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Cultura

4 de Enero de 2012

Porteñerías (valpo, bs as)

Ilustración : Marcelo Calquín Viajaba a Buenos Aires cada dos meses a ver a mi hijo y me quedaba en un lugar sacado de una novela de Arlt. Un hotel cerca del Congreso que debe haber quedado igual desde que llegaron las primeras oleadas de inmigrantes, porque hay algo tano en las ropas colgando y […]

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Ilustración : Marcelo Calquín

Viajaba a Buenos Aires cada dos meses a ver a mi hijo y me quedaba en un lugar sacado de una novela de Arlt. Un hotel cerca del Congreso que debe haber quedado igual desde que llegaron las primeras oleadas de inmigrantes, porque hay algo tano en las ropas colgando y en la arquitectura de lo que debe haber sido un hotel con algo de conventillo aunque con más pelo. Ropa que cuelga como banderas de rendición o respiro perteneciente a gente que tiene que remar duro para sobrevivir; ronquidos que se sienten cruzando tres habitaciones, tangos, lanzas y chorros de diversas especies con el infaltable chileno, gente gris y silenciosa que cierra las puertas en silencio, como dice el poeta de Miami, eco de los que habitaron ese hotel antes que yo.

Fue por eso que me mudé de ese ambiente porteño, en el que algún turista social estaría en su salsa, a un hostal barato de un ambiente donde el ánimo corre menos peligro acompañado de un inglés re payaso que te alegra la tarde, un estudiante que toca algo dodecafónico en un piano portátil, gente estudiando, chicas lindas.  Cuando uno lleva a un niño a un lugar así, aunque sea de pasada, la gente se enciende de alegría. Cómo andás gordo, qué hacés hoy, fiera, de qué cuadro sos.

Cada dos meses hacía eso. Pero llegué a un acuerdo con mi ex mujer para estar en su casa con mi hijo y no andar vagando con él por Buenos Aires. Porque toda esa cosa puede ser muy novelesca, pero la depresión te puede comer y eso no puede pasar con un niño. En casa de ella le leo algo como “El pato y la muerte” de Wolf Erlbruch, un cuento alemán que les explica ese concepto a los niños. O “El lenguaje de las cosas”, de María José Ferrada, autora chilena que publica en España, o el “Lautaro” de Nibaldo Mosciatti, que les encanta a los niños por su nivel de violencia y sangre. Porque uno se asusta con tanto degollamiento y tortura, pero a los niños les encanta. Jugamos también al “Muere perro fascista”, una mezcla de krab magah, yudo y besuqueo en la panza.

Aunque siempre fui más cercano a mi madre, alguna vez mi padre me llevó a recorrer Valparaíso cuando era niño, a los cerros más lejanos y a Las Torpederas, que en ese tiempo estaban llenas de guatones con zunga, gente que no era careta pero que atemorizaba un poco por eso mismo: tenían personalidad, no reprimían cierta violencia gestual, comían en la playa, bailaban cumbias en una especie de ramada cercana. Luego nos llevó a mi hermano menor y a mí a los cerros con un viento que en ese tiempo me pareció intimidante, ahí habló con un señor que vendía pescado en un carrito y hoy me doy cuenta que le preguntaba cómo instalarse en algún lugar por ahí. Quería alejarse de todo y vivir solo con su familia. Partir de cero. Salvarse.

Siempre pienso eso, porque tuve que desquitarme con esa ciudad increíble gracias al poeta Rodrigo Arroyo, que tiene una vista impresionante del puerto desde el Alegre y que se queja porque el turismo está elevando los precios del cerro por las nubes (“Mira, Germán: en ese barco vienen cientos de autos para producir taco y smog en Santiago, en ese otro vienen chucherías chinas”. “¿Y ese otro barco qué trae, Rodrigo?”. “No creo que traiga libros de poesía de Germán Carrasco o películas de Ozu, Germancito, pero mejor mira esa mina preciosa, esa, la que cuelga sus calzoncitos en un cordel”).

De toda esa cosa entre novelesca que contaba al principio, recuerdo ciertas situaciones, y es que a veces uno tiene suerte y da con esos actos de sociabilidad ciudadana que le encantan a los argentinos; no hay donde perderse entre el bullicio infernal y el gastadero de plata del Mall Abasto y la sociabilidad de la plaza Parque Patricios (puede ser otro lugar, pero me tocó ese) con actividades de pintura, ajedrez, música y deporte para los chicos, tango o rock para los grandes, gente agradable de todos los estilos. Ahí estuvimos, mi hijo dibujaba en una mesa con una maestra que les enseñaba, vimos demostraciones de chi kung, fútbol, música, etc. Antes, habíamos estado en Tecnópolis, una feria tecnológica gigante, sin gastar un peso. Siempre me topaba con alguna cosa así, en ese caso fue porque era la campaña de Cristina, y en algún momento todos cantaron un tema de rock que era una especie de himno –otra cosa que les encanta a los del otro lado de la cordillera– de su campaña: avanti morocha.

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