Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Nacional

2 de Octubre de 2011

Carrete en la UP

Brillos para paltones y rotos, momios y upelientos. Paz, amor y marihuana para todo el pueblo. En la Unidad Popular, el merequetengue dio para todo los gustos. Aquí, algunas pistas.

Por

Por Lorena Penjean
Pantalones pata ancha, melenas frondosas y muchas flores. Ser hippie era la onda más ondera en la UP tanto para los jaibones como para los cumientos.

La exclusiva tienda de ropa “Palta” del Paseo Las Palmas fue la que dio origen a la denominación “paltones” para referirse a los jóvenes del barrio alto que paseaban por Providencia e hicieron del Coppelia su lugar de encuentro. “Ir al Coppelia era la actividad del día sábado. En esa época no existían los malls y los pijes iban a mostrarse a Providencia. Entre los volados bien y los estudiantes de la Escuela Militar se armaban verdaderas batallas campales”, recuerda Fernando Paulsen. En renoletas, fitos 600, citronetas y Austin Mini Cooper llegaban los más románticos al Drive In de Lo Curro después de ir a bailar las canciones de Música Libre en la recién inaugurada “Eve, una tentación hecha discoteque”, en Vitacura.

La integración social era la moda entre las niñas bien, como asegura Sergio “Pirincho” Cárcamo. “Por el movimiento hippie se dio una onda que evitaba la distinción entre clases sociales. Ángel Parra hizo una canción que hablaba de las “las rubiecitas del barrio alto” e irónicamente, él pololeaba con puras chicas así. Las niñitas high, para demostrar que tenían más conciencia social y que no se fijaban en lo externo, pololeaban con morenitos upelientos”, afirma el locutor. “No fue el movimiento hippie el que se llevó a las niñitas de las casas, -agrega Pirincho-, si no que fue Silo, un movimiento mesiánico que se adjudicaba ser la síntesis de todas las religiones y que invitaba a la juventud a abandonarlo todo y partir de casa. Hay que recordar que la onda esotérica espiritual hinduista pegó muy fuerte en Chile. Los más pijes participaban de Arica, otro grupo espiritual que incluso llevó a muchos a vivir a Arica”.

El carrete comprometido con la causa socialista se reunió en la Peña de los Parra, en la casona de calle Carmen 340. Luego de pagar la entrada correspon-diente, lo más selecto de la intelectualidad de la Unidad Popular comía empanadas y tomaba vino tinto mientras en el escenario se sucedían los máximos exponentes de la nueva canción chilena.

“Mi época de estudiante de teatro en la Chile fue maravillosa, -afirma Cristián García Huidobro. Siempre se hacían fiestas en las que se tocaba charango y se cantaba. Nosotros hacíamos muchas fiestas en casas y las puertas estaban siempre abiertas para toda la gente que quisiera participar. En todos los carretes se respiraba fraternidad, había conciencia de no dejar la cagada, de cuidar las cosas de los otros. Cuando estábamos con la caña mala, tomábamos malta con huevo para reponernos”.

“En Viña íbamos a los festivales de cine arte y luego al faro del puerto, -recuerda Pirincho. Pero lejos lo más entretenido era el Roland Bar donde podías ver a Pablo Neruda, a Pablo de Rokha, cineastas famosos, poetas, pintores y la más selecta intelectualidad de la bohemia porteña reunidos conversando hasta la madrugada. La Unidad Popular fue una muy buena época para ser joven”.

La gallada que no era ni pije ni militante se reunía en quintas de recreo, en malones y fiestas bailables que se organizaban en los sectores más populares. Las pílseners se tomaban por metro cuadrado y mataban Giolito y su Combo, La Sonora Santia-gueña y La Sonora Palacios. “Mi papá tocaba todos los días en La Pachanga, en la calle San Pablo, -sentencia Marty Palacios hijo- era un salón bailable cuya especialidad era el pollo al coñac. Nosotros no teníamos teléfonos, así es que la señora de la botillería de la esquina nos daba los recados. Recuerdo que una vez a grito pelado llamaba a mi papá “Marty, te llama el presidente Allende”. El presidente lo llamó para pedirle que tocara en la Universidad Técnica del Estado. Ese día, mi papá llegó con un maletín lleno de billetes”.

Desplazando al ron, en la UP se llevaba la piscola con pisco Control. También el Martini, el trago que bebía James Bond.

Marihuana, platihuana, merca y LSD

La Unidad Popular comenzó con una alarmante noticia para los marihuaneros: el ministro de Educación, Mario Astorga, anunció el control del consumo de marihuana entre los alumnos.

El hippismo irrumpía con todo, en Los Andes y San Felipe la cannabis se encontraba a la orilla de la ca-rretera. El cultivo del cáñamo daba vida a una próspera industria que entre otros usos, servía para fa-bricar alpargatas, (“este es tan cuma que es capaz de fumarse las alpargatas”, se solía decir). La marihuana se conseguía gratis y se regalaba en la onda hermano, paz y amor. Los dealers no existían y en el Parque Forestal acampaban decenas de volados melenudos que escapaban de sus casas para vivir la revolución de las flores.

También en 1970, el Departamento de Investigaciones Criminológicas de la Policía de Investigaciones hizo público un estudio que daba cuenta que el consumo de marihuana se había extendido desde el barrio alto hacia todos los estratos socioeconómicos. “Llama la atención el retardo pedagógico acusado por la ma-yoría de los fumadores, irregularidades en la asistencia a clases, abandono prematuro de la escuela, mala conducta, cimarra, desórdenes y problemas con las autoridades”, consigna la publicación de la policía. Otro asunto que preocupó a las autoridades fue la irrupción del ácido lisérgico, LSD, en sectores paltones de Santiago. El LSD se podía conseguir por 120 escudos la unidad y causó furor siguiendo en la etérea onda hippie. “La juventud drogada” titulaba la revista Qué Pasa su editorial de abril de 1971.

“Siento como anestesia, como los brazos así, (los deja caer), como un relax en la punta. Hay un deseo de moverme, los brazos me pesan, siento un hormigueo y sensación de vibraciones en la cara, como de hielo en las manos y dificultad para hablar… no me cuesta encontrar palabras, es una sensación de arrastrar. Ahora, me pesan las piernas”, es parte del relato de un joven tres minutos después de fumarse un pito que el profesor Armando Roa, de la escuela de Psiquiatría de la Universidad de Chile, publicó en enero de 1972. El docente llegó a encontrar 47 marihuaneros en un curso de 60 alumnos.

Andar bien volado era la moda y a falta de hierba, los jóvenes de la UP fumaron cáscaras de plátano tostadas. Qué tanto, la platihuana también se llevaba con tal de abstraerse de este mundo tan poco espiritual!

La cocaína no era de consumo masivo entre la juventud, pero sí se podía apreciar en boites y locales más brígidos de la bohemia santiaguina, sobre todo entre los músicos que, para tocar toda la noche, se pegaban en la pera en los camarines. En la revista Ritmo de junio de 1973, una cándida reportera describe así el ambiente en un billar: “dicen que allí circula mucha droga, mucha cocaína. Uno, por supuesto, no la ve, pero por allí le dicen que ése anda huasqueado o que a ese otro le falta un papelillo. Es un hombre delgado, nervioso, de mirada huidiza, que juega todo el rato con un llavero que tiene en las manos. Se lo pasa de una a otra, lo da vueltas, lo aprieta y mira a cada rato a la puerta de entrada”.

Santiago brígido

Sólo para guapos, la calle Bandera, más conocida como el barrio chino, fue el escenario de los más bravos merequetengues de la UP. En ese entonces, la truculenta revista Vea solía cubrir los brillos del sector con lujo de detalles y sangrientas fotos.

La boite Zeppelín, era propiedad de Lily Arce, una gorda rucia que llegó a Chile contratada por el Burlesque como “La princesa platinada del desnudo picaresco”. Una mujer de armas tomar que sin necesidad de matones en su local pudo controlar a los bravucones que armaban mocha porque a la piscola le faltaba hielo.

A un par de cuadras, en La Piojera, un vaso de chicha se conseguía por 20 escudos. En la Plaza de Armas la boite Mon Bijou armaba los brillos con un espectáculo a cargo del ballet hippie, mezcla de strip tease, soul y orgía; un grupo de jóvenes se hacían los volados y bailaban frenéticamente a la vez que se empelotaban.

En 1973, la revista Ritmo sindicó como el capo de la noche santiaguina al dueño de la boite “La Sirena”, ubicada en Irarrázabal con Vicuña Mackenna, de propiedad de José “Pepe” Aravena, más conocido como “El Padrino”. En La Sirena se pudo apreciar por primera vez en Chile un show de strip tease, actuaciones de transformistas y el singular y exitoso espectáculo de unas mellizas que terminaba en tortilleo. El Padrino impuso las linternas –la botella de pisco con cuatro bebidas-, en la bohemia chilena y su precio fluctuaba entre los 200 y 500 escudos. “El negocio es bueno porque todos tienen siempre un motivo para divertirse: porque están tristes, porque están alegres, porque están enamorados o porque los abandonó la novia” afirmaba el capo a la revista juvenil. “De lo único que no hay desabastecimiento, -escribió la periodista Malú Sierra-, es de mujeres dispuestas a divertir a los varones que andan de parranda”.

Copetineras y artistas de la noche eran las estrellas de ca-rretes que bien podían terminar a balazos. Humberto Cepeda, alias el Chuchi, director de La Cubanacán cuenta: “Durante la UP nosotros tocábamos todos los días, de martes a domingo. A La Sirena llegaban los mejores artistas de Chile y extranjeros como Raphael, Salvatore Adamo, Olga Guillot y Celia Cruz. Era un muy buen público, gente de buena situación. No se pagaba entrada, sólo el consumo que era prefe-rentemente whisky y pisco. Cuando se agarraban a balazos, nosotros nos escondíamos detrás del piano y teníamos que seguir tocando para que no se notara la tole tole. A La Sirena también iba mucho mafioso, incluso se citaban para ir a ajustar cuentas”. En la boite del Padrino, los mozos eran cosa seria. De hecho, ellos armaban las grescas cuando algún borrachín no quería pagar puesto que se las descontaban de sus sueldos. Así, más de una vez la jarana terminó con un finado.

A falta de after hours, los náufragos podían rematar en el restaurante “Santiago Zúñiga”, local decorado con luces de neón y fotos de vedettes desnudas que ofrecía a su distinguida clientela el trago “torito”, champaña con vino tinto o una “negra linda”, malta con menta. Solo para valientes.

Notas relacionadas