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LA CALLE

27 de Octubre de 2011

Las lecturas prohibidas del pene

Un libro de hace doscientos años recobra vigencia por la descarnada manera en que confrontó a la sociedad acerca de las relaciones entre sexo, religión y desnudez.

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Por Arnoldo Mutis de revistafucsia.com

“Todos rehuyen verle nacer, todos corren a verle morir”, decía Montaigne del hombre. Otro francés apuntó: “Para destruirlo, se busca un campo espacioso; para construirlo, se esconden en un antro tenebroso y lo más estrecho posible”.

Pronunciamos sin vergüenza el nombre de los instrumentos que causan la muerte, las armas por ejemplo, y nos ruborizamos al nombrar los que dan vida, como los genitales, según las notas de D. A. Delaure, autor de un libro que se convirtió en todo un antecedente de los estudios de sexología.
A nadie, hasta aquel 1805, se le había vuelto a ocurrir contar la historia secreta del cuerpo humano, saltando por encima de tapujos y tibiezas. En su texto, el autor decidió volver a la época en que la desnudez masculina fue el centro de un culto que se extendió por Europa, África, Asia y América, por varios siglos.

Las deidades fálicas tenían, pese a las distancias, un denominador común, pues siempre provenían del culto al Sol, el dios mayor para las culturas anteriores a la tradición judeocristiana. Los antiguos adoraban su fuerza regeneradora, y para representarlo adoptaron la imagen de la masculinidad, llamada por los griegos falo, aunque el término puede ser de origen fenicio y significaría “una cosa secreta y oculta”, o “un ser admirable y mantenido en secreto”.

El mito no se basaba en la anatomía del hombre, sino en la de dos animales: el toro y el macho cabrío. Al principio, más sintéticos, los antepasados adoraban a la parte y no al todo. Con el tiempo se idolatraron los cuerpos de estos dos seres que ligaron a la religión con el sexo. No merecieron el honor sólo por sus grandes proporciones. Hace más de cinco mil años, sus formas se dibujaron en el cielo, según el zodiaco, por primavera, la estación más rica de sol. Los sabios concluyeron que estas dos criaturas eran la encarnación del astro rey en el mundo, que desde entonces se llenó de falos por cada casa, muro, columna, fachada, altar o monumento que se construyó.

En Hierápolis, ciudad sagrada de Siria, había un templo en honor de dos falos que presidían el pórtico. Medían tanto o más que las torres de la catedral de Notre Dame, de París, o sea, más de seiscientos metros. La torre redonda con extremo ovalado acogió en la Edad Media la forma fálica y no es raro que se le dijera phalae.

Todo eso lo cuenta Delaure, quien veló el verdadero tema de su libro bajo un largo título: Divinidades generadoras o el culto al falo entre los antiguos y los modernos. En menos de trescientas páginas, el francés despacha un delicioso tratado sobre el sexo de antaño. En Egipto, el dios sol tenía tres falos, pues, según Plutarco, “es el principio de la generación; y todo principio, por su facultad productiva, multiplica todo lo que sale de él”. El adminículo fálico, hacía parte de los ajuares de las tumbas de las mujeres, quienes vivas se habían entregado al culto al macho cabrío. En los ritos en su honor, ellas “llevaban su extraña devoción demasiado lejos”, recordó el autor. Lo hacían para proteger la hombría de sus maridos.

El tamaño sí importa

El falo humano, desligado aún del cuerpo, fue por primera vez objeto de veneración en la tierra de los faraones. En largas procesiones, las egipcias agitaban imitaciones del sexo del cabro con un resorte. “¿Por qué tan grandes?”, llevan preguntándose los historiadores hace siglos debido a que Heródoto, quien narró la costumbre, dijo que por razones religiosas no lo podía explicar…

Se representó en forma de cruz, muchos siglos antes de Jesucristo, lo cual hizo suponer a varios estudiosos que hasta el cristianismo tuvo su origen en los cultos a aquel órgano “cuyo nombre no se debe pronunciar”.

En Colombia, las culturas indígenas también se entregaron a esta fe. Para comprobarlo, basta con visitar los vestigios arqueológicos de El Infiernito, cerca de Villa de Leyva, y los de San Agustín, en el Huila.  En Grecia, el culto a este dios se transformó en varios dioses, pero el que más caló fue Priapo, quien tiene su lugar en la intriga. Era hijo de Afrodita o Venus, la diosa del amor y de la belleza, quien al ver que era feo y deforme, nunca más quiso saber de él. A la final era hijo y nieto de dioses, así que no le podía ir tan mal. El volumen de sus formas comenzó a ser reverenciado, y los pobres maridos tuvieron que pagar el hecho de haberlo repudiado con un homenaje de desagravio y ceremonias por el resto de sus vidas.

Se dice que en esa edad el desenfreno era menor porque la desnudez no tenía nada de vergonzoso ni entre mujeres ni hombres. El hábito de estar sin ropa, en público, “les hacía contraer costumbres sencillas, inspiraba en ellas una viva emulación en cuanto a vigor y fuerza, y les proporcionaba sentimientos elevados, al mostrarles que podían compartir con los hombres el precio de la gloria y de la virtud”.

El falo tenía que pasar por la supersticiosa ciudad de Roma, donde todo era divino. La capital del Imperio lo adoraba en unas fiestas llamadas ‘Liberales’. Duraban todo un mes, y en ellas un magnífico carro transportaba un enorme falo hasta la plaza pública, donde la matrona más respetable depositaba una corona de flores sobre la figura. Además, todas usaban un amuleto en forma de pendiente llamado fascinum, de donde se derivó luego la palabra fesne, posible origen del vocablo castellano pene.

El Medio Oriente enseña que la hoy mal vista costumbre entre los hombres de llevarse las manos a los genitales en público, en otro tiempo fue la expresión que sellaba un juramento. Los árabes lo hacían para saludar o también para hacer más solemne una promesa. Durante el Renacimiento el fascinum, llamado ahora mandrágora, adoptó formas más cómodas de llevarlo. ¿De quiénes vino el ejemplo? De las féminas de París, naturalmente. Creían que llevarlo muy limpio envuelto en paños de seda les aseguraba nunca ser pobres.

El fascinum también influenció los peinados. Montaigne describió así el tocado erótico de las mujeres: “Forjan una figura que se ponen sobre la frente para vanagloriarse de su gozo”. Cuando enviudaban lo echaban atrás.

La hora de los santos

Los católicos no renunciaron a las bondades de Priapo y le traspasaron sus facultades a varios santos. El primero se llamó San Futino, cuya popularidad era tal, que muchos se llamaban como él. Otro santo fálico fue San Greluchón. En su Novena, su imagen era rezada en posición horizontal y las mujeres se tendían sobre él para que las hiciera fecundas. Con San Renato las cosas volvieron a llegar lejos en su ‘indecente’ culto en Anjou.

El colmo del fanatismo se dio en Anvers, donde se adoraba a San Ters. El marqués de la ciudad quiso abolir la costumbre y, según la leyenda, le envió de regalo a sus gobernados nada menos que “el prepucio de Jesucristo”, obsequio que “aprovechó poco a las mujeres, y no les hizo olvidar el sagrado fascinum”.

Con el tiempo, la desnudez se tornó motivo de vergüenza, castigos y penitencia. Hasta mil habitantes de ambos sexos se congregaban en actitud vergonzante, con sus cuerpos descubiertos, en las iglesias y procesiones de la Edad Media para implorar por un poco de agua o el fin del invierno.
El siglo XVI se reveló como el más rebelde y disoluto. Los hombres volvieron a mostrarse y por eso surgió la bragueta, “una especie de vestido que, cubriéndolas, mostraba las formas secretas de la virilidad, de manera tan exacta como un guante muestra las de la mano”.

El falo se vio asociado al diablo y si los predicadores eran licenciosos, los escritores rebasaban fronteras. Los maestros de lo obsceno son Pietro Aretino, Il Capitolo del Forno y sobre todo, Brantône. En sus Damas galantes él retrató la agresiva vuelta al desnudo, “todo lo más rebuscado que el genio de la lujuria, favorecido por la opulencia, el ocio y el ejemplo pueda imaginar”.

A menudo, en los palacios de obispos y reyes, pinturas y tapices representaban temas considerados como “abominables, capaces de conmover los deseos de los corazones más insensibles”. Francisco I, rey de Francia, mecenas de Da Vinci, tenía en su mansión una pintura en la que, al decir de Delaure, “dioses, hombres, mujeres y diosas ultrajaban a la naturaleza y se sumían en las disoluciones más monstruosas”.

Luego vino un Cristo completamente desnudo “tapándose lo que no es necesario mostrar”. Acto seguido: los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina del Vaticano. Con razón esa época del despertar del culto fálico se llamó Renacimiento, cuando hubo cristianos con lanzadas propuestas al respecto. Los adamitas, los turlupinos, los picardos y ciertos anabaptistas iban desnudos y cometían el acto carnal ante todo el mundo.

En la Nápoles del siglo XVIII, fue muy celebrado Il santo membro. En los últimos tiempos, los desnudos explícitos más famosos los protagonizaron John Lennon, Yves Saint Laurent y Richard Gere. Con las campañas de calzoncillos de Calvin Klein, en los 90, se insinuó de nuevo el tema. El último modelo frontal lo volvió a exhibir Saint Laurent para la promoción de una de sus fragancias.

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