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Opinión

24 de Noviembre de 2011

Al maestro, con cariño

El domingo antepasado se me olvidó ver al gurú Salazar en Tolerancia Cer(d)o y tuve que recurrir a Youtube. Lo tenía muy presente, pero se me fue porque él me provoca mucho desagrado, corrijo, su modelo de sujeto académico me patea. Junto a unos cómplices, entre los que se podía contar a un par de […]

Marcelo Mellado
Marcelo Mellado
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El domingo antepasado se me olvidó ver al gurú Salazar en Tolerancia Cer(d)o y tuve que recurrir a Youtube. Lo tenía muy presente, pero se me fue porque él me provoca mucho desagrado, corrijo, su modelo de sujeto académico me patea. Junto a unos cómplices, entre los que se podía contar a un par de editores, le decimos Quelentaro, porque nos recuerda, tanto física como políticamente, a un folclorista dogmático y soberbio que cantaba verdades (o certezas) en el tiempo de las peñas, investido de un estilo macho patriarcal a toda prueba, y su verso algo tenía del insuperable canon de Atahualpa Yupanqui y del Martín Fierro preborgiano. En una palabra, insoportable. El Quelentaro Salazar tiene, por cierto, esa soberbia y voluntad de representación de la verdad revelada. La reacción alérgica se me produce porque veo en ese santón, gurú, con algo de Clotario académico, una versión no muy retocada del intelectual orgásmico (orgánico debí decir) de la izquierda más rancia, de aquella lateralidad vaticana, autoritaria y dañina, que no deja de trazar las huellas que la conduzcan a Roma.

No es tan extraño que Salazar, el folclorista de las ciencias sociales, sea investido como el Marcuse (corríjanme si me equivoco) del movimiento estudiantil chilensis, es probablemente una estrategia sectaria, que siempre está vigente, que es análoga a la de los partidos políticos que pretenden capitalizar del movimiento. En reemplazo de los partidos es cierta academia o cierto negocio académico, como recurso sustitutivo, la que se quiere apropiar de este objeto político que no salió de sus aulas, sino que se gestó en los pasillos, en los rincones, en la calle, en los parques, en los no lugares de la ciudad maldita.

Yo no tengo pedigrí académico, uno es de una generación distinta a ésta tan obsesionada por sacar magísteres y doctorados para competir en el mercado académico; como los poetas, que les encanta engrosar sus curriculum con esos cartones que legitiman saberes. Debo reconocer que al respecto soy (o estoy) levemente resentido, yo fracasé en ese ámbito, nunca me pude acostumbrar a los modos succionales de la academia (parecidos a los de la política). Y al final terminé con un “rasca” cartoncito de profe (dicho al modo aspiracional). Yo la jerga academicoide la uso como táctica ficcional, es decir, con sentido crítico, y por eso me huele mal la pretensión de este historiador del sentido común progresista, porque veo en él al sujeto nietzscheano, sacerdotal, que quiere power y que, por lo tanto, pontifica sobre los movimientos sociales.

Como operador de la ficción considero que el libro “Ser niño ‘huacho’ en la historia de Chile” es una gran novela social, porque tiene los ingredientes documentales que convierte en protagonistas a personajes de archivo. Los acontecimientos en que se ven envueltos son apropiados por el narrador básico, el historiador, que pedagogiza dicha acción al modo neoclásico y los somete, incluso, a su afectividad paternal.

Lo más sospechoso es el entusiasmo que provoca en esa población que quiere liderazgos, que quiere arrendar su voluntad y que necesita de líderes abusadores (como el obispo de Honolulu que se afilaba a sus fieles…), y que lo considera como ganador de un debate. Son las ganas desesperadas de contar con un pop winner legitimador que tiene la doxa (o sentido común) de izquierda. Y este tatita pareciera tener las características necesarias, es decir, combinar elementos súper estructurales con subjetividad y mundo doméstico.

Lo importante es que la academia se quede donde siempre quiso estar, allá, lejos, y si alguno de sus agentes quiere bajar a lo público, que lo haga como sujeto particular y se mezcle con las multitudes, como decía la Violeta. La dirección colectiva del movimiento social-estudiantil debe y tiene que ser capaz de darle un nuevo curso al camino emprendido. Y ese trabajo no lo da la academia y menos los partidos, lo da la creatividad popular, que siempre está más cerca del maestro chasquilla (o del maestro roscalata) que del intelectual.

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