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Opinión

21 de Mayo de 2012

Los chistes del arte conceptual

Las obras se remiten a un compendio de ocurrencias simpáticas que, aunque no nos hagan reír o sean incapaces de arrancar una carcajada, tienen un mensaje y la broma es su parte medular. El arte deja de ser solemne en sus temas y factura para volverse humorístico.

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Por Avelina Lésper, para Revista Replicante

El sentido del humor por lo general recae en el otro. Se supone que reaccionar a una broma con disgusto es carecer del sentido del humor. No se cuestiona el sentido del otro, la calidad o la oportunidad de su broma, se califica el del que sufre la broma, el chiste o el comentario. Si se enoja se le juzga, invariablemente, por carecer de sentido del humor. Si se ríe o celebra el chiste es que es muy simpático, accesible, afable. Esto hace que la broma se convierta en una imposición y en una forma de calificar al receptor; por eso, para guardar las formas, la gente se ríe, celebra y hasta repite el chiste, porque está mal no gozar de sentido del humor.

La solemnidad no sólo está mal vista, es una actitud anacrónica y antisocial. La seriedad es una de las causas por las cuales la gente no logra relacionarse y tener amigos. Las terapias de autoayuda y de integración optimista ven en la personalidad introvertida un obstáculo para la nueva sociedad dinámica, extrovertida, ambiciosa y proclive a las bromas, a los chistes, a la simpatía permanente. Todos quieren ser simpáticos: los escritores, los políticos y, por supuesto, los artistas. Ganarse la aprobación de la sociedad pasa por hacerla reír, por convertirse en el anfitrión perpetuo de una fiesta interminable. No hay tiempo para pensar, para reflexionar: la salida rápida, el comentario picante, la carcajada y he aquí a un ganador.

Esta actitud de actor de monólogos de televisión es una epidemia, una enfermedad que infectó al arte al punto de que el equívoco se interpretó como una forma de protesta, no como una consecuencia de la necesidad endémica de agradar. El asunto es que las bromas forzadas no gustan a nadie. En el surrealismo llegaron a un callejón sin salida con sus contradicciones y sus actos grotescos que suponían una irreverente bofetada al espectador. En la comedia la frescura del chiste es efímera, el esfuerzo por repetirlo y perpetuarlo lo exprime hasta matarlo. Las bromas surrealistas se morían en el momento de la exposición. Una vez vistas, ya nada había que hacer con ellas. Sin embargo, el arte conceptual retomó una fuente ya agotada y volvió a beber de ella, y en el arte contemporáneo es una constante que en las obras el elemento “transgresor” sea el sentido del humor, la ironía, la irreverencia, el chiste. Las obras se remiten a un compendio de ocurrencias simpáticas que, aunque no nos hagan reír o sean incapaces de arrancar una carcajada, tienen un mensaje y la broma es su parte medular. El arte deja de ser solemne en sus temas y factura para volverse humorístico. Ahora bien, si la broma, un pollo en unos calzones de hombre de Sarah Lucas, por ejemplo, no hace reír, la culpa no es de la divertida y simpática artista, es del espectador que no tiene sentido del humor o que no entendió el chiste. Entonces el curador nos explica en una cédula con su más grandilocuente retórica en qué consiste el chiste.

Recordemos un punto elemental: en el fenómeno de la comedia la broma es autónoma. Un comediante no sale a escena a contar un chiste con un individuo a su lado con actitud de sabio explicando ese chiste. En los chistes del arte contemporáneo es así. El artista, una vez desechados los grandes temas, las cuestiones existenciales y la dimensión creadora de la factura, el estilo y la producción de obra para la posteridad, se va al rincón de las simpatías, a la bolsa de las bromas y del sombrero del mago saca conejos inflables, coches encogidos, pasteles, mingitorios y millares de trucos para hacernos reír y reflexionar en el tema que esté de moda. Todo explicado por un curador; las obviedades se traducen y el pastelazo se convierte en un “acercamiento ontológico de la libertad”.

Explicar el chiste

Las bromas que entre amigos se califican de zafias o groseras en el arte son ironías, detonadores de ideas. El insulto veloz y la patada en el culo son recursos de cómico decadente; en la obra de Maurizio Cattelan, por ejemplo, es el summun de la protesta. Un brazo que representa una verga grande es la chispa genial de un artista en un museo y en un baño público es parte de la decoración habitual. El humor tiene dos caras, en una conversación de cantina es vulgaridad o simple estupidez, pero en un museo es arte.

El concepto, que hace a las obras algo diferente de lo que son, logra esta conversión arbitraria integrándole una intención a la broma y añadiendo un retoque social al sentido. Dos toronjas y un pepino en medio de dos naranjas puestos en un colchón son una referencia elemental, gastada y abiertamente obvia, pero en una obra de Sarah Lucas es “concientización feminista de las relaciones sexuales”. Si los buenos chistes no necesitan explicación las obras de arte tampoco deberían requerirla, pero ahora la explicación es doble: por un lado explican el chiste y, por otro, la reflexión. Para qué le dicen al público que ese chiste sexista no es sexista, que es una reflexión feminista y que las dos toronjas representan los senos y el pepino es un pene. Todo eso es obvio, menos la reflexión feminista, que es un capricho retórico. La obra va en sentido contrario a su propio contenido, no es lo que en realidad es. Y además hay que reírse o por lo menos asumir que Sarah Lucas es muy simpática porque prefiere hablar de feminismo con chistes sexistas en lugar de utilizar otro lenguaje o entrar en razonamientos más profundos.

La grandilocuencia del chiste


La manipulación del sentido del humor radica en que es mentira que exista como tal. A pesar de que expolia obviedades, referencias populares ultraconocidas y de la cercanía con la comedia televisiva, se pretende que estamos ante una obra que requiere de un análisis, de la introducción teórica del curador y del proteccionismo de un espacio museográfico. Los recursos de comedia que el arte utiliza, en el contexto del que provienen, son manifestaciones efímeras de consumo rápido que se extinguen en el momento en que se manifiestan. La ocurrencia es un flamazo, es un destello que no tiene más duración que la risa que provoca. Si de una broma elemental se hace un monumento a la reflexión, se paraliza, se engrandece con retórica y filosofía, se envuelve en la pomposidad de la institucionalidad y se convierte en chiste visual de pretensiones artísticas; el disparate cae en el ridículo de la sobreactuación, de la impostación, y es una forzada presencia que en lugar de hacer reír provoca la embarazosa visión de un espectáculo fallido. La situación está entrampada porque este antiarte no existe sin explicaciones, explotan lugares comunes y referencias populares conocidas y gastadas, utilizan programas y personajes de la televisión, y además distorsionan todo esto cargándolo de una teoría que no enriquece a la obra. Le imponen una pretenciosa barrera filosófica e ideológica que mata definitivamente al chiste. La comicidad es inclusiva, trata de llegar a un público amplio y diverso, su discurso es accesible en cualquier nivel de cultura. En cambio en el antiarte el artista pretende ser cómico de bromas elitistas porque son parte de una obra de arte y su público debe tener una formación específica y una empatía intencional para aceptar que el chiste en realidad es una reflexión. Es la contradicción de usar el disparate y luego aderezarlo con teoría, explicaciones y un contexto grandilocuente. La empatía que el cómico profesional logra con el público no se contagia a la obra de arte, aunque utilicen los mismos elementos. Un chiste que aparece en una caricatura de la televisión puesto en el museo pierde su informalidad y su desenfado al ser incluido dentro de un marco referencial para el que nunca fue pensado, esto hace a esa misma caricatura un episodio aburrido y pretencioso. La seriedad de la que huyen se vuelve en su contra, se enquista dentro de la obra y se la traga. La risa se transforma en bostezo. La levedad es una roca.

¿Por qué quieres hacerme reír?

El humor y la risa están sobrevalorados. Ante el desprestigio de la tragedia frente a la felicidad, que es reclamo publicitario, filosófico y piedra angular de la industria de autoayuda, resulta liberador y empático abordar los temas con la superficialidad suficiente para que podamos reírnos de ellos. La risa es una salida que distrae de los verdaderos fines, el chiste es una escapatoria de emergencia cuando el argumento se está agotando, cuando las ideas no dan para más; entonces la ocurrencia rompe con esta sequía creativa y desvía la atención a otro lado. El arte contemporáneo tiene la obsesión de recurrir a temas sociales, humanísticos, económicos, de género, pero nunca estéticos. Tenemos que reflexionar sobre cualquier cosa menos sobre la factura de la obra, sobre su presencia misma en el espacio expositivo.

Cuando esta incursión, plagada de buenas intenciones, no tiene repercusión, burlarse del tema es la opción del artista. Cattelan, incapaz de hacer un análisis que denuncie o confronte al catolicismo como institución, expone a un Juan Pablo II derribado por un meteorito… ¡Qué chistoso! ¡Como en las caricaturas animadas! ¿Qué significa? ¿Qué ni su dios lo salvó de un meteorito? Qué importa. Lo que significa es que Cattelan es muy simpático, que se le ocurren cosas, que es irreverente porque toca una figura sagrada para sus fanáticos. Pero lo que su obra evita es abordar la aberrante ideología de la institución que este hombre representó. Ofende pero no denuncia, ésa es una buena broma. Si el chiste es racista o sexista el artista advierte que no manifiesta una posición o una declaración de principios, es una forma de llamar la atención. Para el chistoso todo es susceptible de ser ridiculizado, menos su obra: eso, aunque no parezca, es arte. Los chistes visuales son la búsqueda desesperada de evitar el aburrimiento del espectador, como cuando alguien cuenta un chiste para romper el tedio de una reunión, pero no confrontan, no analizan. La presencia de la obra y su discurso son insuficientes, entonces hacer reír es la solución. El elevador encogido y el coche recortado de Gabriel Orozco son chistes visuales que distraen del hecho de que no existe propuesta estética en su obra, de que no hay aportaciones originales. Son medios para ocultar su propia vaciedad. La ligereza irresponsable es un privilegio que exhiben, no tienen por qué ir más allá; la superficialidad, la risa fácil es arte en esta época de gente divertida.

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