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Poder

18 de Diciembre de 2011

A diez años de la caída de De la Rúa

El Presidente no supo cómo enfrentar los problemas económicos. Y se aisló políticamente. Asediado por protestas callejeras y con el peronismo dando la espalda, sus últimos momentos fueron dramáticos.

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Si algo sabía De la Rúa era que su gobierno no podía atravesar otra noche como la del 19 de diciembre. Y cumplió, a su pesar, cuando en la tardecita del jueves 20 hizo lo que gran parte del país esperaba: firmó su renuncia, retiró sus papeles del escritorio, le pidió al fotógrafo de Presidencia un último clic y a su secretaria que no se olvidara la jabonera del baño. Y abandonó el poder con el helicóptero.

¿Pero qué noche había sido la del miércoles 19? Fue la noche de las ametralladoras. Ocurrió así: luego de comunicarle al país que decretaba el Estado de sitio, miles de manifestantes que pedían a gritos que se fueran todos, la clase política entera analizaba cómo gobernar sin su gobernante. De la Rúa firmó el decreto de aceptación de renuncia del “superministro” Domingo Cavallo y después se refugió en Olivos. Era una noche de calor. Miles de vecinos “caceloreros” y militantes empezaron a rodear la residencia. A la 1.15 de la madrugada, había centenares de personas colgadas en el extenso perímetro de los muros. Les bastaba un salto para “tomar el palacio”. En ese momento, la policía bonaerense decidió retirar sus efectivos que custodiaban las calles periféricas y el jefe de la Casa militar, vicealmirante Carlos Carbone, buscó alguna autoridad por la planta baja. La mayoría de los ministros estaba negociando una salida a la crisis con gobernadores peronistas en el Hotel Elevage. De la Rúa estaba en su dormitorio, durmiendo o no. No se sabía. El vicealmirante encontró a Hernán Lombardi, ministro de Turismo. Lo llevó a la parroquia adyacente y le mostró la amenaza popular en los monitores. “No tenemos condiciones de seguridad. Tenemos que evacuar al Presidente”; “dónde lo llevarían?”, preguntó Lombardi. “A Campo de Mayo”. Lombardi dijo que no. Entonces el vicealmirante Carbone sacó las ametralladoras pesadas y comenzó a colocarlas apuntando sobre el muro. Y con un megáfono, los custodios del Presidente empezaron a disuadirlos para que se bajaran. Fueron 3 horas de máxima tensión. A las 5 los grupos ya se habían retirado.

Una hora después, cuando De la Rúa bajó al hall a desayunar, las ametralladoras ya no estaban. Su preocupación era Cavallo. Ordenó que lo llamaran para avisarle que le había aceptado la renuncia. “No quiero que se entere por la radio”, agregó. Lombardi llamó al vicejefe de gabinete Armando Caro Figueroa para que se lo transmitiera a su jefe. “Lo único que quiere Mingo ahora es que no le incendien la casa, no está pensando en si le van a aceptar la renuncia…”.

El país entero era lo más parecido a un incendio. Aunque De la Rúa no parecía verlo en su real dimensión, según demuestran todos los testimonios recogidos por Clarín que recuerdan aquellas horas dramáticas, que no hacen más que corroborar las múltiples razones de una caída: el aislamiento del Presidente, la testaruda resistencia a una devaluación que se precisaba, la falta de colaboración internacional para sanear las cuentas públicas en rojo, la fuga de capitales, el ajuste fiscal, y finalmente la ausencia de poder en un país donde otros actores –peronistas, sindicatos, empresarios, también radicales y por supuesto los manifestantes– saben que no hay vacío de poder que no se ocupe.

A las 9.30 de la mañana de aquel jueves 20, el helicóptero presidencial dejó a De la Rúa en la Casa Rosada. Fue justo durante una avanzada más de la Policía Federal contra los manifestantes que ocupaban el microcentro y la Plaza. Balas de goma, bastonazos y gases lacrimógenos ocuparon la escena que el Presidente podía ver desde la Casa de Gobierno o en cualquiera de los canales de televisión.

A las 10 recibió las primeras señales de que no llegaría a otra noche. Una delegación de diputados y senadores radicales, en su despacho, le informó que la posibilidad de conseguir el apoyo del peronismo ante el descalabro social, económico y político era mínima. “Tenemos que ofrecerles cargos concretos en el gabinete”, le dijo el senador Maestro. Y De la Rúa prometió pensarlo.

Minutos después, el ministro del Interior, Ramón Mestre, lo interrumpió para anunciarle que los gobernadores no asistirían a una cita programada del Consejo de Seguridad. Los gobernadores habían decidido partir en masa hacia San Luis, con la excusa de la inauguración del aeropuerto de Merlo, y pensar el futuro. Un futuro que parecía excluír a De la Rúa.

Pero mientras el peronismo, que tenía la mayoría en las dos cámaras legislativas, ya olía el retorno al poder, el radicalismo cifraba toda esperanza en un acuerdo con el peronismo, y constituir un “gobierno de unidad”. La UCR no tenía un Plan B. La Plaza de Mayo, además, había sido “entregada” a los manifestantes.

A las 2 de la tarde, el Presidente llamó al gobernador bonaerense Carlos Ruckauf, a quien durante esa jornada en secreto, y más tarde en público, culpaba por los saqueos que venían ocurriendo en el conurbano bonaerense. La charla fue formal. De la Rúa le aseguró que no pensaba renunciar y le dijo que iba a convocar a un acuerdo. Del otro lado recibió silencio.

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