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LA CALLE

20 de Diciembre de 2011

El preso 82

Hace un año, 81 presos murieron quemados en la cárcel de San Miguel en una torre en que, inexplicablemente, Gendarmería juntó a presos de alta peligrosidad con otros más tranquilos. La sociedad se sorprendió del hacinamiento en que vivían y hubo lágrimas y cuñas dolorosas. Pero todo siguió igual. Esta es la historia de uno de los que pudo haber muerto pero que, sin embargo, le quedan otros once años más para sobrevivir en las cárceles chilenas.

Por

Foto: Alejandro Olivares

Sus presos están vivos y por eso las mujeres gritan, lloran, se abrazan. Esto ocurre hace un año: 9 de diciembre de 2010, jueves. El día anterior, el peor incendio carcelario que se haya registrado en Chile mató a 81 reos en la Torre 5 de San Miguel. Todos asfixiados y carbonizados. Esta es la visita de los sobrevivientes.

Son cinco minutos. Los familiares están en un pasillo estrecho lleno de sillas de plástico blanco apoyadas contra el muro. Los visitantes se sientan silla por medio, dejando la del lado para cuando lleguen los presos. Los quince reos que entran rodeados por gendarmes se reparten en ellas. Hay gritos de felicidad.
-Quedan cinco minutos -dice un gendarme que comienza a pasearse de punta a punta por el pasillo y que mira su reloj.
El murmullo de las conversaciones se toma el pasillo.

El Ricachón, condenado a quince años de cárcel por robo con intimidación se sienta al lado de una desconocida. Es alto y delgado; tiene la mirada perdida.

Tiene un par de minutos para resumir lo que pasó la noche del incendio. “Fueron ellos, los de la Peni. Los trajeron aquí hace unos meses”. Quedan cuatro. “Ellos eran más peligrosos, eran agresivos. Llegaron adueñándose de nuestros espacios, del play, de la tele, de los camaros”. Quedan tres. “Anoche se pusieron a tomar y comenzó una pelea. Uno agarró un balón de gas y lo convirtió en soplete. Con eso se quemó todo”. Quedan dos. “Hace tres semanas yo vivía en la celda del incendio. Peleaba con ellos porque era injusto lo que hacían. Pedí que me cambiaran porque quiero tener buena conducta”. Queda uno. “Yo podría haber sido uno más de los quemados de ayer; si hubiese seguido ahí ahora estaría muerto, ¿me entiende? Dígale a mi mamá que estoy bien”.
Fin de la visita.

DESCARRIADO

No le dicen así porque cuando chico le hayan dicho Richi, ni mucho menos porque haya tenido plata alguna vez. Sucede que hace diez años, cuando era un
pastabasero que andaba botado de calle en calle por la población San Gregorio, en La Granja, siempre tenía un estuche con un cepillo y una pasta de dientes. Y siempre andaba con su ropa limpia.

Ricachón.

Está cerca de los treinta. Hace sólo cuatro años empezó a cumplir una condena por robo con intimidación que lo tendrá encerrado hasta el 2022.
Comenzó a los catorce años: desde su colegio en La Legua se iba a Batuco en una camioneta con unos amigos a robar bicicletas. Llegó hasta la mitad de primero medio. Según su mamá, Rosa, es que prefirió irse a la feria a trabajar con el mayor de sus cuatro hermanos; para él, la causa de la deserción es la marihuana, que fumaba en tal cantidad que se le olvidaban las cosas y le iba mal en las pruebas.

-Iba a puro fumar marihuana a la escuela, ya no iba a aprender. No me acuerdo cómo se llamaba el liceo, pero estudiaba mecánica en máquinas de herramienta -cuenta, desde un teléfono celular que tiene con un grupo de presos en la cárcel.

Hubo un momento en que la vida del Ricachón pudo haber sido distinta y no hubiera habido ni incendio ni esta historia. Fue el breve periodo en que, tras dejar la escuela, junto a su madre se acercaron a una iglesia evangélica. Dejó la marihuana, no robó más y se dedicaba a rapear canciones religiosas junto a una niña que había sido drogadicta. Luego se puso a pololear. Y vino el desastre.

-El problema fue que con mi polola caímos en pecado; fornicamos, como se dice. Y eso se supo entre la gente que iba a la iglesia.

Los pastores se reunieron para ver qué hacer con el par de descarriados. Los cuatro años como feligrés se fueron a la basura: se quedó sin amigos, sin polola y expulsado del grupo religioso.

Por eso, explica el Ricachón, volvió a ser ladrón:
-En la iglesia ya no nos miraban igual, nos ignoraban. Nos excluyeron del grupo, haciéndonos sentir que no existíamos. Eso me hizo muy mal, eso me hizo seguir robando.

Partió asaltando en la calle. Cogoteaba a la gente cuando venían de vuelta de sus trabajos, en la San Gregorio, Américo Vespucio y Malaquías Concha. Luego, se asoció con un primo y en un Suzuki Maruti verde recorrían las calles para robar.

-Salíamos a trabajar de descuido en restoranes y de mecha de ropa deportiva en las tiendas. Después, comenzamos con el robo con intimidación y ahí caí en la pasta base.

Rosa, su madre, recuerda esa mala época: “Se me perdía días. No llegaba a la casa, yo lloraba en la puerta esperando a que apareciera. Llegaba flaco, cochino, con los pies rotos de tanto caminar. Decía `mamita llegué´ y ahí yo le daba lechecita caliente y lo cuidaba. Dormía cuatro días, y cuando se levantaba iba a la feria y compraba cosas”.

Rosa ha tenido cinco hijos. Dos han pasado por la cárcel. El Ricachón, dice, no es malo:
-Mi hijo no es un delincuente. De mis cinco hijos, dos han estado presos. El mayor es harina de otro costal, ese es un delincuente de verdad, yo no quiero saber nada de él. Es ladrón internacional, ha robado en España, en Austria. Estuvo preso cuatro años en Italia. Pero este otro hijo mío es distinto: a él le afectó mucho lo que le hicieron en la Iglesia, por eso roba, pero no es malo.

En el comedor de su casa, Rosa tiene cuadros y figuras de madera como adorno. Son las cosas que hacen sus hijos, en los talleres de manualidades de la cárcel.

SAN GREGORIO

En la San Gregorio, el Ricachón conoció a uno de los más famosos pistoleros de la población: Juan Mujica Hernández, el Indio Juan.
El Ricachón asegura haber sido testigo de uno de los homicidios que la justicia nunca pudo demostrarle a Mujica: el tiroteo en la cancha de la población que interrumpió la final entre Católicos y Las Flores:

-Estábamos tomando unas cervezas en la orilla de la cancha, cuando de repente entró una mina rubia a la mitad del partido, que iba vestida con una polera, una falda y zapatos de taco alto negro. Le puso una pistola en la cabeza al Juanito y le disparó de una. Después, se dio vuelta y le disparó al otro. Todos nos tiramos al suelo, comenzó una lluvia de piedras y ella repartía balazos para todos lados. Cuando saltó la reja para arrancarse se le cayó la peluca y ahí cachamos que era el Indio Juan. Dejó los zapatos botados, se subió a una camioneta y se fue. Se mandó la mansa cagaita el Juan… -dice el Ricachón, riéndose.

A Mujica lo conoció bien porque era amigo de sus hijos. Juntos se pasaban tardes enteras jugando a la escondida o comiendo ciruelas en el patio del Indio.

El de la cancha no es el único homicidio que dice haber visto. También el que se produjo un año después del tiroteo en la cancha. “Estábamos con unos amigos comprando unos jugos en un almacén, cuando vemos que él llega y entra a una casa. Se escucharon gritos de una pelea, comenzaron a alegar y en eso él le dispara en el pecho a la señora. Ella cae al suelo y él sale arrancando, pero el dueño del almacén sacó una 38 y le mandó un par de disparos al Indio.

Uno le rozó la frente y le dejó como un rasguño. Ahí cayó al suelo y lo tomaron los pacos. Se fue para la cárcel de San Miguel, y ahí después lo mataron en un atentado”, recuerda.

-Fue triste, por él, por su familia. Él era una buena persona, pero cuando lo encontraban, lo encontraban.

A Mujica la policía fue la que lo encontró y lo metió a la cárcel. Allí, tiempo después, presos que eran familiares de los muertos que se le atribuían lo mataron a sablazos.

Ocurrió en la cárcel de San Miguel.

ASALTANTE

El Ricachón llegó a la cárcel por un error. Ocurrió así:
Junto a su primo, y gracias a un dato, planearon asaltar una empresa un domingo al mediodía. Sabían que llegarían cerca de dos millones de pesos del pago de unos contratistas. Era primera vez que planeaban algo así.

Fue más rápido que como se lee. Con una pistola amenazaron a las secretarias que estaban trabajando y les dijeron que se quedaran calladas. Llegaron directo a la plata, robaron unos notebooks y pertenencias de los trabajadores, y en cosa de segundos, desaparecieron en el ya carreteado Maruti verde.

“Llegué a la casa y me puse en la buena con mi polola. De ahí nos fuimos al mall, le compré ropa a su hija y, cuando llegué a la casa, le pasé plata a mamá. Me compré unas cervezas, unos pitos, y cuando llegó la noche me lancé”, dice, con una risa entre culposa y nerviosa. “Me puse a fumar pasta base, me había comprado un poco de coca, también”. De la repartición, el Ricachón se quedó con cerca de un millón de pesos.

A las cuatro de la mañana llegó el primo a buscarlo a la casa.

-Fuimos a comprar unos copetes y estábamos fumando pasta en el auto, cuando llega el RP de los pacos. Nos hicieron un control. Nos pidieron que bajáramos del auto, y yo le dije al paco, antes que me los pillara, que andaba con unos pitos de marihuana de consumo personal y se los pasé. Pero mi primo estaba muy asustado. Le pregunté, callado, por qué, y me dijo que no había sacado las especies del auto y que estaban en la maleta. Ahí cagamos.

Las victimas del asalto habían anotado la patente del auto y la policía los estaba buscando. Los dos pasaron a control de identidad a la comisaría, y de ahí directo a la formalización, en Pedro Montt. Los cargos eran por tres asaltos a mano armada. En realidad, el Ricachón cometió el error de amenazar a tres personas mientras estaban en el robo de la oficina.

Los tres ahora, sumados, le valen quince años de cárcel.

CUATRO AÑOS EN SAN MIGUEL

Domingo 27 de noviembre de 2011. Día de visita de la torre 5, aunque en realidad es un simbolismo porque después del incendio los trasladaron a todos a la torre del lado, la 4.

Las familias comparten bebidas y sándwiches en las bancas de un gimnasio repleto que tiene el suelo cubierto por frazadas. Hay un quiosco rojo a un extremo donde se puede comprar café y cosas para comer. Aunque afuera hay un sol radiante, adentro parece invierno. Algunos presos pululan vendiendo números de rifas. Uno con la cara tajeada vende un cuadro de medio metro con la ratona Minnie, hecho por él. Se enoja cuando le dicen que no.

El Ricachón viene con su polola del camaro, uno de los cubículos forrados con tela negra que tiene casi las mismas dimensiones que una cámara secreta de votación que rodean todo el borde del gimnasio. Ahí los presos tienen unos minutos de intimidad con sus parejas. Está contento y un poco más gordo que hace un año. Su pelo negro tiene un corte normal, lo que lo distingue de la mayoría de los presos que tienen el típico estilo de sopaipilla en la cabeza. Está vestido con jeans y una polera; se ve mucho más joven que los mismos presos de su edad que visten ternos dos tallas más grandes, con cuellos y corbatas arrugadas. Saluda amable.

Comienza a hurguetear en una bolsa de comida que le llevó su polola. Le falta un cuchillo para echar mantequilla a su sándwich. Va a buscar uno donde unos conocidos, y mientras viene con él de regreso, lo manipula con facilidad. “Hoy es mi último día aquí”, dice, mientras termina de preparar su pan con jamón.

Pero no es que vaya a salir libre:

-Mañana me llevan a Colina 1. Quieren sacarnos a todos de aquí antes que sea el 8 de diciembre, pero yo creo que no van a alcanzar. Van a traer a unas mujeres de la correccional a la torre 5. El plan es convertir esta cárcel en cárcel de minas, incluso hicieron una plaza y arreglaron todo -explica.

El Ricachón quiere irse luego de ahí.

-Después del incendio volvimos a los pisos donde estábamos. Se escuchaban ruidos en el cuarto norte, y ya no había nadie ahí. Como que arrastraban los catres, se escuchaban gritos. Tantos finaditos que murieron sin paz, yo creo que se quedaron ahí para siempre -dice. Su polola, morena de ojos grandes, tiene la mirada fija en algún lugar del gimnasio. No se hace parte de la conversación. Está indignada con la visita de la desconocida. El Ricachón se incomoda. Trata de arreglarla. “Nosotros pololeamos antes, cuando éramos más chicos. Ahora nos volvimos a reencontrar y nos queremos casar”, explica, sin lograr que su polola esboce una sonrisa. La visita termina rápido. Ella se queda hasta el final.

Más tarde, con un celular en mano, el Ricachón habla con propiedad. Explica que a su novia la conoció gracias a una amiga en común que les hizo gancho.
-Para cualquiera que esté en este lugar, que te venga a ver alguien del mundo exterior, con un aroma diferente, te cautiva; como el olor al perfume de una mujer. Imagínate cómo estoy. Ella hace esfuerzos tremendos por estar conmigo. Quiero ayudarla y no sé cómo -reflexiona.

El Ricachón ve dos posibilidades aparentes para poder reducir su pena. La rápida: pagarle 300 mil pesos a un abogado para que unifique su causa y le resten cinco años. Pero nada le asegura que el proceso tenga el final que él espera y, mucho menos, tiene cómo conseguir esa cantidad de plata. La lenta es a través de la conducta. Lava los baños, firma un libro de registro todas las mañanas, no consume drogas y no pelea con nadie. Todo un logro ese último ítem porque el año pasado se le estaba haciendo imposible de cumplir.

Ricachón vivía en la Torre 5, un lugar que se caracterizaba por ser la de los presos con condenas menores y de baja peligrosidad. No era el paraíso, pero sí un lugar relativamente tranquilo. Pero a mediados del 2010 llegó un grupo de presos de alta peligrosidad desde la Penitenciería. El ambiente cambió.

-Peleábamos porque estábamos hacinados, por el espacio. Ellos tenían mal vivir y nos buscaban a nosotros, pero yo no soy mal vividor, y tampoco abuso del más débil -recuerda él.

Las constantes peleas estaban perjudicando su buena conducta. Y decidió hacer algo que, a la postre, le salvó la vida: “Tres semanas antes del incendio pedí que me cambiaran de lugar. Me fui al piso de abajo, al tres norte. Me quería portar bien y con ellos ahí no podía”.

Así fue.

El 7 de diciembre en la noche, el Ricachón se acostó temprano, antes que cortaran la luz, como de costumbre a la medianoche. A las cuatro de la mañana, uno de sus compañeros de celda cayó sobre él. “Despierta huevón, está quedando la cagá”, le dijo. El Ricachón se levantó y escuchó los gritos de una pelea descontrolada. No alcanzó a despabilar, cuando el Tercero Norte se llenó de humo y un calor intenso empezó a desesperarlos. De un segundo a otro todo quedó en silencio.

-Nos vinieron a abrir la reja, y antes de irme al patio, subí con un balde con agua para apagar el fuego. Ahí vi a amigos míos carbonizándose. Algunos no tenían manos, a otros sólo se les distinguía el cráneo entre el fuego. Había otros botados, asfixiados debajo de los lavamanos. Vi hartas cosas fuertes.

Antes de bajar, alcanzó a sacar a uno de los presos que había aspirado humo caliente. En el patio de la cárcel todos lloraban. No entendían por qué los demás no bajaban. Ahí supieron que todos habían muerto quemados. El Ricachón podría haber sido uno de ellos, pero estaba vivo, parado en el patio.

-A la noche siguiente al incendio, me llamó. Me dijo que estaba bien, que sabía que tenía otra oportunidad y que por eso pudo escapar. ¿Sabe? Yo sé que la cárcel no es el mejor lugar para estar, pero mi hijo ahora es otra persona. Se porta bien, está gordito, si fumara pasta base estaría flaco y chupado. Pero no es así, porque él cambió. Yo sé que ahora él es otra persona -dice Rosa con ilusión, a un año del incendio en donde el Ricachón pudo haber sido el número ochenta y dos.

El Ricachón se pasó este aniversario del incendio de San Miguel esperando que lo trasladaran a Colina 1. Allí, lo que se le viene será duro: tendrá que partir de cero, posicionarse en el intrincado mundo de la cárcel, hacerse de un grupo y sobrevivir en un sistema penitenciario precario que ni siquiera le garantiza seguir vivo los once años que le quedan en él. Ya zafó de una. Su segundo tiempo, esta vez, no depende de él.
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Los 81 en el recuerdo
por Padre Nicolás Vial*

El 08 de diciembre se cumplió un año de la trágica muerte de las 81 personas víctimas del incendio ocurrido en la cárcel de San Miguel. Durante el año ha habido diversas conmemoraciones, la última en la Catedral Metropolitana en donde el señor Arzobispo de Santiago, junto a familiares y cercanos de las víctimas, celebró la Santa Eucaristía por el eterno descanso de los fallecidos.

Es bueno recordar y en particular con la oración, ya que ella nos abre hacia las dimensiones de la eternidad, senda obligada de todos quienes peregrinamos en la historia. Sin embargo; a un año del fatídico incendio me habría gustado que las madres, esposas, hijas, abuelas; y en general las mujeres vinculadas a los que perdieron la vida, se hubieran reunido con el señor Presidente de la República y sin filtros ni sesgos contarle cómo se sobrevive al interior de un recinto penal. Estoy cierto que al Presidente, por su extremada sensibilidad y contrario al abuso y atropello de la dignidad y de los derechos humanos, le habría sido muy útil esa reunión. Por otra parte, echo de menos, que a un año de ocurrida la tragedia todavía no se firme un convenio, que por medio de un catálogo, se definan los delitos que nunca más deberían tener penas privativas de libertad o dicho de otra manera, reclusión corporal.

He insistido con oportunidad y sin ella, en todos los ambientes que se me invita para hablar del tema penitenciario en la necesidad de aumentar las alternativas a la privación de libertad, ya que es 2/3 más barato para el Estado y el porcentaje de éxito en materia de reinserción social supera el 80%. Lo irónico es que todavía se mantenga un sistema obsoleto con 71% de reincidencia delictual, a un costo por interno semejante a lo que paga un estudiante de Medicina por su carrera.

Por otro lado, la deuda que Chile tiene con los privados de libertad es impagable y habría sido de toda justicia demoler la cárcel de San Miguel para construir sobre sus cimientos un gran centro cultural, de formación humana y de capacitación para todos aquellos infractores de ley que sin pasar por las cárceles puedan pagar su deuda a la sociedad con penas adecuadas al siglo en que vivimos. Por el contrario, mantenerla es como un símbolo histórico de un sistema obsoleto que no logra recuperar a las personas que han excluido de por vida.

Las metodologías exitosas usadas para la recuperación de quienes han cometido delitos hablan por sí solas y es la sociedad que excluyó la que debe incorporar, enseñar y acoger a quienes desde las primeras edades fueron marginados.

Magna tarea la que nos desafía. Vemos morir a nuestros conciudadanos y luego de unos días un velo de olvido lo empaña todo y nunca más nadie se acuerda. Varias han sido las tragedias ocurridas en los últimos años en nuestras cárceles y cada vez que sucede otra se levantan voces con promesas que se disipan en el tiempo.

¿Tendremos que ser testigos de otro hecho de horror en el que varios miles de privados(as) de libertad mueran de una sola vez, para que la cultura de la indiferencia, de la negligencia o de la exasperante burocracia de paso al despertar de la justicia y brinde nuevas oportunidades?

*Presidente Fundación Paternitas

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