuarios, así como emana de este libro, que en la opción por el pedaleo hay varias cosas en juego.

“Diarios de Bicicleta” no habla de las bicicletas, sino desde ellas. Se deja llevar por un tipo de pensamiento amigable, sensato, curioso, para nada alharaco, desprejuiciado, sin pomposidades, como el ritmo de estos aparatos que lejos de ostentar, generan un estado de amistad y cercanía entre sus usuarios y el entorno. Hay un tipo de comunidad deseada que exudan estas páginas, una en que los encuentros son posibles (y hay muchos a lo largo del libro), donde nadie aplasta al otro, y donde la grandiosidad muestra su rostro más sombrío, mientras la pequeñez brilla con esa emoción de las luciérnagas en la noche.

Nadie pretende que desaparezcan los automóviles. Sería absurdo, tanto como su uso hipertrofiado en distancias cortas y abordables. Nada de esto, por lo demás, es ya un sueño extraterrestre. Son varias las ciudades del mundo desarrollado, como nos muestra David Byrne, que lo han entendido así. Y eso que no hemos dicho aquí ni una palabra siquiera de los beneficios para la salud de sus usuarios, de las posibilidades que la bicicleta tiene de generar energía en lugar de consumirla, del placer de imaginar y reflexionar mientras nos desplazamos, en el caso de esta apuesta, no sólo entre lugares, sino de un tipo de sociedad a otra.

Diarios de Bicicleta, David Byrne, Random House Mondadori

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