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Cultura

6 de Septiembre de 2011

De wáteres, nanas y próceres

Sabía que el momento iba a llegar inexorablemente pero lo retrasé lo más que pude, demorándome en el resto de la habitación hasta que mi supervisora llamó para recordarme que no podía tomarme más de veinte minutos por pieza, y que tenía que hacer el piso entero si quería tener en el bolsillo las 7 […]

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Sabía que el momento iba a llegar inexorablemente pero lo retrasé lo más que pude, demorándome en el resto de la habitación hasta que mi supervisora llamó para recordarme que no podía tomarme más de veinte minutos por pieza, y que tenía que hacer el piso entero si quería tener en el bolsillo las 7 libras la hora por las que me prostituí. Se me vino a la mente ese reportaje que dieron hace un tiempo sobre la higiene en los hoteles… ¿y cómo quieren con este ritmo?

Ya había limpiado el resto del baño. Los pelos en la tina los toleré sin problemas y del contenido del papelero ni me enteré. Pero el artefacto aquel, el innombrable… Si en ese momento Strauss-Kahn hubiera aparecido en esa habitación de tercera cerca de Tower Bridge, igual le hacía el favor a cambio de no dar un paso que adivinaba definitivo.

Suspiré y le di tres segundos. Strauss-Kahn no llegó y tuve que aceptarlo: ese día perdería mi virginidad y sería en ese insulso baño de hotel, a manos de un water usado por quién sabe qué turista murciano de escaso presupuesto y aún menor gusto. Porque, aunque hoy parezca una versión mala y sudaca de La Cenicienta, crecí en una casa en la que por lo bajo había dos nanas: una para los niños y el aseo; otra a cargo de la ropa y la cocina. Claro, era Santiago, eran los ’80, en alguna parte allá afuera había una dictadura -me vine a enterar hace no tanto- y una crisis económica creo que importante. De este lado había nanas, dos, las dos puertas adentro.

Si quieren saber la historia de mi familia en términos de las nanas que han pasado por la pieza de servicio, hablen con la mamá. Estoy segura que en alguna parte guarda una bitácora y anota los detalles que tanto le gusta compartir en las reuniones con sus amigas. Yo puedo hacerles el resumen y es: las horas-nana se fueron haciendo más caras, nos quedamos con una, a la una se le ocurrió la peregrina idea de que era mejor ser técnico paramédico y, cuando la mamá quiso reemplazarla, se encontró con que “El Sur,” esa cantera inagotable de empleadas para Providencia – Las Condes – Vitacura, al parecer agotó su última veta. Hubo que empezar a importar de Perú y las nanas dejaron de recogerse en el auto familiar a la vuelta de las vacaciones, ahora había que ir a buscarlas a la Parroquia Italiana, donde tras un breve ejercicio de descarte era factible irse a casa con al menos una.

De donde sea que viniese la mano de obra doméstica, la mía, generalmente manicurada, se mantuvo orientada a otros objetos: el i-pod, las llaves del auto, el teléfono, la polera adquirida la tarde anterior, nunca elemento alguno para limpiar wáteres -si me presionan un poco, creo que incluso creía que eran autolimpiantes-. Hasta ahora. Hasta que me di cuenta que la única pega que iba a conseguir en Londres en menos de una semana -sin idioma, calificaciones ni recomendaciones- iba a ser esta. Y la tomé. A esto debía referirse el papá con eso de que la necesidad tiene cara de hereje. Comencé a levantar la tapa con una oración en los labios: “por favor, por favor, por favor que al menos no haya ninguna mancha, raspadura o pegote ahí dentro, que la gente que durmió en esta pieza sufra de estreñimiento perpetuo que…” Cerré la tapa de golpe, obvio que había una mancha.

Ahí de verdad entré en pánico. Me senté, hiperventilé. Tenía que calmarme o todo se iba a la mierda, literalmente. Traté de cambiar el foco… ¿y si la mancha era una señal divina? Quizás no tendría cara de hereje, pero sí alguna otra, un santo, un beato que fuera, un cura capaz de mantener su celibato hasta en la Esparta clásica, alguien que me iluminara en este trance. En su afán investigativo, mis dedos rozaron el borde de la tapa pero me detuve. Me vi metiendo la cara entre esas cuatro paredes convexas de losa blanca, tratando de identificar el rostro del Padre Hurtado o del Dalai Lama en una mancha de… Nada, seguramente había aspirado mucho desinfectante líquido. O limpiaba esa cosa luego o me iba a volver loca.

Así es que pensé en las treinta libras. Agarré la tarjeta plastificada que me dieron antes de comenzar mi turno y revisé las instrucciones: “Tasa del Baño: limpiar el exterior con esponja abrasiva empapada en cloro. Interior: añadir un chorro de cloro al agua depositada y pasar el cepillo vigorosamente, hasta que la tasa no muestre ninguna adhesión”.

-¡Adhesión!- Y después dicen que los chilenos somos buenos para los eufemismos. Eché el chorro de cloro, tomé el cepillo y cerré los ojos mientras lo pasé, no sé si vigorosamente, por el interior de la tasa. La plata me hace falta pero hay un límite a lo que puedo hacer. “En la medida de lo posible” ¿Quién dijo eso? Creo que fue O’Higgins, o Manuel Montt, o quizás Nelson Ávila. No sé, no me acuerdo. Lo que sí sé es que esta tarde apliqué la máxima. Limpié un wáter en la medida de lo posible. Tiré la cadena y me fui.

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