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Nacional

9 de Octubre de 2011

Niños de segunda clase

Airsha tenía 6 años cuando no lo atendieron en un consultorio, pese a tener más de cuarenta grados de fiebre, porque su papá no tenía regulada su situación. Dayana lleva dos años buscando un colegio donde matricularse, mientras consigue traer los papeles firmados desde Lima. Los compañeros de curso le escupían al hermano menor de Katia, el primer año que llegó al país… Todos estos niños son peruanos. ¡Bienvenidos a Chile!

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Por Valentina González Quintana

Cuando tenía ocho años, José se enfermó. Vomitaba, ardía en fiebre y tenía diarrea. Elena Pornaquispe, su madre, lo llevó al consultorio Ignacio Domeyko, en Cueto con Santo Domingo, en el centro de Santiago. No se lo recibieron.

-Me dijeron ‘no, acá no se puede porque no tiene ningún papel’. Yo le dije ‘señorita, es que se me puede morir, ya no come ni nada’ -cuenta Elena.

La respuesta de la funcionaria fue un frío qué quiere que le haga. Pornaquispe se llevó a su hijo a la farmacia. Allí le compró un remedio que le recomendó el encargado del local.

Elena y su hijo son peruanos. Ella lleva en Chile siete años; sus hijos llegaron hace cuatro. Para Elena lo que pasó en ese consultorio en el 2002 fue la primera señal de los problemas que sus hijos tendrían en Chile: sin atención en salud y con dificultades para acceder a la educación.

Elena trabaja en la calle Catedral vendiendo ceviche, papas rellenas y postres peruanos. Su hijo mayor, Alex de 13 años, la ayuda en las tardes, cuando vuelve del colegio. José y Alex son dos de los aproximadamente seis mil niños y niñas provenientes de Perú, Ecuador y Bolivia que consignó el censo del 2002. Los hijos de los inmigrantes que a mediados de la década pasada comenzaron a llegar a Chile en grandes oleadas, y que, a partir de 2000, empezaron a traer a sus hijos. Según el censo, casi cuatro mil de esos niños, en su mayoría peruanos, viven en Santiago.

En julio, el Colectivo Sin Fronteras -una organización de profesionales chilenos y peruanos dedicados a apoyar a niños inmigrantes- realizó un estudio sobre la base de 60 casos de menores y sus respectivas familias. Todos estaban afincados en las comunas de Recoleta e Independencia, donde se concentran los recién llegados con mayores problemas sociales y legales. La investigación dio con que un 75% de ellos no estaba inscrito en ningún consultorio. Y peor: el 15% de ellos se había presentado en consultorios alguna vez en los últimos seis meses con evidentes muestras de estar enfermos y no habían sido atendidos.

“El problema es que hay una serie de obstáculos que impiden hacer efectivos los derechos de estos niños y niñas. Para el caso de la atención en los consultorios, se pide que además de que el niño tenga un RUT, al que ahora pueden acceder como estudiantes, independiente de la situación legal de sus padres, que el adulto responsable tenga visa de residencia”, dice Patricia Loredo, coordinadora del Colectivo Sin Fronteras.

Obtener una visa de residencia es un problema para los padres. La visa por contrato es a la que más acceden los inmigrantes que se están estableciendo. Para conseguirla, el trabajador debe presentar un contrato de trabajo firmado ante notario, con algunas cláusulas que son difíciles de conseguir, como que el plazo del contrato sea indefinido y que el empleador prometa que, una vez terminado el contrato, pagará para el trabajador y su familia el pasaje de vuelta a su país. Para obtener la permanencia definitiva, la persona debe cumplir un contrato de dos años pagando imposiciones. Al tercer año la obtiene. El proceso, a veces, puede alargarse demasiado.

Mientras tanto, la visa sujeta a contrato debe renovarse cada año, pagando 50 mil pesos aproximadamente por cada miembro familiar. Esto contribuye a que muchos de los inmigrantes que han tenido visa no la hayan renovado. Y quedan en situación irregular. En el último tiempo, se ha intentado solucionar estos problemas.

La falta de papeles, pese a ser lo principal, no es lo único que explica los problemas de atención en consultorios. También hay un factor de idiosincracia:

-En Perú casi no se hacen trámites. Tú te enfermas y vas a algún centro de salud pública a atenderte. Listo. No hay que tener tarjeta, ni hacer mayor trámite. Entonces hay gente que llega al consultorio y recién ahí se entera de que tenía que haber hecho trámites… También es falta de información -explica Loredo.

Airsha de ocho años, no se acuerda muy bien, pero hace dos años, cuando recién llegaba desde Perú, se enfermó. Tenía más de cuarenta grados de fiebre. Su papá, Luis Alberto Ramos, la llevó al consultorio de Recoleta, pero ahí no la atendieron. No estaban inscritos y en el lugar donde trabajaba Ramos aún no le hacían un contrato que le permitiera regular su situación.

Juntó el dinero que tenía y se fue a la Clínica Dávila con la niña en brazos, pero el dinero reunido no le alcanzaba para pagar los 28 mil pesos que costaba la consulta. Caminando por las calles con su hija ardiendo en fiebre, finalmente terminó en la Cruz Roja de la calle Independencia, donde los días de semana cuesta 5 mil pesos la consulta. Ahí, Airsha se atendió.

Ahora, Luis Alberto está contratado y toda su familia tiene regularizada su situación, pero cuando sus hijos se enferman no los lleva al consultorio. Van los sábados a la Cruz Roja donde los atienden gratis, o al hospital de la Universidad de Chile, donde el bono cuesta tres mil quinientos pesos. “De esa mala experiencia, me quedó un poquito de azar, ese malestar ¿no?”, dice Luis mientras revisa las tareas escolares de sus cuatro hijos.

LA FAMILIA EN LA FRONTERA
Soledad llegó hace 7 años a Chile. Vino siguiendo a su marido, que trabajaba de peoneta con un sobrino. Ella llegó a los dos meses. Pero las cosas no salieron como las tenía planeadas. A los quince días de llegar a Santiago murió su madre, que se había quedado en Perú cuidando a sus cuatro hijos. “Entonces junté lo que pude, me fui a Perú y traje a mis dos hijos mayores”, dice mientras almuerza en la Vega Central. Sus hijos menores, de cinco y ocho años, se quedaron allá en la casa de familiares. A los dos meses se enteró que ellos no estaban bien en Perú: cuando los llamaba se ponían a llorar y le pedían que los trajera. Soledad viajó y se los trajo.

En la frontera, tuvo que negociar con la industria de pasadores a Chile.
-Vendí todo, porque cuando uno cruza la frontera hay que pagar 150 dólares a los pasadores para que nos dejen pasar. Uno va a lo legal, pero piden bolsa de viaje, que son 3 mil dólares. Uno dice: ‘no tengo’ y te dicen: ‘no pasas, ándate’. Entonces uno se contacta con esos pasadores que hay, uno les regala 150 dólares y pasa tranquila, porque pasan en un auto. Pasan legales porque les timbran, pero negocian con nosotros.

“Les timbran y les dan una tarjeta de turismo que es falsa. La mayor cantidad de gente que ha llegado irregular en el último período, desde el 2002, es porque ha entrado con timbres falsos. Una vez que llegan, tratan de sacar su residencia. Se van a registrar a policía internacional y se dan cuenta de que no aparecen registrados”, dice María Elena Vásquez, abogada del Colectivo Sin Fronteras.

LA VIDA EN EL CORRALÓN

En Santiago, Soledad y su esposo se vieron tratando de salir adelante con sus cuatro hijos. Tuvieron que vivir un año en el sitio donde el jefe de su esposo guardaba los camiones. Sin baño, improvisaban una ducha colgando un balde y tapándose con cartones. Soledad le tiene un mote a esa, su primera casa en Chile: “El Corralón”.

“La mayoría de los peruanos inmigrantes viven en casas grandes y antiguas, donde arriendan piezas. Casi todos los niños que vienen al taller viven así. Ahí cocinan con esas cocinillas a gas… A veces, en una pieza vive más de una familia. Un niño de acá vivía en una pieza con su familia y la de sus dos tías. Las señoras trabajaban como empleadas puertas adentro, por lo que se turnaban en la casa”, dice Carlos Muñoz, del colectivo Sin Fronteras.

La familia de Soledad pasó años sin poder regular su situación, hasta que en 1998 y a raíz del brusco aumento en el número de inmigrantes, se decretó una amnistía que permitió a un gran número de inmigrantes, regularizar su situación.

Hasta la amnistía, sus hijos estuvieron un año y medio sin encontrar colegio porque no tenían los papeles al día. “Perdieron dos años. Mi hija ahorita tiene 19 y recién está en tercero de secundaria, medio que le llaman, y es buena alumna. En Perú nunca repitió”, dice Soledad.

Para entrar al colegio, a los niños inmigrantes se les exige tener certificado de estudios debidamente visado. Eso significa que debe tener la firma del ministerio de Educación de su país y otras firmas que no son fáciles de conseguir. Sobre todo si es que la familia del niño, en el caso de Perú, no vive en Lima.

Según las cifras del colectivo Sin Fronteras, un 11,5% de los niños se encuentra sin matrícula, por no contar con la documentación necesaria. Una de ellas es Dayana. Tiene 14 años y lleva dos años buscando matricularse en algún colegio. “Me da rabia, veo a todos los niños acá que hablan de sus colegios y yo no hago nada, me quedo en la casa”, se queja.

SIN CLASE

Katia tiene 16 años, es peruana y lleva cuatro años en Chile. Sus padres vinieron primero y dos años más tarde llegaron ella y sus dos hermanos menores de 13 y 11 años. Después del colegio trabaja en la Vega Central con toda su familia. Han abierto varios locales donde venden comida peruana. “Somos como una micro empresa”, dice sonriendo. Está en el liceo de niñas Paula Jaraquemada, en tercero medio y el primer año que llegó “me hicieron la vida imposible. Lloré, me humillaron, me decían ‘ahh la peruana, hola peruanita, puesss’”, dice. “A mi hermano le escupían, le tiraban papelitos. No, él ya no quería volver más al colegio. Porque los compañeros lo trataban mal, me pegan, decía, me escupen, me dicen peruano culiao”, recuerda.
Le costaba estudiar, la materia era distinta. “Por ejemplo, historia, ¡uuy! sí que me costaba y con inglés era horrible. Allá en Perú sólo se tiene inglés desde primero medio. O sea, yo llegué y no tenía idea de nada”, dice Katia.

Continúa: “Así pasamos ese año horrible, con otra amiga peruana que entró conmigo. Al año siguiente, ya no nos molestaron más. Pasa que las que nos molestaban eran un grupito chico, pero igual afectaba mucho, siempre nos decían: no hagas caso, pero te llega. Al otro año se fueron algunas de ellas y las demás, que ya nos conocían, no nos molestaban. Ahora somos todas amigas”.

Con su hermano menor fue distinto. Su madre tuvo que ir a hablar al colegio a una reunión de apoderados porque a él lo molestaban mucho. El resto de los padres dijeron que sus hijos no hacían eso. “Mi mamá les preguntó: ¿a usted le gustaría ir a otro país, llevar al colegio a su hijo y que él de la noche a la mañana no quiera ir más al colegio? ¿Por qué? Porque los compañeros lo molestan, eso duele, les dijo, y ellos no tienen la culpa de haber venido a este país. Yo tengo la culpa, ellos no. De ahí cambió todo. Los niños ya no lo molestaban más y comenzó de a poco a hacerse amigos”, recuerda Katia.

En el colectivo Sin Fronteras, hay más casos de discriminación en los colegios. Carlos Muñoz, de la organización, comenta: “Acá teníamos el caso de un niño que hacía todos sus trabajos, las maquetas y cosas que le pedían en el colegio, pero que no los mostraba en la escuela. Su mamá fue un día a una reunión y ahí se enteró de que el niño no presentó ningún trabajo, pese a que los llevaba hechos de su casa. Los compañeros lo molestaban tanto, que no se atrevía a mostrarlos”.

“Al final no es una cosa, es la suma de todas las cosas, lo que va llevando a que el niño deserte, quede excluido y en una situación de extrema vulnerabilidad”, dice Patricia Loredo.

Soledad, mientras termina su almuerzo en la Vega Central, recuerda que tuvo que cambiar a sus hijos varias veces de colegio. “Mi hija estudia en un liceo de Quinta Normal y el profesor de matemáticas la pone a un lado. Antes estudiaba en el Benjamín Franklin y ahí la profesora la trataba mal. Pero yo no sabía dónde ponerla. Ahora está bien”, dice.

Su hijo menor sufría en el colegio: “Al chico, lo fastidiaban. Lo llamaban peruano xx… Son indirectas que les mandan. Luego lo puse en el Eloy González, para niños con problemas y ahí salió adelante, lo querían mucho, le iba súper bien. Los profesores lo ayudaron para que se integrara en un colegio normal, pero ahí empezaron de nuevo sus problemas”, dice Soledad.

En la Plaza de Armas, Álex está triste. Un carabinero le acaba de botar los postres que vendía a la basura. Dice que le gusta su colegio: “Hay grupos de chilenos y de peruanos. Yo me llevo con todos”. Sin embargo, tiene una inspectora que se queja de que hayan tantos peruanos. Una vez Álex le pegó a un compañero de curso que lo había molestado y lo suspendieron cinco días. A su hermano José le pegaron, su familia no sabe bien por qué, “pero a su compañero que lo golpeó, que era chileno, no le hicieron nada”, se queja su madre con impotencia.

Cerca de Elena Pornaquispe, su vecina de puesto también vende comida peruana. Su hija tenía trece años cuando llegó llorando un día porque en la escuela la habían ofendido. Pero ella no quiso cambiarse de escuela. Simplemente, no fue más.

Katia, mientras trabaja en la Vega Central, dice que quiere estudiar Derecho y ser abogada. Pero aún no sabe que para lograrlo deberá enfrentar otro problema, uno que le llegará en dos años más: los extranjeros, en Chile, no pueden optar al crédito fiscal.

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