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Opinión

20 de Marzo de 2012

Daniel Zamudio: entre lo visible y lo invisible

* Daniel Zamudio, veinticuatro años, vendedor. Hijo de Iván y Jacqueline. Sambernardino. La madrugada del sábado 3 de marzo caminó por donde no era seguro y lo agredieron brutalmente. Estuvo a punto de morir. Hasta la noche del lunes 5 de marzo, Daniel era invisible. Tres días al borde de la muerte lo hicieron visible. […]

Jaime Parada Hoyl
Jaime Parada Hoyl
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Daniel Zamudio, veinticuatro años, vendedor. Hijo de Iván y Jacqueline. Sambernardino. La madrugada del sábado 3 de marzo caminó por donde no era seguro y lo agredieron brutalmente. Estuvo a punto de morir. Hasta la noche del lunes 5 de marzo, Daniel era invisible.

Tres días al borde de la muerte lo hicieron visible. Lo propio hizo la semana que lleva en un coma inducido, del cual recién comienza a despertar. Sus heridas, huesos quebrados y las esvásticas marcadas en su cuerpo con un gollete de botella aparecieron en la prensa. Hoy todos sabemos quién es Daniel Zamudio.

Hoy todos sabemos, además, que Daniel es homosexual y que por eso lo golpearon. Toda noticia que se refiera al caso comienza con el calificativo de “joven homosexual”.

La inquina atroz con que fue atacado Daniel es el punto cúlmine de otro tipo de violencia, no física, sino moral, que las minorías sexuales vivimos a diario: la violencia de no existir, porque otros nos invisibilizan. Los legisladores, por ejemplo, han evadido por décadas reconocer nuestra existencia como parejas al postergar –en muchos casos intencionadamente- discusiones en torno al tipo de familia que constituimos (porque les guste o no, lo somos), a las necesidades derivadas de ello –matrimonio, adopción- y a nuestro aporte fundamental a una sociedad que se articula, también, en torno a afectos.

Lo mismo pasa a nivel de la protección física y social que requerimos: si desde el 2005 peleamos una Ley Antidiscriminación, es porque los ataques a la diversidad sexual han sido lo suficientemente violentos como para exigir una acción positiva, justa, de parte de las instituciones. Pero para que las autoridades comprendan esto tiene que haber víctimas, y no de cualquier tipo: sirve una que estuvo a punto de morir a manos de los autoproclamados “morenos nazis del centro”. Una víctima visible que, en otras circunstancias, hubiera sido otra mención menor en la prensa policial.

Sólo un caso como el de Daniel Zamudio fue capaz de sensibilizar transversalmente a la clase política, respecto de la urgencia que requiere una Ley Antidiscriminación. Lamentable que nuestra visibilización dependa del impacto de una esvástica y de la golpiza que casi terminó con la vida de un compatriota.

Siendo justos, homosexuales y transexuales solemos caer en esta dinámica: nos autoinvisibilizamos por temor al otro. Nos aterra tomar la mano de nuestras parejas en público, porque podríamos ser objeto de miradas, comentarios, insultos, burlas y hasta golpes. No cabe duda de que esto tiene una raíz histórica; mal que mal, algo sabemos de las redadas policiales en locales gay hasta finales de los 90; de la tardía despenalización de la sodomía; de detenciones por ofensas a la moral y las buenas costumbres que, hasta el día de hoy, afectan marginalmente a parejas del mismo sexo que expresan sus afectos públicamente.

En definitiva: está en nuestro ADN comunitario tolerar que nos hagan sentir raros o distintos y por culpa de ello, nos refugiamos en el gueto.
Esto tiene que cambiar. Hacernos visibles posibilita que cerca de dos millones de chilenos –entre el 10 y 12% de la población- estén en condición de elevar demandas a la autoridad, y tal vez más importante, de ejercer un rol pedagógico con relación al “otro”, demostrando que nuestra orientación sexual o identidad de género no es una amenaza. Acciones sencillas como salir a la calle, tomarse de la mano, mostrarnos frente al resto como lo que somos, homosexuales, tienen una dimensión socio-cultural que no podemos subvalorar. Más nos exhibimos, más acostumbramos a los demás a nuestra presencia. Así de simple.

¿Cómo hacerlo? Con prudencia, pero con valentía. En el caso de las agresiones, hay poco que hacer: criminales movidos por valores corruptos –nazis, nacionalistas acérrimos, grupos homófobos- habrán siempre, máxime si no existe una ley que castigue con decisión los delitos de odio. Frente a eso, son el sentido común y el propio afán de sobrevivencia los que mandan: tomar los resguardos pertinentes al momento circular es obligación de cada uno. Pero cuando se actúa sobre seguro, lo mejor es mostrarnos, salir del gueto y someternos a las miradas del resto aun cuando estas no sean amables. Frente a ello tenemos una ventaja: hoy es políticamente incorrecto despreciar a las minorías sexuales. Esa es nuestra garantía, pues cualquier acción discriminatoria es cada vez más castigada por la opinión pública.

El caso de Daniel Zamudio es un llamado de atención a la comunidad, no sólo con relación a la violencia homofóbica, sino a la necesidad de corporizarnos y de demandar con caras y voces reconocibles que los homosexuales somos ciudadanos de primera categoría. Y que merecemos leyes y un trato acorde con esa condición.

*Historiador, Vocero del MOVILH

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